martes, 25 de marzo de 2014

Breves lecciones de Carson



Amiga,

A falta de cabeza para escribir y de estado de ánimo para hacer algo medianamente productivo, he estado leyendo poesía en estos días. Sabes que no soy buena lectora de poesía. Pero, a veces, encuentro una voz que me atrapa y me dejo llevar, tratando de entender. Mi descubrimiento de estas últimas semanas ha sido la canadiense Anne Carson. Estoy leyendo dos de sus libros: Plainwater y Short Talks.
Aguaquieta y Lecciones breves podrían ser tal vez modos de traducir estos títulos.

En Aguaquieta hay una sección que se llama Antropología del agua que me gusta mucho. Empieza así:

El agua es algo que no puedes retener. Como los hombres. Lo he intentado. Padre, hermano, amante, amigos verdaderos, fantasmas hambrientos, Dios, uno por uno se me fueron entre los dedos. Tal vez es así como tiene que ser. Es lo que los antropólogos llaman “peligro normal” cuando hablan del encuentro con una cultura diferente. Fue un antropólogo el que por primera vez me dio una lección sobre el peligro. Hizo énfasis en la importancia de usar la palabra encuentro en vez de (por ejemplo) descubrimiento cuando se habla de estos temas. “Piénsalo como si imaginaras la diferencia entre creer en lo que quieres creer y creer en lo que puedes probar”, me dijo. Lo pensé. “No quiero creer nada”, le dije. (Pero estaba mintiendo). “Y no tengo nada que probar”. (Otra mentira). “Sólo quiero viajar por el mundo y detenerme a mirar lo que está bajo el cielo”. (Esto si es verdad). En este punto, con un dejo de crueldad, mencionó una cultura que él había estudiado en la que a través del agua era posible distinguir entre las verdaderas y las falsas vírgenes. Una virgen intacta puede desarrollar la habilidad de sumergirse en aguas muy profundas, pero una mujer que ha conocido el amor se ahogará si lo intenta. “No estoy interesada en lo verdadero y lo falso”, le dije (una última mentira). Nos quedamos callados.

Así comienza Antropología del agua, que tiene, por cierto un epígrafe de Kafka: “Soy una criatura mentirosa”.

Pero lo que de verdad quería traducirte es un fragmento del otro libro de Anne Carson, Lecciones breves. Es el primer texto, que se llama “Breve lección sobre el Homo Sapiens”:

Con pequeños cortes el hombre de Cromagnon registraba las fases de la luna en el puño de sus herramientas, pensando en ella mientras trabajaba. Animales. Horizontes. Una cara en la palangana de agua. En cada historia que cuento llega un punto en el que no puedo ver más allá. Me aterra ese punto. Es por eso que a los que cuentan historias les dicen que están ciegos. Es un insulto.

Hasta aquí mi traducción –a veces infiel– de un par de textos de Anne Carson. Espero que estos poemas te ayuden a mirar más allá del humo de las barricadas. Más allá de lo falso y lo verdadero, hay horizonte, amiga, aunque esté lejos. Aunque desde aquí no podamos imaginarlo y estemos en ese punto ciego en el que la historia no se nos ha revelado todavía.

Te mando un abrazo líquido,

r

lunes, 17 de marzo de 2014

De escombros y tronos



Amiga,

Desde hace ya más de un mes, cuando abro los ojos en la mañana lo primero que hago es bajar un periódico de la tierruca para ver los titulares. Desayuno escuchando el noticiero en la radio de allá. Cuando me siento en mi escritorio con la idea de trabajar, lo que en realidad hago es entrar a las redes sociales a ver qué noticias están circulando. Me digo a mí misma que sólo voy a leer los comentarios y las noticias por un rato, pero termino enganchada en las distintas polémicas y saltando de un texto a otro y, de pronto, sin darme cuenta, se me ha hecho mediodía y no he avanzado una línea en la traducción que tengo pendiente. Menos que menos he podido escribir más de un par de páginas de una novela que sucede en Venezuela y que tal vez ya no sea capaz de terminar.

Porque ¿cómo voy a escribir de manera convincente sobre un país que he dejado de comprender? Esa pregunta me ha estado dando vueltas durante todo este mes de parálisis y expectativas crecientes. Pero se disparó a extremos angustiantes cuando leí un texto de Rodrigo Blanco Calderón donde contaba algunas de las conversaciones que ha tenido con los jóvenes guarimberos de Altamira. En ese texto se me hizo evidente la distancia que me separa de mi país. No se trata sólo de una distancia física, del océano inmenso, de latitudes y longitudes. Se trata más que todo de un abismo de percepción. Los jóvenes que hoy protestan en Venezuela viven en un universo que me resulta francamente ajeno.

