martes, 26 de enero de 2010

Sobre literatura y otras revelaciones

Amiga,

Te debo al menos un comentario sobre el curso que estoy tomando este trimestre. Creo que te conté antes que era un curso sobre Oscar Wilde. La idea del curso es leer algo de cada una de sus facetas como escritor, desde los textos periodísticos hasta las obras de teatro, pasando por la poesía, los cuentos para niños y su única novela. Pero tal vez el contenido del curso sea lo menos interesante. Lo que cuenta es la experiencia misma de ir y volver de la ciudad, la gente que asiste a este tipo de cursos y lo que uno descubre más allá de las clases.

Por ejemplo, en este curso hay una chica —no sabría decirte qué edad tiene, pero parece estar entre los 25 y los 35— que llamó la atención de todos desde el primer día y que creo que va a ser el punto focal de la clase. El primer día, cuando hacíamos la típica ronda de presentarnos y contar por qué habíamos elegido ese curso en particular, la joven se lanzó un discurso que nadie se esperaba. Dijo que ella estaba estudiando porque pertenecía a una familia que la había echado a un lado, ninguneado, excluído —neglected, se dice en inglés— y que ella estaba ahí para probar que ella no era estúpida y que podía pensar y valerse por sí misma.

El cuento fue mucho más largo y no recuerdo los detalles, pero sí el profundo silencio que siguió a su presentación, que fue más una declaración de principios que otra cosa. Todos nos quedamos en suspenso, pero la profesora fue de lo más inteligente y se limitó a preguntarle de dónde era y a tomar notas en un papel. Luego pasó a la persona que estaba al lado y puso su mejor cara de pócker como diciendo, aquí no ha pasado nada, todos somos de lo más normales y el hecho de que tengamos un ser desequilibrado en clase no nos va a sacar de nuestra convicción de que el mundo puede y debe ser racional o que al menos uno puede conducir una clase como si así fuera, etcétera.

En la segunda clase, el mismo personaje intervino para “interpretar” un poema que Wilde le escribió a su hermana muerta. Con su voz profunda y casi al borde del llanto, la joven hizo una larga disquisición que comenzó refiriéndose a las imágenes que en el poema evocan lo ligero y lo pesado y terminó con una especie de confesión de dolores propios o ajenos, no se supo muy bien. De nuevo, todos escuchamos respetuosamente, de nuevo hubo un silencio tenso al final de la larga exposición que nadie se esperaba, y de nuevo la profesora siguió adelante con la clase como si no hubiera pasado nada.

Es realmente curioso cómo se asume que leer literatura es equivalente a “desnudar el alma”. ¿Por qué será que alguna gente cree que lo único que puede hacer con la literatura es recibirla como una revelación trascendental? Supongo que le hemos otorgado demasiado peso y ahora no podemos aligerarla de la carga de indicarnos el camino, de enseñarnos lo correcto.

Por eso debe ser que algún crítico escribió una vez que la literatura —por muy exquisita que sea— no es más que una prima rica de los manuales de autoayuda.

¡Auxilio!

Cariños atribulados,
r

martes, 19 de enero de 2010

Crónicas para Alejita


Amiga,

Disculpa lo tarde. Como te prometí -y le prometí a nuestros lectores- copio aquí la semilla de tus Crónicas para Alejita, que espero se conviertan pronto en un blog hermano de éste nuestro.

Crónicas para Aleja
Le temo a las historias, a los sucesos encadenados irremediablemente, destinados de modo fatal a ser antecedente o consecuencia, explicación o informe, registro y memoria. Le tengo miedo al relato minucioso, ese espejo terrible de la sucesión de un minuto tras otro. No quiero acumular historias como pequeños cadáveres a mis pies, pequeños pájaros detenidos secándose al sol. Y nada tengo que contar, nada sucede realmente.
Prefiero los fragmentos. Piedritas, arenilla. Escamas, astillas. La memoria es sólo calidoscopio, espejo segmentado. No hay historias, sólo notas al margen, miniaturas de copista púrpura, añil, magenta. Pequeñas cuentas de vidrio, abalorios. Reminiscencias o presagios efímeros con el ruido de un tren o una hoja seca.
Vivo de fragmentos, arbitrario dibujo de lo acontecido como arbitrario el signo, número o palabra o vestimenta. Hojas cayendo, papelillo, escarcha. Arena antigua, piedras y ceniza. Palabras sueltas como tortuga y escafandra. Dibujar la tristeza al decir sauce, ciruela y mandarina. Agua tibia, marihuana, humo. Penumbra y aceite y aceituna. La cama y el latido.


