miércoles, 27 de julio de 2011

De traiciones y odios


Amiga,

¡Te tengo abandonada! He estado trabajando en una traducción que me quita ocho horas al día y por eso este blog nuestro se ha quedado huérfano. Quería escribir una nota sobre el escándalo de los teléfonos intervenidos, que estuvo semanas en todas las noticias, porque me parecía de lo más curioso que se armara semejante escándalo por una práctica que es tan vergonzosamente común en nuestros países, y especialmente en Venezuela, donde no hay un sólo dirigente, periodista o abogado de renombre que no tenga el teléfono intervenido. Pero se me pasó el momento oportuno y no lo hice.

Después vino la matanza en Noruega y no se me ocurrió nada que decir ante una atrocidad como esa. Aunque tuve el vertiginoso presentimiento de que algo así podía pasar en la tierruca con el primer loco que se le ocurriera llevar al extremo cualquiera de las muchas posiciones fundamentalistas que se están volviendo moneda común entre los venezolanos.

Y casi al mismo tiempo encontraron muerta a Amy Winehouse y quise comentar el asunto porque me pareció un triste desperdicio de talento. Pero también se me pasó el impulso y aquí estoy, haciendo una pausa en mi trabajo para contarte que sigo aquí, que el fin de semana pasado fuimos a una playa hermosa y soleada –arriba está una foto de las muchas que tomé– que hay luz a chorros y que el clima está tibio en el reino, por lo que tal vez adoptemos la costumbre de pasarnos al menos un día a la semana en la playa durante lo que queda del verano.

Pero también para compartir contigo una de esas trivialidades que hacen la vida menos amarga –más allá de las muertes y los escándalos. Como mi cerebro en estos días no es más que una máquina de pasar palabras de un idioma a otro, tal vez en las próximas semanas lo único que logre compartir contigo sean fragmentos de cosas vistas/ oídas/ leídas. Así que tenme un poquito de paciencia y permíteme este paseo por el extraño mundo de las palabras prestadas.

Esta vez, se trata de una lista de las veinte cosas que más “odian” los británicos cuando salen de vacaciones fuera de su país. Fue publicada por el periódico i , el martes 19 de Julio, y es una lista basada en entrevistas hechas a dos mil británicos que estaban viajando en ese momento.

Los británicos de vacaciones en el extranjero odian:

1. No dormir en su propia cama.
2. Sentir que el viaje no se termina nunca.
3. No poder tomar agua directamente del chorro.
4. Tener que competir por espacio en las playas.
5. No encontrar un té decente para tomar.
6. No poder conectarse a internet.
7. No poder tener un carro a su disposición todo el tiempo.
8. Encontrarse con otros británicos.
9. No tener una ducha decente o una bañera para uso particular.
10. La falta de leche “normal”.
11. No poder cocinar en la propia cocina.
12. No poder llevarse a las mascotas.
13. Gastar dinero en cosas inútiles.
14. El costo de las llamadas internacionales.
15. Sentir nostalgia por la familia.
16. La comida “extraña”.
17. El calor (!).
18. No entender los idiomas extranjeros.
19. No saber manejar las monedas extranjeras.
20. No tener la rutina de todos los días.

A la vista de semejante listado lo único que uno puede hacer es preguntarse ¡¿por qué carrizo salen de vacaciones?! ¡Quédense en su casa y disfruten de su nicho, su idioma, su moneda y su rutina sin incordiar al resto del planeta y sin competir con nadie por un espacio bajo el sol! Sería una solución espléndida.

Pero, más allá de las bromas fáciles que se pueden hacer con un listado como éste, hay algo en ese odio por lo “raro”, lo “extraño” o lo “extranjero” que me hace parar los pelos de punta. Tal vez esa es la razón por la que guardé el periódico durante todos estos días y decidí compartirlo contigo. Porque me dio la impresión de que, entretejido en medio de esa lista de quejas, está un hilo que es primo hermano de alguno de los hilos que forman el tejido de la personalidad del hombre que mató a todos esos niños en la isla noruega.

La falta de tolerancia por lo que es distinto de nosotros puede comenzar en algo tan trivial como la incomodidad frente a un idioma que no entendemos, y luego tomar caminos inesperados. Sobre todo cuando las incomodidades simples –típicas tal vez de todo desplazamiento– comienzan por enumerarse como “hate”. Normalmente esa palabra me parece horrible y trato de traducirla con algún sinónimo más benevolente. Pero la triste verdad es que con demasiada frecuencia, cuando aquí se dice que alguien “odia” algo, lo que se quiere decir no es que no le gusta o que le molesta o que le incomoda. Lo que se quiere decir es, literalmente, que lo ¡odia! Y precisamente por ahí se empieza...

Te mando un abrazo imposible de traducir,

r

domingo, 10 de julio de 2011

Volver a Cabral


Amiga,

Hoy, mientras navegaba por la red en busca de un dato que necesitaba para terminar un artículo que me empeño en escribir sobre la literatura del exilio venezolano, me encontré con la noticia del asesinato de Facundo Cabral. ¡Lo mataron a tiros en Guatemala!. Dicen que fue un error, que lo confundieron con otra gente. Como sea, la noticia me paralizó. Todos los que hemos perdido a algún ser querido de un modo violento sentimos una muerte así en el centro del pecho, como si fuera una bala perdida.

Y a esa tristeza repentina y aguda se sumó una nostalgia empozada por ese ser que fui, al que le gustaban las canciones de Facundo Cabral. Porque cuando me hice adolescente y perdí la fe –o una de las formas de la fe– necesité un profeta de otro tipo: un trovador que me cantara otras verdades. Y ahí estaba Cabral con su voz de trueno, con sus letras medio recitadas medio cantadas, con sus irreverencias manchadas de un machismo irredento y muy argentino.

