domingo, 27 de abril de 2008

Despedida primaveral



Amiga,
Te dejo aquí unas flores que fotografiamos hoy domingo, en nuestro paseo por el parque. Para que veas que ya la primavera ya está aquí. Justo cuando nos vamos!
Mañana estamos viajando a Caracas. Espero que la tierruca nos reciba sin demasiados traumas.
Nos vemos pronto!

martes, 15 de abril de 2008

Más sobre el clima (y los académicos)



Amiga,

Hace unos días me dejé convencer por Lyo de asistir a una charla sobre cómo funciona el clima. Después de tanto quejarme por las inclemencias del tiempo en este apartado lugar de la geografía, lo menos que puedo hacer es un esfuerzo por entender cómo funciona. La charla era en el Museo Nacional de Escocia. No me acordaba de haber entrado antes, pero al cruzar la puerta reconocí todo. Habíamos ido hace un par de años a una exposición sobre los objetos de diseño más importantes del siglo XX. Recuerdo que en aquel momento me sorprendió encontrar en una vitrina el primer sostén de la marca Wonder Bra.

La razón por la que cuando miras el edificio desde la calle no recuerdas que has estado adentro es porque la fachada no tiene nada que ver con el interior. El edificio por fuera es una mole de piedra más bien fea, mientras que adentro te encuentras con una inmensa sala con un techo que está a tres pisos de alto y una estructura que recuerda los palacios de cristal que se construían en el siglo XIX para las famosas exposiciones universales. Toda la estructura es de hierro forjado, está pintada de blanco y consiste en pasillos que miran hacia este centro amplio y alto. Es como una gran galería en la que lo que se exhibe no son sólo los objetos del museo, sino también la gente que va a ver y a ser vista. Me prometo volver con más calma.

Hoy no hay mucho tiempo para la contemplación. Hay que correr porque faltan quince minutos para la charla sobre el tiempo y queremos comernos algo antes para no morirnos de hambre. Dentro del museo hay dos lugares para comer: un restaurant de lo más agradable en el patio central y un huequito donde venden sopas y sanduches en la parte de atrás, cerca del auditorio a donde vamos. Elegimos el comedorcito de adentro porque el restaurant de afuera está lleno y es fácil imaginar que nos va a tocar esperar horas. Pedimos sopa de hongos, que resulta estar de lo más sabrosa, y comemos en volandas. Entramos al auditorio y nos sorprende la cantidad de gente que hay. Parece que algunos profesores le han pedido a sus estudiantes que asistan a todos los eventos de esta semana que el museo ha dedicado a la ciencia. Pero no hay sólo estudiantes, más bien los jóvenes son minoría. Como en casi todos los eventos a los que uno asiste aquí –con la excepción de los conciertos de Rock, supongo- la mayoría del público son personas de cierta edad. No creo equivocarme si digo que el promedio puede fácilmente estar por encima de los 55 años.

Comienza la charla con una presentación que me resulta extremadamente familiar, casi ritual, y de pronto me doy cuenta de lo desconectada que estoy del mundo académico por la clara incomodidad que me produce el tono del profesor que presenta la charla. Es ese tono entre casual y erudito que todos los profesores hemos usado alguna vez y que a cualquier persona normal le debe resultar de lo más pretencioso. Superadas las presentaciones y los agradecimientos a los patrocinantes del evento comienza la charla. Se supone que nuestro anfitrión debe explicarnos por qué la oficina metereológica de las islas británicas hace tan buen trabajo prediciendo el tiempo. ¿Por qué lo hacemos tan bien? es la inmodesta pregunta que nos plantea de entrada el ponente. Como era de esperar, la charla es una mezcla de obviedades y tecnicismos imposible de comprender. Hubiera querido llevarme una libreta para anotar literalmente las parrafadas incomprensibles, pero no creo que mi paciencia en realidad hubiera dado para mucho. Recuerdo algunas palabras: “isobaras”, es una de ellas.

Lyo está encantado porque acaba de comprarse un barómetro y se le ha metido en la cabeza aprender a predecir el clima. Así que para él toda esta retahila incomprensible acerca de los cambios climáticos producidos por la confluencia entre la baja y la alta presión es música para los oídos. Yo me distraigo con la forma del discurso, como hago siempre que deja de interesarme el contenido. La gestualidad del ponente es de por sí un espectáculo, porque es una mezcla de arrogancia y timidez que pone los pelos de punta. El experto ha traído su presentación en Power Point, esa plaga de la comunicación contemporánea. Mientras habla, con los ojos inexplicablemente cerrados, repite las frases que están escritas en la gran pantalla o presenta unos gráficos totalmente incomprensibles, tanto como esas imágenes en las que nos muestran en un eco el interior de nuestro organismo y se supone que debemos ver, clarito, dónde están los ovarios, el útero, el vaso, el hígado... así va el ponente indicándonos la clara evidencia de un frente de lluvia en cincuenta imágenes que parecen todas iguales.