Hasta aquí tu texto (que finalmente pude acompañar con un dibujo de la mismísima Alejandría). Me encanta que podamos compartir este espacio!
Un abrazo enorme,
r

martes, 12 de enero de 2010

48

Amiga,

Aquí estamos, un año más y sigue la cuenta. No voy a repetir lo que ya te escribí por email, pero sí quiero dejar constancia, en este día en que cumplo un año más y el medio siglo se me acerca, que la vida sigue y que no tengo nada en contra de que así sea.

Gracias por los poemas y los textos que me enviaste. Espero que me des permiso de publicar aquí algunos de los textos. Entre otras cosas, para demostrarle a algunos de los lectores de este blog nuestro, que piensan que tú eres un personaje de ficción, que no es así, que estás allá en tu húmeda Mérida y que -cuando estás con ánimo- me escribes largo y yo lo festejo como el mejor de los regalos.

Por lo pronto, publico el poema de Leonardo Padrón que me mandaste, porque supongo que el autor no va a quejarse de que le demuestre mi admiración y porque de verdad es un muy buen texto:


PROPÓSITOS DE AÑO NUEVO
por Leonardo Padrón

Caminar hasta saberme
contar las hormigas de mi almohada
aprenderme el nudo de la corbata
girar, extenderme, tocar el sol de un salto
responder las llamadas de mi propia voz
olvidarte
derrochar abrazos en el ascensor
afeitarme los miedos y la quijada
colgar fotos de mis hijos en el fondo del mar
eliminar los virus de mi computadora
hacer abdominales que no acaben en lujuria
leer como un moderno a los clásicos
aceitar mis rodillas
desmayarme de aburrimiento
hacer una fiesta con todos mis médicos
y brindar por sus malos augurios
volver a oír música en las esquinas
remodelar los burdeles de mi ciudad
emborracharme con mis tíos hasta la absolución de mi apellido
huir de las carnes rojas como un cristo
olvidarte
cambiar de perfume

hacer dieta en enero, negocios en febrero, pagos en marzo, donaciones en abril
y desmentirme el resto del año
reírme en pasado, en participio, en trance
quemar mi colección de ventanas
viajar a ciudades que la soledad prohíbe
dudar rigurosamente de mí
cumplir con obligaciones
que la muerte impone
antes de llegar
olvidarte,
insisto,
olvidarte
y que los meses vuelvan a ser ordenados rincones
donde el sol se pasee con los pies descalzos
y redondos.



Buen poema para cumplir un año más cuando comienza el año!

Un abrazo enorme!
r

viernes, 8 de enero de 2010

Dos años


Amiga,

Se me pasó el día de ayer sin apuntar aquí que este blog nuestro está cumpliendo dos años. Acabo de leer la entrada que subí el 7 de enero del año pasado y me quedé sorprendida —y algo preocupada— porque han pasado doce meses en un suspiro y no he cumplido con ninguna de las cosas que me propuse.

Quería tener escrita mi novela para septiembre y la pobre sigue dando un paso para adelante y dos pasos para atrás. No es que no esté escribiendo, es que mientras más avanzo menos me convence el tono en el que estoy tratando de contar esa historia. Hoy encontré una solución que tal vez funcione, pero falta ver si soy capaz de escribir todo lo que ahora tengo por delante, cuando pensé que ya faltaba menos. Así que he rodado para junio mi esperanza de terminar al menos una primera versión. En todo caso, espero poder llevármela bajo el brazo para corregirla cuando me toque viajar a Venezuela.

Quería conseguir un trabajo y no ha sido posible, por más que he enviado por lo menos seis solicitudes a distintos tipos de trabajos, temporales y no temporales. El lado bueno es que volví a abrir contacto con quien fue mi segunda tutora en el King´s College y me ofreció una especie de cargo honorario en mi antigua casa de estudios, como investigadora invitada. Así que este año sigo sin trabajo, pero tengo lo que llamamos en el ramo una “afiliación académica” …algo es algo.

