viernes, 23 de octubre de 2009

Deudas pendientes


Amiga,

Te debo tantos cuentos que ya no sé cómo retomarlos. He ido anotando aquí y allá ideas para no olvidarme lo que tengo que contarte, pero al final se me pasan los días en una cosa y otra y me distraigo y me pongo a hacer otra cosa y me olvido de sentarme a seguir dándote cuenta de la vida que pasa.

Te tengo que contar, por ejemplo, que antes de que el invierno se nos viniera encima fuimos a jugar golf. ¡Te imaginas? ¡Golf! Aquí, en la tierra natal del deporte de los palitos y las peloticas, todo el mundo juega golf y nadie considera que se trate de un deporte de seres privilegiados. Puedes comprar un par de palos básicos en una tienda de caridad —de objetos usados, perdidos o encontrados— por seis libras o menos, y las pelotas cuestan apenas centavos. Con tu precario armamento te lanzas al campo público, donde todo el mundo puede jugar sin pagar nada y sin necesidad de saber hacerlo.

Y eso fue lo que hicimos al final de la primavera. Un amigo de Lyo nos invitó a jugar, nos consiguió palos y pelotas y nos enseñó lo básico: cómo se agarra el palo, hacia dónde hay que apuntar, cuántas veces le puedes dar a la pelotica para meterla en el huequito… en fin, no se trata de física nuclear. Pero, claro, tampoco es fácil. Yo no había ido con la idea de jugar, sino de tomar fotos, mirar jugar a Lyo y a Toto —así le decimos al amigo alemán, porque su nombre es impronunciable para nosotros— y al final acompañarlos a que se tomaran una cerveza. Iba de consorte, pues, porque —como sabes— yo no soy precisamente amiga de la actividad física. Pero Toto me puso en la mano una pelota y un palo y me dijo que tenía que jugar y ni modo.

Al principio pensé que era simplemente imposible llegar de A a B con semejantes intrumentos y sólo siete golpes de palo. Pero resultó que aprendimos rápido, llegamos incluso a empatar los tres en un momento del juego, nos reímos como locos y al final Lyo nos ganó, felicísimo. Total, amiga, que descubrimos el golf! Fue una tarde espléndida, como lo prueba la foto que acompaña esta nota, donde el cielo parece de mentira.

Ya se me hizo largo este cuento, amiga, y todavía te tengo que contar sobre mis nuevas incursiones en la biblioteca nacional: los libros que he descubierto y mis nuevas rutinas de lectura; lo que ha cambiado desde la última vez que te comenté de la biblioteca y el modo como he ido aprendiendo a mirar con otros ojos ese espacio donde ya he dejado de sentirme triste.

Te tengo que contar sobre mis excursiones nocturnas por la ciudad (salgo de clase a las ocho y media y camino hasta la parada a esperar el bus de las nueve): las luces que iluminan las escaleras por las que bajo y subo; los turistas que inundan las calles de día y los estudiantes, cansados y hambrientos, que buscan dónde refugiarse en la noche; la sensación de seguridad que se tiene al caminar por los oscuros recovecos del centro —algo que cualquier caraqueño añora, como si se tratara de la mejor versión del paraíso.

Tengo que echarte el cuento de los extraños personajes que he estado encontrando en el bus de las nueve: un señor que hablaba solo sin parar, una señora ciega que parecía saber exactamente dónde estaba y no necesitó que nadie le indicara dónde bajarse, un hombre en mangas de camisa que abrió la ventanilla para ventilarse aún más en una noche en la que estábamos por debajo de los diez grados… pero sobre todo tengo que contarte sobre la mujer que armó todo un acto de resistencia pasiva porque se encontró con una silla empapada en orine.

