martes, 15 de abril de 2008
Más sobre el clima (y los académicos)
Amiga,
Hace unos días me dejé convencer por Lyo de asistir a una charla sobre cómo funciona el clima. Después de tanto quejarme por las inclemencias del tiempo en este apartado lugar de la geografía, lo menos que puedo hacer es un esfuerzo por entender cómo funciona. La charla era en el Museo Nacional de Escocia. No me acordaba de haber entrado antes, pero al cruzar la puerta reconocí todo. Habíamos ido hace un par de años a una exposición sobre los objetos de diseño más importantes del siglo XX. Recuerdo que en aquel momento me sorprendió encontrar en una vitrina el primer sostén de la marca Wonder Bra.
La razón por la que cuando miras el edificio desde la calle no recuerdas que has estado adentro es porque la fachada no tiene nada que ver con el interior. El edificio por fuera es una mole de piedra más bien fea, mientras que adentro te encuentras con una inmensa sala con un techo que está a tres pisos de alto y una estructura que recuerda los palacios de cristal que se construían en el siglo XIX para las famosas exposiciones universales. Toda la estructura es de hierro forjado, está pintada de blanco y consiste en pasillos que miran hacia este centro amplio y alto. Es como una gran galería en la que lo que se exhibe no son sólo los objetos del museo, sino también la gente que va a ver y a ser vista. Me prometo volver con más calma.
Hoy no hay mucho tiempo para la contemplación. Hay que correr porque faltan quince minutos para la charla sobre el tiempo y queremos comernos algo antes para no morirnos de hambre. Dentro del museo hay dos lugares para comer: un restaurant de lo más agradable en el patio central y un huequito donde venden sopas y sanduches en la parte de atrás, cerca del auditorio a donde vamos. Elegimos el comedorcito de adentro porque el restaurant de afuera está lleno y es fácil imaginar que nos va a tocar esperar horas. Pedimos sopa de hongos, que resulta estar de lo más sabrosa, y comemos en volandas. Entramos al auditorio y nos sorprende la cantidad de gente que hay. Parece que algunos profesores le han pedido a sus estudiantes que asistan a todos los eventos de esta semana que el museo ha dedicado a la ciencia. Pero no hay sólo estudiantes, más bien los jóvenes son minoría. Como en casi todos los eventos a los que uno asiste aquí –con la excepción de los conciertos de Rock, supongo- la mayoría del público son personas de cierta edad. No creo equivocarme si digo que el promedio puede fácilmente estar por encima de los 55 años.
Comienza la charla con una presentación que me resulta extremadamente familiar, casi ritual, y de pronto me doy cuenta de lo desconectada que estoy del mundo académico por la clara incomodidad que me produce el tono del profesor que presenta la charla. Es ese tono entre casual y erudito que todos los profesores hemos usado alguna vez y que a cualquier persona normal le debe resultar de lo más pretencioso. Superadas las presentaciones y los agradecimientos a los patrocinantes del evento comienza la charla. Se supone que nuestro anfitrión debe explicarnos por qué la oficina metereológica de las islas británicas hace tan buen trabajo prediciendo el tiempo. ¿Por qué lo hacemos tan bien? es la inmodesta pregunta que nos plantea de entrada el ponente. Como era de esperar, la charla es una mezcla de obviedades y tecnicismos imposible de comprender. Hubiera querido llevarme una libreta para anotar literalmente las parrafadas incomprensibles, pero no creo que mi paciencia en realidad hubiera dado para mucho. Recuerdo algunas palabras: “isobaras”, es una de ellas.
Lyo está encantado porque acaba de comprarse un barómetro y se le ha metido en la cabeza aprender a predecir el clima. Así que para él toda esta retahila incomprensible acerca de los cambios climáticos producidos por la confluencia entre la baja y la alta presión es música para los oídos. Yo me distraigo con la forma del discurso, como hago siempre que deja de interesarme el contenido. La gestualidad del ponente es de por sí un espectáculo, porque es una mezcla de arrogancia y timidez que pone los pelos de punta. El experto ha traído su presentación en Power Point, esa plaga de la comunicación contemporánea. Mientras habla, con los ojos inexplicablemente cerrados, repite las frases que están escritas en la gran pantalla o presenta unos gráficos totalmente incomprensibles, tanto como esas imágenes en las que nos muestran en un eco el interior de nuestro organismo y se supone que debemos ver, clarito, dónde están los ovarios, el útero, el vaso, el hígado... así va el ponente indicándonos la clara evidencia de un frente de lluvia en cincuenta imágenes que parecen todas iguales.
La charla termina una hora después y la gente hace preguntas, más bien inútiles. Todos los que preguntan son hombres y el moderador lo nota, al punto que hace un amable llamado a las mujeres presentes para que se animen a participar. Me temo que las mujeres que estamos presentes hemos ido arrastradas por la pasión de nuestras parejas por el saber inútil. Sin embargo, una muchacha de pelo corto, sentada a unas tres filas de nosotros y que ha estado tomando notas de manera furtiva, se anima a levantar la mano. Su pregunta es inteligente y bien formulada. Por supuesto el ponente prefiere evadirla antes que responderla. No falta el estudiante que se anima a preguntar qué pasaría si un enorme meteorito chocara con la atmósfera de la tierra. En ese momento, toda la compostura académica se rompe y en la cara de estupefacción del experto se hace evidente el límite que separa lo que llamaríamos el pensamiento serio del imaginario catastrófico de las masas. La reunión se disuelve en un barullo de gente que se saluda a medias. Los británicos no se saludan como nosotros... pero eso es tema de otra nota.
A la salida comentamos la charla y nos resulta claro que por más intentos que haga la academia -o cualquier institución que maneje un saber especializado- en divulgar su conocimiento tiene que pasar necesariamente por un filtro. Para que sea posible dar a conocer ese saber es imprescindible la mediación de un relacionista público o algún especialista en comunicaciones. Un experto está metido de una manera tan honda en el lenguaje de su propia disciplina que es casi imposible que pueda comunicarse directamente con un público no entrenado. Por eso la mezcla de academia con espectáculo da resultados tan insatisfactorios. Creo que los que como yo no tenemos idea de qué es una isobara salimos igualito como entramos. Y los que sí sabían de qué les estaban hablando, terminaron con la sensación de haber presenciado una farsa. En fin, nadie salió contento. O tal vez hay alguien que sí: me pareció que el estudiante que preguntó por el gigantesco meteoro que podría chocar con la tierra salió de lo más complacido con su ocurrencia.
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