Quería inscribirme para estudiar en la universidad y no pude. Porque si no tienes tres años seguidos viviendo aquí tienes que pagar como extranjero y eso es —simplemente— impagable. Pero me saqué el clavo con los cursos de extensión que tomé, sólo por el gusto de hacer algo distinto a quedarme aquí encerrada mirando cómo el mundo pasa allá afuera olvidado de mí. Este año voy a hacer el curso para enseñar español y tomé otro curso sobre Oscar Wilde. Ya veremos si sufro menos esta vez.

También quería perder unos kilos y creo que , muy por el contrario, he ganado un par más, ¡horror! Pero hablemos de cosas menos tristes.

Creo que el balance del año no cerró nada mal, porque me gané el Premio Ramos Sucre y —si todo sale bien— veré mi tercer libro publicado este año. Cruzo los dedos para que este libro traiga otros, de ficción esta vez. Por suerte, he seguido escribiendo cuentos y tengo la fantasía de armar una colección y mandarla a alguna editorial que acepte mi modesta proposición y me publique pronto.

De resto, creo que no voy a hacer listas de propósitos para este año, porque me queda por cumplir todo lo que quise hacer el año pasado y no pude.

De todos modos, estoy contenta. Este blog y mi blog de cuentos siguen en pie y con bastante material —a pesar de las repeticiones— como para seguirte incordiando por un buen rato más. Espero que me sigas acompañando en esta empresa.

Te mando un abrazo enorme en el mes de nuestros cumpleaños!

r

martes, 5 de enero de 2010

¡Se nos murió Sandro!



Amiga,

¡Se murió Sandro! Para la gente como yo que creció oyendo sus canciones, éste es un acontecimiento más importante que la muerte de John Lenon. Ya sé, ya sé lo que estarán pensando los exquisitos lectores de este blog nuestro: “¿cómo se le ocurre, comparar a Sandro con John Lenon?!”. Pero permítanme que les explique.

Yo nací en Guanare, un pueblito del llano donde el colmo de la sofisticación era el club ítalo-venezolano; donde bailar con Los Melódicos era lo máximo a lo que se podía aspirar porque la orquesta Billo´s Caracas Boys nos quedaba demasiado grande; donde la única vez que se presentó una estrella de carácter internacional fue cuando el Puma, José Luis Rodríguez, dio un concierto de una hora —en el club ítalo-venezolano— para pagarle una promesa a la virgen de Coromoto.

En ese pueblito llanero, que quería ser ciudad sólo porque era la capital del Estado, había sólo una emisora de radio —después hubo dos— y el único canal que se podía ver, en blanco y negro y apenas por unas cuatro horas al día, era el viejo canal del estado, Venezolana de Televisión, conocido por su nombre de pila de Canal Ocho. En ese pueblo escuchar a Sandro, a Piero, a Altemar Dutra era no sólo considerado válido, sino de rigor.

En mi casa estaban al menos la mitad de los cincuenta discos que grabó Sandro en su vida. Supongo que los habían comprado mis padres y sus hijas heredamos el gusto por las canciones románticas, sin preocuparnos por el estigma futuro ...y seguiríamos después escuchando a Raphael, a Julio Iglesias, Roberto Carlos, Armando Manzanero —y el largo etcétera. Hace unos años me hubiera dado una gran vergüenza admitirlo, pero ahora que me acerco al medio siglo y comprendo que lo que se hereda no es motivo de culpa, pues hasta me atrevo a contar aquí, en público, que para nosotros Sandro tenía más importancia que los cuatro beatles juntos.

Por la simple razón de que en mi pueblo, en los años sesenta, ninguna gente decente escuchaba a los beatles. Esas eran cosas de los peludos patoteros de Caracas. En la radio de mi pueblo y en las casas de la gente decente se escuchaba a Sandro. Y era todo el escándalo que la gente decente se podía permitir. Porque cada vez que el ídolo argentino aparecía en la pantalla, en estricto blanco y negro, era tal la explosión de emociones que las niñas presentes corríamos el riesgo de que nos mandaran directo a la cama en el primer momento en que apareciera una desmelenada lanzándole un sostén o una pantaleta al caderudo Sandro en pleno escenario.