Te debo el cuento de los descubrimientos que hemos hecho en Morningside, una de las zonas más interesantes de la ciudad y donde nos gusta imaginar que podríamos vivir algún día. Entre los descubrimientos está un cine donde puedes ver tu peli sentada en comodísimos sofás ¡con un puf para poner los pies descalzos y todo!. Te debo la historia de cómo conseguimos en una tienda de antigüedades un chino tallado en madera, igualito a una talla que ha tenido la familia de Lyo por décadas. Y te debo más historias de los cursos que estoy tomando sobre cuento y literatura de la emigración. En fin estoy en deuda…

Te mando un abrazo promisorio,
r

viernes, 16 de octubre de 2009

Sin una palabra

Amiga,

He pasado el día entero tratando de encontrar una palabra qué decirte. He buscado en libros y en papeles. He leído poesía por horas cazando una línea definitiva que citar y detrás de la cual esconderme. Me he devanado los sesos, he exprimido lo que me queda del alma más allá de la gripe en el medio del frío del otoño. Y no encuentro, amiga, no encuentro qué decirte. Sólo lo que hay que decir sin palabras, con un fuerte abrazo, con un silencio largo…

Recibe ese abrazo y ese silencio que sólo puedo mandarte en la distancia con el dolor de no estar,
r

lunes, 12 de octubre de 2009

Noticias y espanto

Amiga,

Es lunes y tengo gripe. Todo lo he hecho hoy en cámara lenta, a medio camino entre un ataque y otro de tos, moqueando por los rincones. Sé que debo sentarme a escribir pero estoy sin ganas y sin genio. Por suerte existe la vinamina C, el paracetamol, el te negro bien cargado y los periódicos del domingo.

Lo de la densidad y el tamaño de los periódicos es tal vez una de las observaciones más repetidas de los viajeros que se deslumbran con los abundantes bienes del primer mundo. Aquí, es ya legendario el peso de la prensa en las ediciones de los domingos. En estos días incluso escuché a una escritora de origen sudafricano sostener que, en parte, su decisión de no regresar a vivir en su lugar de nacimiento se debía a lo escuálido de la prensa sudafricana, en contraste con la expansiva oferta cultural de estos lados del mundo, donde los periódicos de los domingos pueden pesar varios kilos y te puedes pasar la semana entera leyéndolos.

Mi costumbre de leer la prensa los domingos viene, como tantas otras cosas, de mi familia. Mi padre es un lector empedernido de la prensa diaria. Mi mamá decía que mi papá era capaz de leer línea por línea el periódico, incluyendo los obituarios y las propagandas. No lo decía como un cumplido, sino como una crítica casi feroz. Pero lo cierto es que ella también es una lectora asidua de la prensa y yo he heredado ese hábito hasta el punto de que el periódico del domingo ha sido uno de los objetos más constantes de mi errática existencia.

Cuando viví por primera vez sola, en aquella residencia de señoritas que quedaba en Las Acacias, y me vi enfrentada a la necesidad de recrear una rutina que fuese en parte heredada y en parte inventada sólo para mí, no dudé en mantener el hábito de leer la prensa los domingos. Algo que se me convirtió más bien en un ritual. Siempre que tenía dinero salía los domingos, después de desayunar, a comprar la prensa al kiosco más cercano.

En Las Acacias era un kiosco que quedaba en Las Tres Gracias, en el inicio mismo del paseo Los Próceres. Pero luego compraría el periódico en tantos otros lugares que no creo que sea posible mantener una memoria de todos y cada uno de los kioscos o las librerías en las que cumplía mi rito dominguero. Después de comprar la prensa sabía que el resto del domingo ya no tendría ninguna angustia esperándome. Ya no importaba si estaba sola, si tenía mucho trabajo el lunes siguiente o si había cosas pendientes en las que no quería pensar.

Aquí, compramos el periódico en el abasto que está a una cuadra y media de la casa. Ya no lo compro yo, porque Lyo es ahora el que se encarga de salir al tiempo inclemente que hace afuera y llegar un rato después con su cargamento de huevos, leche, queso, pan y prensa, cada domingo que sea necesario.

