domingo, 6 de abril de 2008

En la Biblioteca



Amiga,

Esta semana estuve de nuevo en la Biblioteca Nacional. Digo de nuevo porque hace un par de años, cuando estuve aquí de permiso por cuatro meses, mi rutina diaria consistía en ir todos los días a la Biblioteca, leer por cuatro o cinco horas y regresar a casa. No fue una buena época para mí y no puedo evitar relacionar esos cuatro meses con una inmensa tristeza que parecía tragarse todo. No puedo separar, en mi memoria, las solitarias tardes en las que caminaba de regreso a la parada del autobús del dolor que sentía por haber perdido a mi hermana y la angustia de no saber qué iba a hacer con mi vida. Regresar a la Biblioteca Nacional me ha hecho recordar que ni el dolor ni la angustia se han ido. Hay lugares así, que nos recuerdan que nuestra vida anda en círculos y que por más que pongamos todo el esfuerzo y la buena voluntad en creer que tenemos un propósito y la vida marcha para algún lado, nos devuelven a la tristeza de siempre.

Sin embargo, es un lugar al que me gusta volver. Tiene una fachada que no deja ver mucho de lo que hay adentro, pero cuando estás ahí parece que todos los libros que han sido publicados alguna vez pueden llegar como por arte de magia a tu mesa. Para quienes vivimos entre libros ese es tal vez uno de los más grandes y simples placeres de la existencia, estés triste o no. El edificio tiene una entrada monumental, de esas que parecen diseñadas más bien para acobardar que para invitar. Pero he estado en tantos lugares así de este lado del mundo que ya no me impresiona, así que desde el primer día que estuve en la Biblioteca Nacional acepté el reto de no sentirme intimidada. La otra vez había resultado más fácil sacar un carnet, porque parecía haber una política más flexible. Ahora es necesario probar que vives en esta ciudad para que te den un pase que dura tres años. Con el famoso papelito gris del que te hablé en otra nota, logré sacar mi carnet hace ya más de un mes, pero no me había propuesto instalarme a leer en la Biblioteca hasta esta semana que de pronto necesité un marco, una estructura que me sostuviera.

Así que cumplí con el ritual de validar mi flamante nuevo carnet en la oficina de admisiones, donde un señor de unos ochenta años escaneó el código de barras y me dijo que era bienvenida, y subí las majestuosas escaleras que conducen a la sala de lectura. Traté de recordar las normas: no puedes ingresar con abrigos, ni chaquetas, ni carteras, ni celulares... todo debe ser guardado en los lockers que están en la entrada. Cuando llegas debes escoger un asiento y anotar –o recordar- el número. La sala de lectura es una sola inmensa sala, dividida en dos pisos. Siempre subo al primer piso, porque tiene unas enormes claraboyas por donde se filtra la luz del sol. (Por suerte hasta ayer tuvimos sol, pero hoy amaneció nevando!). Antes había asientos individuales al menos en cada esquina de la sala y esos eran los que yo elegía. Ahora sólo puedes sentarte en grandes mesas de cuatro puestos y es inevitable que la gente te distraiga. Sobre todo cuando te tocan como compañeros de mesa adolescentes, reales o tardíos, que no pueden sentarse en silencio por más de cinco minutos y necesitan mover todo lo que tienen desplegado en la mesa, levantarse, arreglarse la falda o el sweter, sentarse de nuevo, jurungar los lápices que tienen alineados enfrente, masticar papel, arreglarse las uñas, abrir y cerrar libros sin orden ni concierto, ir y volver sin pausa. Pretender leer en esas condiciones requeriría la más absoluta concentración y yo soy incapaz de semejante hazaña. Sin embargo, he descubierto una fórmula. Me siento en la mesa que esté más vacía, preferiblemente con un solo lector y si es posible mayor de cincuenta. Con este tipo de compañía está garantizado casi cero movimiento a tu alrededor y la menor distracción posible. Si tienes suerte, es incluso posible que tu compañero de mesa se duerma y, si no ronca, estás en buena compañía por el resto del día.

Una vez que eliges tu silla, cruzando los dedos para que funcione la fórmula y no resulte que te sentaste con el adulto contemporáneo más hiperquinético de la sala, tienes que ir a los terminales que están en el otro lado y pedir el libro que quieres. Puedes pedir hasta seis libros a la vez y conservarlos por varios días hasta que terminas de leerlos, es decir, dejarlos en reserva para el día siguiente. No hay manera de pedir aquí préstamo circulante. Así que nunca me entusiasmo demasiado, porque ya aprendí que no tiene sentido acumular, y no pido más de cuatro libros a la vez. Pero siempre me quedo curioseando las novedades, haciendo búsquedas ociosas para ver si tienen escritores latinoamericanos en español, si incorporaron nuevos libros sobre exilio, diáspora, memoria... todos los temas que se supone que estoy investigando y que en realidad me niego a leer. Hago tiempo porque sé que los libros van a llegar unos diez minutos después al asiento que he anotado en la planilla electrónica. En efecto, un rato más tarde, ya sentada en mi mesa, los libros llegan de la mano de un funcionario que silenciosamente los deposita en la esquina. Es el momento en el que todo el esfuerzo de sacar el carnet, viajar hasta acá en medio del clima más adverso del universo, despojarse de los abrigos y pertenencias, parece valer la pena.

Estoy leyendo las cartas y diarios de Virginia Woolf, porque tengo ganas de escribir algo donde ella aparezca. Soy supersticiosa sobre esto, así que no te cuento hasta que todo tenga más forma. El hecho es que he estado leyendo sus cartas, que son encantadoras; pero también su diario, que es angustioso. Tal vez porque comencé por el final, con el diario de sus últimos cinco años y es terrible ver cómo una mujer tan llena de planes, de deseos, de ganas de vivir, parece disolverse de un día para otro. Pero hay otra cosa que me llama la atención y que al mismo tiempo me recuerda que estamos definitivamente en otra era: la generación a la que perteneció Virginia Woolf creía en grandes proyectos culturales, tenía enormes planes para cambiar su entorno y de hecho lo cambiaron. Modernistas y vanguardistas, todos eran gente con un increíble sentido de la trascendencia. Nosotros, sin embargo, dejamos de creer tan temprano. De ahí nuestra existencia inútil, nuestra inmensa tristeza.

Todo esto sucedió la misma semana en que me enviaste tu poemario. Así que en cierto modo te he estado leyendo al lado de Virginia Woolf. No es una mala compañía ¿no? Aunque no me has dado permiso para divulgarlo, creo que ya es hora de que aparezca aquí tu voz. Así que no hay mejor manera de terminar esta nota que con un poema tuyo:

Prescindir de sí mismo
Desconocer su sombra y su memoria, destruir el retrato y la fe de bautismo
Negar un lugar sobre la tierra, del nombre y del hogar abandonarse
Desterrarse de su propia memoria, volverse paria, pobre, despojado
Esto es el suicidio, aniquilarse y frecuentar las plazas

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