Por eso yo me sabía —y me sé, para qué negarlo— todas las canciones de Sandro. Me las sabía suspiro por suspiro y pausa por pausa y además, para mi vergüenza actual, agarraba cualquier cosa que sirviera de micrófono —el palo de una escoba, por ejemplo— y doblaba las canciones haciendo todos los gestos y los movimientos correspondientes, con una seriedad digna de mejor causa. Hay que puntualizar aquí que estamos hablando de una niña de cinco o seis años.

Durante toda mi infancia hicimos actos culturales, con presentador, desfile de estrellas, premiaciones y demás. Era un juego del que nunca nos cansábamos y yo era la encargada de doblar a Sandro. Hasta hoy mis primos se burlan de mí porque yo cantaba “Rosa, Rosa” como un buen imitador en el más sofisticado escenario. Y hasta hoy yo dejo que se burlen porque, en el fondo, no me arrepiento de haber heredado esos gustos ajenos.

Después vendrían otros juegos, seríamos mises en pasarelas, exploradoras en el desierto africano, amas de casa y madres ejemplares, cuidadoras de un imaginario zoológico que estuvo años instalado en nuestro patio. Pero ninguno de esos juegos tuvo el glamour de las representaciones en las que brillaba Sandro con su voz quebrada y ronca.

La última vez que vi a Sandro en la tele viajábamos a Nicaragua, ¿te acuerdas?. Estábamos apiñadas en una habitación de un desvencijado hotel en San José de Costa Rica, en la mitad de nuestro viaje hacia Managua, y por puro ocio prendimos el pequeño televisor que había en el cuarto y ahí estaba, el mismísimo Sandro en persona, dando un concierto en México. Mi sorpresa mayor fue descubrir que todas ustedes, mis amigas caraqueñas de pura cepa, universitarias y en vías de convertirse en la mata de la sofisticación intelectual, se sabían -como yo- TODAS las canciones de Sandro. Cantamos a voz en cuello en medio de la noche costarricense, hasta que los otros huéspedes nos mandaron a callar con una discreta llamada telefónica.

Hace unos años compré dos discos de Sandro con sus mejores treinta canciones y hoy estuve un rato escuchándolas. La música es para mí un instantáneo viaje al pasado. Cualquier canción que haya escuchado lo suficiente como para aprenderme al menos un par de líneas me regresa al lugar, a la gente, al estado de ánimo en el que estaba cuando escuchaba aquella música. Así que hoy recordé la infancia, la adolescencia, el viaje a Nicaragua, y por primera vez sentí más nostalgia que vergüenza.

En medio de los recuerdos se me ocurrió pensar que tal vez todos los males que arrastramos las niñas que nos criamos escuchando las canciones de Sandro tienen que ver con los desgarradores dramas que repetíamos sin saber muy bien de qué se trataba todo. Cómo no tener complicadas historias sentimentales si el himno de nuestra infancia decía así:

Por ese palpitar
que tiene tu mirar
yo puedo presentir
que tú debes sufrir
igual que sufro yo
por esta situación
que nubla la razón
sin permitir pensar
en que ha de concluir
el drama singular
que existe entre los dos
tratando simular
tan solo una amistad
mientras en realidad
se agita la pasión
que muerde el corazón
y que obliga a callar.

Yo te amo. Yo te amo.

Tus labios de rubí,
de rojo carmesí,
parecen murmurar
mil cosas sin hablar
y yo que estoy aquí
sentado frente a ti
me siento desangrar
sin poder conversar
tratando de decir
tal vez será mejor
me marche yo de aquí
para no vernos más.
Total qué más me da,
ya sé que sufriré
pero al final tendré
tranquilo el corazón
y al fin podré gritar:
¡Yo te amo!

Yo te amo,
sobre todas las cosas del mundo...


Y así… todas las canciones de Sandro eran la puesta en escena de amores imposibles y vidas desencontradas. Supongo que la imagen que tenemos de la verdadera pasión se inscribió en nuestro mapa sentimental escuchando esas letras desgarradoras. La liviandad vendría después, cuando entendimos que la razón por la que todas las historias terminaban en desencuentros y rupturas se debía, precisamente, a que las pasiones siempre sonaban mejor en la voz de Sandro que en la vida real.

En este frío invierno que paraliza los termómetros, la voz de Sandro me devuelve a un lugar acogedor y tibio, donde todavía es posible cantar a coro y la pena no existe.

Te mando un abrazo nostálgico,

r