Y para mí es un gusto enorme y una fiesta sentarme con mis tres o cuatro kilos de papeles a desgranar las noticias de toda la semana y a enterarme de lo que vendrá, que es en parte la gracia de cualquier noticia. Desde que vivíamos en Londres nos paseamos por distintos periódicos y no éramos particularmente fieles a ninguno de ellos, pero hace un tiempo que adoptamos The Sunday Times como nuestro periódico dominguero. Aunque también, como es usual en estos tiempos electrónicos, yo leo de cabo a rabo El País en línea y The Guardian, porque me dejan mirar un poco más allá y ver las noticias desde distintas perspectivas.

Este domingo me instalé como siempre a leer morosamente, descartando los cuerpos que no me interesan, como Deportes o Negocios. De resto leo todo: artículos de opinión, comentarios sobre personajes célebres, reseñas de espectáculos y películas, datos sobre lo que se supone que está de moda en ropa, zapatos, diseño de interiores… y un larguísimo etcétera.

Pero tal vez lo que más me llama la atención son las noticias que revelan el modo de ser británico que para mí sigue siendo una especie de misterio. Leo sobre gente a la que le pasan cosas, tal vez con el ojo de quien busca historias qué contar. Pero también con la ansiedad de quien necesita entender cómo funciona este sistema, este orden social al que tarde o temprano tendré que integrarme, pero al que todavía miro desde una perspectiva —digamos— antropológica.

Y este fin de semana me llamaron la atención dos noticias. Una contaba la historia de una pobre señora de ochenta y tantos años a la que dejaron de atender en un centro de salud, a cuenta de que le quedaba muy poco tiempo de vida. No sólo dejaron de darle sus medicinas y sus calmantes, sino que también dejaron de alimentarla y la señora se estaba muriendo de hambre y de sed, en lugar de morirse del mal que se supone que tenía. Por suerte su hija la salvó y la señora sigue viva y coleando. Pero antes de sacarla de aquel antro de moribundos la hija tuvo que pelear con todas las autoridades habidas y por haber, porque aquí la salud está en manos de burócratas y los íngrimos seres humanos no parecen tener ni voz ni voto en las decisiones que se tomen con sus cuerpos enfermos.

La otra noticia que ha estado rondando en todos los periódicos desde hace más de una semana, y a la que el domingo le dedicaron largas páginas de análisis, es la de dos adolescentes que se suicidaron lanzándose de un puente cerca de Glasgow. Este hecho se suma a las estadísticas que indican que los adolescentes escoceses parecen tener una tendencia al suicidio bastante más alta que la de los jóvenes de otros países europeos. Sólo Suecia y Finlandia están por encima de Escocia en los tenebrosos números. Y dentro del Reino Unido ninguna estadística coloca a Escocia por debajo del primer puesto.

Esas dos noticias me hicieron pensar en lo que es el estado de bienestar para un distante observador que mira el primer mundo como el modelo a seguir. Los jóvenes se suicidan aquí más que en ninguna otra parte del reino y los viejitos tienen la espectativa de vida más corta. Aún así, visto desde afuera, este es un país donde la gente vive bien, la crisis apenas se siente —a juzgar por el nivel de compras que se puede observar a simple vista en cualquier centro comercial— y las amenazas del mundo exterior parecen remotas.

Este es un país donde quieren venir a vivir cientos de miles de extranjeros y de eso también se ocupa la prensa, de reseñar las medidas que se están tomando frente a la acelerada inmigración. Porque este es también un país que todavía le tiene miedo a los extranjeros, como lo prueba la noticia de un personaje de la farándula que llamó `paqui´ —un mote que aquí se considera altamente racista— a una de sus colegas de origen indú; y como lo muestran las declaraciones de un joven de color acosado por la policía que sostuvo que, mientras lo golpeaba, el funcionario insistía en repetir “yo soy blanco y este país es mío”.