Me acordé del concierto “Lo Cortez no quita lo Cabral” al que asistí en el Teresa Carreño, en una época en la que mis gustos ya se habían mudado a otra parte y algunas de las fanfarronadas de Cabral me resultaban francamente cursilonas, cuando no pasadísimas de moda. Me acordé de que, a pesar de eso, lloré a moco tendido escondida en mi asiento con alguna canción que me sabía de memoria y me atreví a tararear por lo bajo, moqueando. Me acordé de que, cuando pude, compré el disco del concierto y lo escuché hasta aprendérmelo casi completo, aunque estaba lleno de larguísimas peroratas en las que Cabral parecía disfrutar más que nada del sonido de su propia voz.

Es verdad que algunos de mis gustos de adolescente me dan un poco de vergüenza. Pero he ido aprendiendo a reconciliarme con esas penas que a estas alturas me resultan casi ajenas. Así que hoy, antes de salir a caminar al parque, me metí en iTunes y bajé algunas de las canciones que me parecieron conocidas de la larga lista que aparece bajo el nombre de Facundo Cabral. Me puse los audífonos y el impermeable y salí bajo la lluvia a hacerle un homenaje de vida y resistencia a esa voz que me acompañó tantísimas veces.

Y me sorprendí cantando –como si no hubiera pasado el tiempo– las canciones que creía que se me habían olvidado. No soy de aquí ni soy de allá, Vuele bajo, Señora de Juan Fernández, El día que yo me vaya... Y mientras oía esa canción en la que Facundo Cabral mencionaba nombres de ciudades y objetos encontrados o dejados en distintas partes del mundo –un par de botas tejanas, una cerveza en Holanda, una hoguera junto al Nilo, un poema en Casablanca, una vieja gorra griega, un turbante del Negueb, dos máscaras, una quena– descubrí que mi destino de desterrada tal vez estaba desde el principio anunciado en esas canciones recitadas que escuchaba con una devoción de peregrino.

Cuando regresé a mi casa, empapada y llorosa, me saludó un rayo de sol terco.Y entonces recité de memoria, como si rezara, como siempre lo hago cuando veo salir en esta tierra oscura un rayo de sol, esa parrafada que dice: “El sol, el amado sol que enciende toda la vida, esa fiesta permanente por la que mi alma camina”. Y pensé que había hecho lo justo con estas memorias. Revisitarlas, sacarlas a caminar conmigo por un lugar tan ajeno, sin sentir vergüenza.

Te mando un abrazo hondo como una vieja canción,

r

miércoles, 6 de julio de 2011

Impulso


Amiga,

He estado tratando de sentarme a hacerte un sumario de los últimos días, de mi viaje a Washington, del regreso, de los días muertos en los que he estado intentando readaptarme al silencio y la soledad. Pero me cuesta. He perdido el ánimo de echar el cuento de los días que pasan sin novedad alguna. Y me siento culpable, porque se supone que me he impuesto el deber de hacer la crónica de este estar sin consecuencias, incluso cuando no tenga ganas. Así que aquí estoy otra vez escribiéndote, con la excusa de que tengo que adaptarme al teclado de mi nueva compu (una flamante y ultra liviana MacBook Air).

Aunque he escrito antes en este blog que los regresos son imposibles, esta vez sentí, mientras volaba sobre el Atántico, que volvía a mi casa, a mis rutinas, a mis amores cotidianos. No sentí tristeza de volver, solamente nostalgia de despedirme de mi mamá, mis hermanas y mis sobrinos, porque no sé cuándo voy a volver a verlos. Pero he pasado por tantas despedidas que ya estoy aprendiendo a manejar esa tristeza. Sigo llorando por los rincones de los aeropuertos y a veces en medio del vuelo, aunque creo que he logrado que se me note menos.

Pasé una semana mirando las fotos que tomé en la playa, deambulando solita por la casa con los oídos desacostumbrados a tanto silencio, riéndome sola en la cocina de los chistes que me contaron mis hermanas y las loqueras de mi sobrino Nicolás, que habla todo el día como un radio prendido, sin parar nunca. He mantenido hasta ahora el olor de la playa en mi baño, porque me traje un jabón que usábamos allá y que huele a sol. En las noches, cada vez que uso la crema humectante que me ha mantenido el mínimo bronceado por más días de lo que esperaba, me acuerdo de las conversaciones sobre las casas y los trabajos, los estudios, los libros y las películas. El recuerdo acompaña.

Pero uno no puede pasarse la vida nada más recordando, sin aterrizar un día. Así que esta semana volví al trabajo y a las aspiraciones de trabajar otra vez. Envié mis papeles a otra universidad. Tal vez tenga más suerte esta vez. Le di una mirada al artículo sobre la literatura del exilio que no termina de salir. Me senté a escribir el cuento de junio que le estoy debiendo a mi otro blog. Y me estoy preparando para trabajar en la traducción del libro que ya parece que es segura. Estoy, pues, calentando motores de nuevo. Porque cuando no hay muchas ganas lo que hay que hacer es actuar como si las hubiera ...y tal vez el ánimo regrese por sí solo cuando mejor le parezca.

En eso ando amiga, empujándome yo sola. Encontrando por mí misma un combustible que me haga seguir en pie. Porque en el limbo del exilio nadie te empuja para ningún lado. En la gravedad cero del destierro flotas sin peso ni rumbo hasta que tú misma decides anclarte o impulsarte, saltar o caer. Y no estoy con ánimos de seguir a la deriva. Tengo ganas de ver un camino enfrente: de una meta.

Te mando un abrazo fuerte como un impulso,
r