viernes, 6 de junio de 2008

Aeropuertos

Amiga,

Cuando uno vive en medio de dos culturas es inevitable hacer comparaciones y justo cuando regresas de un viaje es cuando los contrastes se hacen más evidentes. En mi viaje de ida y vuelta, de Edimburgo a Caracas vía París, pasé por tres aeropuertos, tres culturas, tres modos diferentes de manejar la idea del viaje y la concepción de lo que es un pasajero. Si tengo que ser justa en la comparación, los que salen perdiendo son los aeropuertos venezolanos. Y digo los aeropuertos en plural porque pasé por Maiquetía y por los aeropuertos de Mérida y El Vigía, así que creo que puedo usar el plural sin exageración.

En un aeropuerto europeo te sientes en total libertad de moverte y el único momento en que tienes que someterte a las normas de seguridad es cuando pasas la puerta del chequeo. Ahí te despojas de todas tus pertenencias, las colocas en una bandeja, pasas al otro lado y asunto concluido. Ocasionalmente te piden una revisión extra del equipaje de mano y si se te ha olvidado que no puedes cargar líquidos te los quitan implacablemente (te lo digo yo que he perdido dos perfumes por distraída). Pero nada más. El resto del tiempo que transitas por un aeropuerto europeo es exacto al tiempo que pasas en un gran centro comercial, miras tiendas, comes, te tomas un café, lees la prensa... Ni siquiera existe la angustia de los aeropuertos norteamericanos donde el chequeo de inmigración es francamente denigrante. Aquí los funcionarios conversan mientras al descuido abren tu pasaporte y lo vuelven a cerrar sin siquiera mirarte. Cuando todavía sigues esperando que te hagan un cerrado interrogatorio sobre el propósito de su visita, el funcionario se asombra de que sigas parada enfrente, sin dar paso al próximo pasajero que espera en la fila.

¡Qué contraste con nuestros aeropuertos! La palabra que mejor define los aeropuertos venezolanos es autoritarismo. Bien visto, es tal vez la palabra que mejor define todas nuestras relaciones con las instituciones, sean cuales sean. En un aeropuerto venezolano te sometes de entrada a la autoridad incontestable de la aerolínea que te transporta y a la autoridad bruta de los funcionarios que verifican tu identidad y que uno nunca sabe si son policías o funcionarios del CICPC o guardias nacionales vestidos de paisano. Jamás he comprendido por qué un guardia nacional o funcionario de inmigración se considera autorizado a preguntarte cuál es el propósito de tu viaje al exterior, ¿habrá alguna respuesta incorrecta a esa pregunta? ¿existe alguna ley que prohiba que uno viaje fuera de su país a hacer lo que se le venga en gana?

Pero no es sólo eso, en Maiquetía también debes someterte al escrutinio de personajes extraños que se mueven por los pasillos con un aire de propietarios y que uno no sabe muy bien qué tipo preciso de autoridad ostentan, pero lo mejor ante ellos es pasarles por un lado sin levantar ninguna sospecha. Tal es la impunidad y la falta de escrúpulos de los oscuros personajes que se mueven en nuestros aeropuertos que ya hemos escuchado dos veces, por dos vías diferentes, historias de pasajeros extranjeros a los que “ruletean” para sacarles dinero en efectivo. El cuento es siempre el mismo y, sólo como muestra, traduzco la historia que le escuché directamente a un pasajero en enero, cuando esperábamos en Maiquetía para abordar.

El joven era evidentemente un norteamericano que había pasado unos días de vacaciones en Venezuela, tal vez con el ingenuo propósito de ver en persona el llamado socialismo del siglo XXI. Su aspecto de viajero informal –mochila, jeans, franela desgastada, zapatos de goma- contrastaba con el atuendo de los venezolanos que viajan al extranjero y que suelen vestirse como si fueran a un almuerzo de negocios. Esta debe ser la primera pista que pone en alerta a los funcionarios especuladores de Maiquetía. La segunda pista es el acento o la evidente incapacidad de comunicarse en español. El asunto es que los inescrupulosos funcionarios capturan a su presa basados en el principio de que son jóvenes, están solos, no conocen las reglas y no hablan el idioma.

Una vez que escogen a sus víctimas la rutina parece ser la misma. Separan al individuo del resto de los pasajeros y someten su equipaje a un detenido escrutinio. Luego se inicia un interrogatorio lleno de preguntas y contrapreguntas que hacen que la pobre víctima se sienta cada vez más confundida. Finalmente, le aseguran al viajero que debe someterse a una supuesta radiografía para demostrar que no es portador de ninguna droga. Acto seguido se llevan al atribulado joven en un taxi para una supuesta clínica que queda “aquí cerca”. Cualquiera que conozca la ubicación del aeropuerto de Maiquetía sabe que nada queda cerca... y menos una clínica.

Por supuesto, el asustado viajero a estas alturas ya ha mirado el reloj quinientas veces y está seguro de que cualquier retraso lo va a hacer perder el vuelo. Un vuelo que seguramente pagó a la tarifa más barata, esa que no permite cambios ni reembolsos por ningún tipo de inconvenientes. Así que el pobre pasajero saca la cuenta y piensa que lo mejor será hacer todo como se lo indican para que el asunto se resuelva lo más pronto posible. Pero, por supuesto, eso es exactamente lo contrario de lo que quieren los ruleteadores de Maiquetía, para quienes cada minuto que pasa se dibuja como una cifra más en dólares. Parece que el ruleteo en realidad incluye el paso por una supuesta clínica que debe estar en Catia La Mar o tal vez en La Guaira. Ahí hacen esperar al pobre joven durante minutos que parecen horas, sentado en un solitario pasillo donde no hay ni doctores ni pacientes ni nada que indique actividad inmediata. Cuando ya resulta inminente la pérdida del vuelo del pobre pasajero, los funcionarios regresan de sus supuestas gestiones para informarle al joven que al parecer no hay posibilidad de hacerle la famosa radiografía allí y que entonces van a tener que ir a otra clínica que queda más lejos... hay una pausa que permite que la pobre víctima calcule la gravedad del asunto y luego el funcionario ofrece graciosamente una solución.

Por quinientos dólares en efectivo ellos podrían hacer caso omiso de los procedimientos y devolver al pasajero rápidamente al aeropuerto para que pueda tomar su vuelo y olvidarse de todo este desafortunado incidente. ¿Qué otra opción le queda al joven desprevenido? Sólo contar uno a uno los churupos que le quedan y entregarle a los mafiosos del aeropuerto hasta el último centavo que logra recolectar entre sus pertenencias. Con un profundo alivio el joven entra finalmente al área de espera de Maiquetía, pero las manos todavía le tiemblan mientras le cuenta su odisea a dos compatriotas que escuchan sorprendidos su historia tomándose un café. A nosotros, que estamos sentados al lado, se nos cae la cara de vergüenza y no podemos salir de nuestro asombro. Nos preguntamos a cuánta gente le habrán hecho lo mismo los inescrupulosos funcionarios de Maiquetía...

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