Así que amiga, a pesar del gusto enorme de leer las noticias de los domingos, que he cargado como una bendición a lo largo de mi existencia, a veces no se trata realmente de un placer. Aquí, a veces, es más bien el reiterado descubrimiento de un horror o al menos de una amenaza no muy velada. El descubrimiento de que, por debajo del bienestar aparente, esta es una sociedad profundamente excluyente. Los jóvenes se sienten fuera de lugar, los viejos son desechados y los inmigrantes pueden ser tratados como escoria, al menos por la policía.

Tal vez no sea justo reducir las conclusiones de la lectura de la prensa dominguera a la parte más negra de la historia. Pero puede ser válido cuando la amenaza parece estar precisamente frente a uno. Además hoy tengo gripe y los periódicos del domingo están todavía frente a mí y no puedo evitar sentir un escalofrío de espanto cuando pienso en el futuro.

Te mando un abrazo aterrado,
r

jueves, 8 de octubre de 2009

Razones

Amiga,

Salí esta mañana a hacer compras al centro comercial (compré unas medias para el invierno, un sueter marrón, otra franela negra) y al regresar me encontré con que el correo me había traído un volumen de Poesía no completa, de Wislawa Szymborska, que había pedido hace ya casi un mes (hay una huelga de correo en el reino y todo se retrasa).

Abro el libro como quien consulta un oráculo y me encuentro con este poema del que te copio abajo un fragmento, con alegría…


La alegría de escribir/ Wislawa Szymborska

¿A dónde corre, a través del bosque escrito, esta cierva escrita?
(…)

Hay en una gota de tinta una reserva considerable
de cazadores que apuntan, con un ojo entrecerrado,
preparados para bajar por la empinada pluma,
para cercar a la cierva, dispuestos a disparar.

Olvidan que esto no es la vida.
Aquí rigen otras leyes, negro sobre blanco.
Un abrir y cerrar de ojos durará tanto como yo desee,
permitirá ser dividido en pequeñas eternidades,
llenas de balas detenidas al vuelo.
Si lo ordeno, nunca sucederá nada aquí.
En contra de mi voluntad no caerá ni una hoja,
ni se doblará una brizna de hierba bajo el peso de una pezuña.

¿Existe, pues, un mundo
sobre el que tengo un dominio absoluto?
¿Un tiempo que ato con cadenas de signos?
¿Una existencia infinita a mis órdenes?

La alegría de escribir.
La posibilidad de hacer perdurar.
La venganza de una mano mortal.


Hasta aquí Wislawa Szymborska.

Este poema no es sólo para ti, amiga Eliza que pacientemente escuchas mis tristezas, sino también para todas las amigas —siempre son mujeres, ¿por qué será?— que me han escrito para preguntarme cómo estoy, porque leyeron mi entrada anterior y se entristecieron conmigo y por mí.

No es fácil dejar de estar triste cuando la memoria de los dolores se atraviesa. Pero hay razones. Muchas. Está el sol, que sigue saliendo aunque el invierno amenace, está un hermoso arcoiris que vimos el domingo, está la lluvia sobre el canal, está el olor de una vela que prendí ayer, está el sabor de los mereyes tostados, el té con leche cuando hace frío, los libros que leo y que me hacen pensar que soy capaz de escribir, los bolígrafos de colores, está mi gato que siempre se acurruca cerca... y Lyo que regresa hoy de Alemania para seguirme acompañando. Y están las lectoras de este blog que me han hecho sentir menos sola a lo largo de toda esta semana.

A todas un abrazo apretado,

r

domingo, 4 de octubre de 2009

Cinco años

Amiga,

Aunque pensemos que avanzamos, en realidad la vida nos da vueltas alrededor y no vamos a ninguna parte.

