viernes, 2 de octubre de 2009

Rutas y raíces

Amiga,

Como te conté por email, estoy asistiendo a dos cursos de extensión de la Universidad de Edimburgo. Ya vi mis primeras dos clases y tengo una sensación más bien ambigua acerca de lo que me espera. Por un lado, no es fácil volver a estar en un salón de clases del lado de allá, como estudiante. Por otro, la incapacidad de hablar en inglés con soltura y —sobre todo— confianza, está resultando más que una desventaja, una frustración.

Decidí tomar estos cursos porque estar encerrada en casa sin hablar con nadie por horas de horas me estaba volviendo loca. Y porque creo que si no doy un paso afuera, para integrarme de algún modo al mundo que ahora me rodea, voy a terminar completamente aislada y sin contacto alguno con la realidad. No que la realidad me interese mucho, la verdad. Lo que me preocupa es mi salud mental.

Cuando vivía en Londres intenté hacer lo mismo, porque sentí que me estaba desconectando del mundo: asistí de oyente a algunas clases de maestría. Las clases no estaban diseñadas para estudiantes de doctorado y eran casi siempre introductorias. Sin embargo, las aproveché en lo que pude. Pero lo más importante es que en ellas hice amistad con dos de las personas que todavía son para mí un punto de referencia importante: tu tocaya Elisa, de apellido Sampson Vera Tudela, y Claudia Carranza. Peruana una, argentina la otra, siguen siendo hasta hoy mis amigas del alma, aunque nos veamos ya más bien poco, porque Londres queda lejos y la vida no alcanza para tantos trajines.

No veo esperanzas aquí del nacimiento de amistades tan duraderas como esas. Pero preveo desde ya que mis incursiones en la ciudad los martes y los miércoles van a darme bastante trabajo, mucho que pensar, y serán tema de más de una de estas entradas.

Lo primero que tengo que contarte es que el sistema de inscripción en los cursos es lo más simple que te puedas imaginar. Cero trámites, cero burocracia, cero protocolo o papeleo. En la página web de la universidad está la lista de todos los cursos. Tú eliges el que quieres, pagas con tarjeta online, te mandan un email confirmándote que estás inscrita y asunto resuelto. Ya puedes comenzar a asistir a tu curso sin que medie ningún obstáculo. ¡Qué diferencia con el largo trámite de inscripción en los cursos de La Sorbona! ¿Te acuerdas?

Los cursos son dos: uno sobre literatura de la migración que se llama “Rutas y raíces”; aunque en inglés suena mucho mejor porque se dice “Roots and Routes” —las dos palabras se pronuncian prácticamente igual. El otro sobre el cuento en los Estados Unidos de América. El primero es los martes, el segundo los miércoles. El horario es infame —¡de 6:30 a 8:30 de la noche!— pero no había nada que hacer, son cursos para gente que tiene cosas importantes en qué ocuparse durante las horas productivas del día.

Como soy uno de esos seres a los que no les gusta dejar las cosas para última hora, llevo ya dos semanas instalada en la biblioteca —es un decir— leyendo los libros teóricos recomendados para el curso de literatura de la migración. (El otro parece no requerir “teoría” alguna). Los viajes tres veces por semana a la ciudad me habían servido para irme acostumbrando a la nueva rutina y la verdad es que la transición no ha sido demasiado complicada, sólo que desde esta semana el invierno realmente se nos ha echado encima.

En el curso sobre migración somos cuatro mujeres maduras, aunque creo que la más joven soy yo. Hay una señora de origen francés que habla con cierto acento pero con una impecable claridad y corrección. Hay dos señoras escocesas, muy “articuladas” —como se dice aquí de la gente que habla correctamente— y muy seguras de sus opiniones. Y estoy yo, que soy el bicho raro del grupo: porque hablo un inglés más bien roto, porque tengo más opiniones que las que puedo expresar en este inglés tartamudo que no me da para más y porque interrumpo sin pedir permiso a quien sea que esté hablando. Los monólogos siempre me han parecido antipedagógicos.

Nos da clases es una chica griega que se llama Stella. Dice que tiene sólo siete años viviendo aquí y que ya no sabe cuál es su lugar, porque cuando va a Grecia se siente extraña y aquí es una extranjera, aunque ella ya más bien dejó de sentirse así, pero todo el mundo se lo recuerda. Hablamos sobre la experiencia de no estar en el lugar de origen y sobre la percepción que se tiene de lo que es “el hogar” —home. Porque en inglés la palabra “home” no sólo indica la casa sino también el lugar al que uno pertenece.

Salí de lo más animada de mi clase del martes y me dispuse a encontrarme con más novedades y tal vez con sorpresas interesantes en mi clase del miércoles. Mi primera sorpresa, no muy estimulante, fue encontrarme a Stella como la “tutora” del segundo curso que tomé. No porque no me pareciera una buena profesora, sino porque me esperaba cierta diferencia, cierta variedad. Por eso había elegido dos cursos dictados por gentes distintas. Pero resulta que la joven que preparó el programa sobre el cuento se enfermó a última hora y voy a tener que conformarme con la misma voz durante las veinte clases a las que voy a asistir.

Creo que ningún estudiante tomó nunca conmigo dos clases en un mismo trimestre. Pero, si alguien lo hubiera hecho, estoy segura de que nos habríamos aburrido a muerte los unos de los otros. Espero que Stella me soporte con un mínimo de paciencia. Yo, por mi parte, ya estoy pensando cómo hacer para no perder el ánimo.

El grupo del curso de los miércoles, que es sobre el cuento americano, es más bien variado. Hay tres niñas que rondan los veinte, dos señoras que rondan los sesenta, un señor más cercano a los ochenta que a los setenta, un hippie que se quedó en los sesenta, un lector yuppie de principios de los noventa y esto que yo soy ahora que no sé muy bien cómo catalogar. Digamos que yo soy la tipa más bien madura que no sabe a qué década pertenece, ni por edad ni por gustos literarios.

Como sea, todos estamos ahí tratando de leer con nuestros ojos del siglo XXI a un grupo de escritores que se lanzaron a poblar un género casi desprestigiado con parámetros de hace un siglo y medio atrás. Leímos un texto de Poe donde elogia lo que Hawthorne hace con el cuento y de paso intenta reclutar nuevos lectores, restándoselos a la novela y a la poesía. Eran tiempos de fundaciones, así que había que producir partisanos, más que lectores indiferentes. Pero nada de eso parece convencer a los lectores de hoy.

Una de mis compañeras de clase se sintió ofendida por el talante autoritario del señor Poe. ¿Cómo se le ocurre a ese señor hablar mal de la novela y de la poesía? —dijo la señora con una mano en el pecho, como si el señor Poe se hubiera levantado de su larga ausencia para venir a ofenderla a ella, personalmente.

Cruzo los dedos para que éste no sea el tono que predomine en las clases por venir. Me reservo por ahora —como se dice— el beneficio de la duda. Si no sirve para nada más, al menos el curso de los miércoles va a servir para que te escriba cada tanto un par de entradas divertidas.

Ya te iré contando.
Por lo pronto recibe un abrazo esperanzado,
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