Esos jóvenes crecieron viendo a su alrededor un modo de hacer política que no responde a la dinámica democrática en ninguna de sus formas. Para ellos el debate de ideas no existe. No existen los partidos políticos ni los planes a mediano o a largo plazo. Las instituciones que deberían garantizar los derechos ciudadanos no forman parte de su realidad. Lo que cuenta es lo que ven –o no ven– en los medios y lo que ellos son capaces de hacer directamente en su entorno más inmediato. Por eso, la política que son capaces de concebir se reduce a impulsos voluntaristas e individuales. Se trata de un imaginario muy parecido a la famosa serie de HBO, Juego de Tronos: a rey muerto rey puesto; y el rey que queda en pie es el que se atreve primero a alargar la mano y tomar el poder. Los medios que se utilicen para alcanzar el poder o conservarlo no son relevantes.

Esa es la razón por la que, en las pocas oportunidades en las que he escuchado directamente hablar a los estudiantes y a los jóvenes que están participando en las protestas, las preguntas se me han multiplicado. Comparto plenamente sus reivindicaciones inmediatas: que liberen a los jóvenes presos, que se castigue a los responsables de los asesinatos, las torturas y los malos tratos. Pero a partir de allí la enumeración se me atasca en el alma, se me engatilla en el pecho. No he escuchado a uno sólo de los jóvenes líderes poner entre las prioridades de la cada vez más larga lista de peticiones la renovación de las instituciones encargadas de impartir justicia, de contar los votos, de aprobar y hacer cumplir las leyes o representar a las minorías, sean quienes sean.

Es verdad que estas demandas están en la lista. Pero están perdidas en la tramoya de otras tantas demandas inmediatistas y no parecen ser prioridad para nadie. Y cada vez que oigo a uno de estos jóvenes insistir en que quieren libertad, vivir en un país mejor, andar de noche por la calle sin miedo a ser asaltados, no tener que hacer cola para comprar pan o papel sanitario, me pregunto en voz alta ¿y el Consejo Nacional Electoral? ¿y la Corte Suprema de Justicia? ¿y PDVSA? ¿y el Banco Central de Venezuela? ¿y como sea que se llame ahora el organismo encargado de nuestros papeles de identificación? Y la lista se me agranda junto con la angustia por el futuro. Porque en el discurso de los líderes de las protestas la palabra democracia no aparece con el énfasis y la frecuencia que debería.

No es casualidad que en Juego de Tronos el poder esté representado por una silla hecha con las armas con las que se han enfrentado los aspirantes al trono. Es una imagen poderosa: la representación más elocuente de una manera de hacer política basada en la violencia. Es también una imagen que evoca la guerra como telón de fondo, que es la forma más inmediatista de resolver las diferencias, es decir, de hacer política. Tampoco es casualidad que en ese trono sólo se sienten hombres. El imaginario bélico está siempre construido desde la perspectiva del macho que se imagina solo sobre la faz de la tierra, victorioso, sentado sobre los cadáveres de sus enemigos.

En estos días me ha dado por pensar que un trono como ese podría construirse con los restos de las barricadas, con los escombros que se han utilizado para cerrar avenidas y trancar calles. El líder que pretenda sentarse eventualmente en ese trono, cuando este motín multitudinario se termine, tendrá allí el símbolo del país que le va a tocar gobernar. Un país hecho de ruinas, de restos dispersos y discontinuos de lo que antes fue.

Ojalá que ese futuro gobernante sepa usar ese símbolo para evitar caer en el mismo error que sus adversarios y no para perpetuar la destrucción y la violencia en un infinito juego de tronos.

Te mando un abrazo aterrado,
r

lunes, 10 de marzo de 2014

Carta de Eliza



Amiga,

No sé ni como comenzar a escribirte. Tal vez imaginando que estás cerca, que te abrazo y puedo llorar contigo, a salvo, habiendo visto este horror, pero a salvo. Sin este miedo, sin este asco, sin este dolor en el estómago, sin estas nauseas, sin esta tristeza. No sé qué decirte. Sé que has visto noticias, he visto tus comentarios y he sentido tu angustia y tu preocupación. Así que no tengo que contarte nada.