Hoy vuelve otra vez ese día. Hoy cumple mi hermana Rebeca cinco años de muerta. Acabo de revisar la entrada que subí a este blog el año pasado y no sé si esas son las palabras que usaría ahora ni si hay algo más que decir.

Me gustaría poder tener la entereza de contarte, de dejar aquí constancia de ese día en el que supe que mi hermana había muerto. Pero no sé si soy capaz. Sólo tengo algunas imágenes sueltas que no hacen una secuencia coherente, porque el dolor todavía se me atraviesa en la memoria y no me deja recordar todo.

Lo voy a intentar más tarde.

Por ahora te mando un abrazo tristísimo, tristísimo...

r

viernes, 2 de octubre de 2009

Rutas y raíces

Amiga,

Como te conté por email, estoy asistiendo a dos cursos de extensión de la Universidad de Edimburgo. Ya vi mis primeras dos clases y tengo una sensación más bien ambigua acerca de lo que me espera. Por un lado, no es fácil volver a estar en un salón de clases del lado de allá, como estudiante. Por otro, la incapacidad de hablar en inglés con soltura y —sobre todo— confianza, está resultando más que una desventaja, una frustración.

Decidí tomar estos cursos porque estar encerrada en casa sin hablar con nadie por horas de horas me estaba volviendo loca. Y porque creo que si no doy un paso afuera, para integrarme de algún modo al mundo que ahora me rodea, voy a terminar completamente aislada y sin contacto alguno con la realidad. No que la realidad me interese mucho, la verdad. Lo que me preocupa es mi salud mental.

Cuando vivía en Londres intenté hacer lo mismo, porque sentí que me estaba desconectando del mundo: asistí de oyente a algunas clases de maestría. Las clases no estaban diseñadas para estudiantes de doctorado y eran casi siempre introductorias. Sin embargo, las aproveché en lo que pude. Pero lo más importante es que en ellas hice amistad con dos de las personas que todavía son para mí un punto de referencia importante: tu tocaya Elisa, de apellido Sampson Vera Tudela, y Claudia Carranza. Peruana una, argentina la otra, siguen siendo hasta hoy mis amigas del alma, aunque nos veamos ya más bien poco, porque Londres queda lejos y la vida no alcanza para tantos trajines.

No veo esperanzas aquí del nacimiento de amistades tan duraderas como esas. Pero preveo desde ya que mis incursiones en la ciudad los martes y los miércoles van a darme bastante trabajo, mucho que pensar, y serán tema de más de una de estas entradas.

Lo primero que tengo que contarte es que el sistema de inscripción en los cursos es lo más simple que te puedas imaginar. Cero trámites, cero burocracia, cero protocolo o papeleo. En la página web de la universidad está la lista de todos los cursos. Tú eliges el que quieres, pagas con tarjeta online, te mandan un email confirmándote que estás inscrita y asunto resuelto. Ya puedes comenzar a asistir a tu curso sin que medie ningún obstáculo. ¡Qué diferencia con el largo trámite de inscripción en los cursos de La Sorbona! ¿Te acuerdas?

Los cursos son dos: uno sobre literatura de la migración que se llama “Rutas y raíces”; aunque en inglés suena mucho mejor porque se dice “Roots and Routes” —las dos palabras se pronuncian prácticamente igual. El otro sobre el cuento en los Estados Unidos de América. El primero es los martes, el segundo los miércoles. El horario es infame —¡de 6:30 a 8:30 de la noche!— pero no había nada que hacer, son cursos para gente que tiene cosas importantes en qué ocuparse durante las horas productivas del día.

Como soy uno de esos seres a los que no les gusta dejar las cosas para última hora, llevo ya dos semanas instalada en la biblioteca —es un decir— leyendo los libros teóricos recomendados para el curso de literatura de la migración. (El otro parece no requerir “teoría” alguna). Los viajes tres veces por semana a la ciudad me habían servido para irme acostumbrando a la nueva rutina y la verdad es que la transición no ha sido demasiado complicada, sólo que desde esta semana el invierno realmente se nos ha echado encima.