La charla termina una hora después y la gente hace preguntas, más bien inútiles. Todos los que preguntan son hombres y el moderador lo nota, al punto que hace un amable llamado a las mujeres presentes para que se animen a participar. Me temo que las mujeres que estamos presentes hemos ido arrastradas por la pasión de nuestras parejas por el saber inútil. Sin embargo, una muchacha de pelo corto, sentada a unas tres filas de nosotros y que ha estado tomando notas de manera furtiva, se anima a levantar la mano. Su pregunta es inteligente y bien formulada. Por supuesto el ponente prefiere evadirla antes que responderla. No falta el estudiante que se anima a preguntar qué pasaría si un enorme meteorito chocara con la atmósfera de la tierra. En ese momento, toda la compostura académica se rompe y en la cara de estupefacción del experto se hace evidente el límite que separa lo que llamaríamos el pensamiento serio del imaginario catastrófico de las masas. La reunión se disuelve en un barullo de gente que se saluda a medias. Los británicos no se saludan como nosotros... pero eso es tema de otra nota.

A la salida comentamos la charla y nos resulta claro que por más intentos que haga la academia -o cualquier institución que maneje un saber especializado- en divulgar su conocimiento tiene que pasar necesariamente por un filtro. Para que sea posible dar a conocer ese saber es imprescindible la mediación de un relacionista público o algún especialista en comunicaciones. Un experto está metido de una manera tan honda en el lenguaje de su propia disciplina que es casi imposible que pueda comunicarse directamente con un público no entrenado. Por eso la mezcla de academia con espectáculo da resultados tan insatisfactorios. Creo que los que como yo no tenemos idea de qué es una isobara salimos igualito como entramos. Y los que sí sabían de qué les estaban hablando, terminaron con la sensación de haber presenciado una farsa. En fin, nadie salió contento. O tal vez hay alguien que sí: me pareció que el estudiante que preguntó por el gigantesco meteoro que podría chocar con la tierra salió de lo más complacido con su ocurrencia.

domingo, 6 de abril de 2008

En la Biblioteca



Amiga,

Esta semana estuve de nuevo en la Biblioteca Nacional. Digo de nuevo porque hace un par de años, cuando estuve aquí de permiso por cuatro meses, mi rutina diaria consistía en ir todos los días a la Biblioteca, leer por cuatro o cinco horas y regresar a casa. No fue una buena época para mí y no puedo evitar relacionar esos cuatro meses con una inmensa tristeza que parecía tragarse todo. No puedo separar, en mi memoria, las solitarias tardes en las que caminaba de regreso a la parada del autobús del dolor que sentía por haber perdido a mi hermana y la angustia de no saber qué iba a hacer con mi vida. Regresar a la Biblioteca Nacional me ha hecho recordar que ni el dolor ni la angustia se han ido. Hay lugares así, que nos recuerdan que nuestra vida anda en círculos y que por más que pongamos todo el esfuerzo y la buena voluntad en creer que tenemos un propósito y la vida marcha para algún lado, nos devuelven a la tristeza de siempre.

Sin embargo, es un lugar al que me gusta volver. Tiene una fachada que no deja ver mucho de lo que hay adentro, pero cuando estás ahí parece que todos los libros que han sido publicados alguna vez pueden llegar como por arte de magia a tu mesa. Para quienes vivimos entre libros ese es tal vez uno de los más grandes y simples placeres de la existencia, estés triste o no. El edificio tiene una entrada monumental, de esas que parecen diseñadas más bien para acobardar que para invitar. Pero he estado en tantos lugares así de este lado del mundo que ya no me impresiona, así que desde el primer día que estuve en la Biblioteca Nacional acepté el reto de no sentirme intimidada. La otra vez había resultado más fácil sacar un carnet, porque parecía haber una política más flexible. Ahora es necesario probar que vives en esta ciudad para que te den un pase que dura tres años. Con el famoso papelito gris del que te hablé en otra nota, logré sacar mi carnet hace ya más de un mes, pero no me había propuesto instalarme a leer en la Biblioteca hasta esta semana que de pronto necesité un marco, una estructura que me sostuviera.