Hoy, después de dos días de “descanso” en casa, salimos a dar una vuelta por la ciudad. No estamos en las zonas de conflicto, tiene sus ventajas vivir en el monte. Aquí nos hemos reunido con nuestros vecinos, preparamos comidas juntos, hacemos pancartas, comentamos los sucesos de los que nos vamos enterando por parte, por las redes sociales, porque logramos comunicarnos con alguien… Ayer bajamos a comprar algo de comida, lo que se pudiera, porque ya no nos quedaban provisiones y a visitar a Eric que se enfermó (una gripe de esas). En la Vuelta de Lola encontramos a Arnaldo y a otros conocidos, hicieron un “pancartazo” durante la mañana. Acompañamos un rato y luego hicimos una cola para comprar pan (es la primera que hago; parte de mi resistencia individual ha sido no hacer ninguna cola para comprar nada pero hoy tuvimos que claudicar), y recorrimos varios sectores.

¿A qué huele la guerra? Aquí, esta guerra minúscula que hay aquí, este remedo de guerra, huele a basura quemada en todas partes. 


Esto es en el viaducto de la 26, comenzando, en la esquina de Supermercado Yuan Lin. Las urbanizaciones de esa avenida, han sido de las más atacadas por las bandas de motorizados, eufemísticamente llamadas “colectivos”. Igual la zona de Las Américas, por donde vivía tu mamá. La Pedregosa, Santa Juana, la urbanización Humbolt que está cerca del terminal de pasajeros. Hay lugares donde parece que no pasa nada. Las calles están limpias, la gente hace vida “normal”. Pero igual impera el miedo, porque los tupas pueden llegar en cualquier momento, porque andan por todas partes, en sus motos, en grupos, porque te miran desde el poder de sus armas cuando te pasan por el lado, porque estás marchando y los ves agrupados, detrás de la policía, detrás de la tanqueta.

El miedo, amiga. El desfile de ayer para conmemorar el año de muerto del militar que dejó este “legado” daba miedo, cada palabra dicha en ese acto infame era una corroboración de lo que tiene 15 años diciéndose aquí, desde el lugar del poder: La vida, no diré las opiniones, de quienes no se pliegan al régimen, vale menos que nada (Hemos hablado del tema, te he escrito muchas veces que entiendo perfectamente lo que sienten los que han salido del país, ese “extrañamiento” del que tanto has escrito, porque es lo mismo que siento yo, sin haber cruzado mar alguno. Ni el país nos pertenece ni viceversa. Ahora eso se hace saber a balazo limpio. Y uno va, con su miedo a cuestas). 

Hemos marchado hasta la extenuación (estamos insolados, exhaustos de tanto marchar). Cantando, portando la bandera, con pitos y bubuzelas, con pancartas… Nunca pensé que marchar iba a convertirse en mi actividad cotidiana. Ni contar muertos y heridos. Ni llamar a los amigos a cada rato a ver si están bien, si su casa o su carro están a salvo. Ni que iba a llamar a mi hija todos los días para contarnos nuestras respectivas marchas y si logramos llegar sin un rasguño a casa. Pero no nos ven. Las noticias se limitan al carnaval, a los actos del gobierno (especialmente a las conferencias de paz, esa trampa mortal en la que varios han caído), a las labores de limpieza que hacen los colectivos mientras “esos violentos guarimbean y ejercen la violencia). Estamos anulados, no nos vemos. Las marchas no existen. Es lo peor de todo esto. Y la certeza de que se va a ir agotando (nadie puede estar indefinidamente en barricada ni marchando), de que poco a poco, el gobierno va a imponer su normalidad, con las balas, con los medios de comunicación. Esto se convertirá en pesadilla colectiva, o se olvidará, y el régimen seguirá su curso, más fortalecido. Es mi percepción (y la de Joseangel), nada optimista.

Y eso me da más miedo. Por mí, por nosotros, por los amigos, por Eliacim, por Aleja. Sobre todo por Aleja. Tenemos que salir de aquí, amiga. Huir, no hay otra salida. Porque no estamos dispuestos a morir ni a matar a nadie. Sé que estoy un poco dispersa, que no atino a escribirte bien, pero no puedo. Demasiado dolor en estos pocos días, y horror, y decepciones. 

Te abrazo así, sintiéndome tan poquita cosa,

E