En el curso sobre migración somos cuatro mujeres maduras, aunque creo que la más joven soy yo. Hay una señora de origen francés que habla con cierto acento pero con una impecable claridad y corrección. Hay dos señoras escocesas, muy “articuladas” —como se dice aquí de la gente que habla correctamente— y muy seguras de sus opiniones. Y estoy yo, que soy el bicho raro del grupo: porque hablo un inglés más bien roto, porque tengo más opiniones que las que puedo expresar en este inglés tartamudo que no me da para más y porque interrumpo sin pedir permiso a quien sea que esté hablando. Los monólogos siempre me han parecido antipedagógicos.

Nos da clases es una chica griega que se llama Stella. Dice que tiene sólo siete años viviendo aquí y que ya no sabe cuál es su lugar, porque cuando va a Grecia se siente extraña y aquí es una extranjera, aunque ella ya más bien dejó de sentirse así, pero todo el mundo se lo recuerda. Hablamos sobre la experiencia de no estar en el lugar de origen y sobre la percepción que se tiene de lo que es “el hogar” —home. Porque en inglés la palabra “home” no sólo indica la casa sino también el lugar al que uno pertenece.

Salí de lo más animada de mi clase del martes y me dispuse a encontrarme con más novedades y tal vez con sorpresas interesantes en mi clase del miércoles. Mi primera sorpresa, no muy estimulante, fue encontrarme a Stella como la “tutora” del segundo curso que tomé. No porque no me pareciera una buena profesora, sino porque me esperaba cierta diferencia, cierta variedad. Por eso había elegido dos cursos dictados por gentes distintas. Pero resulta que la joven que preparó el programa sobre el cuento se enfermó a última hora y voy a tener que conformarme con la misma voz durante las veinte clases a las que voy a asistir.

Creo que ningún estudiante tomó nunca conmigo dos clases en un mismo trimestre. Pero, si alguien lo hubiera hecho, estoy segura de que nos habríamos aburrido a muerte los unos de los otros. Espero que Stella me soporte con un mínimo de paciencia. Yo, por mi parte, ya estoy pensando cómo hacer para no perder el ánimo.

El grupo del curso de los miércoles, que es sobre el cuento americano, es más bien variado. Hay tres niñas que rondan los veinte, dos señoras que rondan los sesenta, un señor más cercano a los ochenta que a los setenta, un hippie que se quedó en los sesenta, un lector yuppie de principios de los noventa y esto que yo soy ahora que no sé muy bien cómo catalogar. Digamos que yo soy la tipa más bien madura que no sabe a qué década pertenece, ni por edad ni por gustos literarios.

Como sea, todos estamos ahí tratando de leer con nuestros ojos del siglo XXI a un grupo de escritores que se lanzaron a poblar un género casi desprestigiado con parámetros de hace un siglo y medio atrás. Leímos un texto de Poe donde elogia lo que Hawthorne hace con el cuento y de paso intenta reclutar nuevos lectores, restándoselos a la novela y a la poesía. Eran tiempos de fundaciones, así que había que producir partisanos, más que lectores indiferentes. Pero nada de eso parece convencer a los lectores de hoy.

Una de mis compañeras de clase se sintió ofendida por el talante autoritario del señor Poe. ¿Cómo se le ocurre a ese señor hablar mal de la novela y de la poesía? —dijo la señora con una mano en el pecho, como si el señor Poe se hubiera levantado de su larga ausencia para venir a ofenderla a ella, personalmente.

Cruzo los dedos para que éste no sea el tono que predomine en las clases por venir. Me reservo por ahora —como se dice— el beneficio de la duda. Si no sirve para nada más, al menos el curso de los miércoles va a servir para que te escriba cada tanto un par de entradas divertidas.

Ya te iré contando.
Por lo pronto recibe un abrazo esperanzado,
r