Así que cumplí con el ritual de validar mi flamante nuevo carnet en la oficina de admisiones, donde un señor de unos ochenta años escaneó el código de barras y me dijo que era bienvenida, y subí las majestuosas escaleras que conducen a la sala de lectura. Traté de recordar las normas: no puedes ingresar con abrigos, ni chaquetas, ni carteras, ni celulares... todo debe ser guardado en los lockers que están en la entrada. Cuando llegas debes escoger un asiento y anotar –o recordar- el número. La sala de lectura es una sola inmensa sala, dividida en dos pisos. Siempre subo al primer piso, porque tiene unas enormes claraboyas por donde se filtra la luz del sol. (Por suerte hasta ayer tuvimos sol, pero hoy amaneció nevando!). Antes había asientos individuales al menos en cada esquina de la sala y esos eran los que yo elegía. Ahora sólo puedes sentarte en grandes mesas de cuatro puestos y es inevitable que la gente te distraiga. Sobre todo cuando te tocan como compañeros de mesa adolescentes, reales o tardíos, que no pueden sentarse en silencio por más de cinco minutos y necesitan mover todo lo que tienen desplegado en la mesa, levantarse, arreglarse la falda o el sweter, sentarse de nuevo, jurungar los lápices que tienen alineados enfrente, masticar papel, arreglarse las uñas, abrir y cerrar libros sin orden ni concierto, ir y volver sin pausa. Pretender leer en esas condiciones requeriría la más absoluta concentración y yo soy incapaz de semejante hazaña. Sin embargo, he descubierto una fórmula. Me siento en la mesa que esté más vacía, preferiblemente con un solo lector y si es posible mayor de cincuenta. Con este tipo de compañía está garantizado casi cero movimiento a tu alrededor y la menor distracción posible. Si tienes suerte, es incluso posible que tu compañero de mesa se duerma y, si no ronca, estás en buena compañía por el resto del día.

Una vez que eliges tu silla, cruzando los dedos para que funcione la fórmula y no resulte que te sentaste con el adulto contemporáneo más hiperquinético de la sala, tienes que ir a los terminales que están en el otro lado y pedir el libro que quieres. Puedes pedir hasta seis libros a la vez y conservarlos por varios días hasta que terminas de leerlos, es decir, dejarlos en reserva para el día siguiente. No hay manera de pedir aquí préstamo circulante. Así que nunca me entusiasmo demasiado, porque ya aprendí que no tiene sentido acumular, y no pido más de cuatro libros a la vez. Pero siempre me quedo curioseando las novedades, haciendo búsquedas ociosas para ver si tienen escritores latinoamericanos en español, si incorporaron nuevos libros sobre exilio, diáspora, memoria... todos los temas que se supone que estoy investigando y que en realidad me niego a leer. Hago tiempo porque sé que los libros van a llegar unos diez minutos después al asiento que he anotado en la planilla electrónica. En efecto, un rato más tarde, ya sentada en mi mesa, los libros llegan de la mano de un funcionario que silenciosamente los deposita en la esquina. Es el momento en el que todo el esfuerzo de sacar el carnet, viajar hasta acá en medio del clima más adverso del universo, despojarse de los abrigos y pertenencias, parece valer la pena.

Estoy leyendo las cartas y diarios de Virginia Woolf, porque tengo ganas de escribir algo donde ella aparezca. Soy supersticiosa sobre esto, así que no te cuento hasta que todo tenga más forma. El hecho es que he estado leyendo sus cartas, que son encantadoras; pero también su diario, que es angustioso. Tal vez porque comencé por el final, con el diario de sus últimos cinco años y es terrible ver cómo una mujer tan llena de planes, de deseos, de ganas de vivir, parece disolverse de un día para otro. Pero hay otra cosa que me llama la atención y que al mismo tiempo me recuerda que estamos definitivamente en otra era: la generación a la que perteneció Virginia Woolf creía en grandes proyectos culturales, tenía enormes planes para cambiar su entorno y de hecho lo cambiaron. Modernistas y vanguardistas, todos eran gente con un increíble sentido de la trascendencia. Nosotros, sin embargo, dejamos de creer tan temprano. De ahí nuestra existencia inútil, nuestra inmensa tristeza.

Todo esto sucedió la misma semana en que me enviaste tu poemario. Así que en cierto modo te he estado leyendo al lado de Virginia Woolf. No es una mala compañía ¿no? Aunque no me has dado permiso para divulgarlo, creo que ya es hora de que aparezca aquí tu voz. Así que no hay mejor manera de terminar esta nota que con un poema tuyo:

Prescindir de sí mismo
Desconocer su sombra y su memoria, destruir el retrato y la fe de bautismo
Negar un lugar sobre la tierra, del nombre y del hogar abandonarse
Desterrarse de su propia memoria, volverse paria, pobre, despojado
Esto es el suicidio, aniquilarse y frecuentar las plazas