jueves, 29 de diciembre de 2011

Vivir en guerra

Amiga,

Acabo de leer el informe anual que dio a conocer el Observatorio Venezolano de la Violencia con las cifras de asesinatos cometidos este año en la triste tierruca. El observatorio ha declarado este año el más violento de la historia nacional. Como suscribo enteramente el informe y creo que siempre es poco lo que se haga para dar a conocer las terribles cifras de la violencia en nuestro país y para divulgar un mínimo de sensatez, te copio abajo el texto íntegro, que también puede leerse aquí:


Con tristeza, los centros de investigación de las universidades nacionales que formamos parte del Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) debemos informar al país que el 2011 concluirá como el año más violento de la historia nacional, como aquel en el cual se han cometido más homicidios, para un total de 19.336 personas asesinadas.

En los archivos oficiales, ya para el mes de noviembre de 2011, los casos de homicidios habían llegado a 15.360, superando ampliamente los 13.080 casos que oficialmente se había reportado para todo el año 2010. Al añadir a esta cifra un estimado conservador de los asesinatos cometidos en el mes de diciembre, proyectamos que en los archivos oficiales se contabilizarán 17.336 casos de homicidios.

Hace una década, en el año 2001, se registraron en el país en ese mismo archivo la cantidad de 7.960 homicidios; es decir, este año lo concluimos con casi 10.000 homicidios más que hace diez años. Estas cifras muestran que entre el año 2001 y el 2011 hemos tenido un incremento sostenido de 1.000 homicidios más cada año.

Esa cifra, sin embargo, no refleja la realidad de la victimización que es todavía más cruel y dolorosa, pues en el año 2011 se registrarán más de 4.000 casos como “averiguaciones de muertes”; éstas son personas fallecidas en condiciones violentas o extrañas, pero que las limitaciones de la investigación policial y judicial no ha permitido realizar una acusación de homicidio, ni tampoco de clasificarlas y archivarlas como suicidios o accidentes. Por lo tanto, si de manera conservadora consideramos que solo la mitad de estos 4.000 muertos fueron asesinatos y sumamos apenas esa cantidad, tenemos que en Venezuela se cometieron al menos 19.336 homicidios en el año 2011.

Esta cifra nos indica que en Venezuela se cometen en promedio 1.611 homicidios cada mes, lo cual representa 53 asesinatos cada día. Cabe recordar que el Libertador Simón Bolívar, en su informe del 25 de junio de 1821 sobre los resultados de la Batalla de Carabobo, escribió: “nuestra pérdida no es sino dolorosa: apenas 200 muertos”. En Venezuela, en el 2011 cada 4 días tuvimos la misma cantidad de fallecidos que en la Batalla de Carabobo; cada mes, 8 veces más muertes que en dicho acontecimiento histórico.

Si asumimos las últimas proyecciones de población del Censo 2011 que indican que Venezuela tiene para este año 28.500.000 habitantes, y calculamos la proporción de víctimas por el número de habitantes, tenemos para Venezuela, en 2011, una tasa de 67 homicidios por cada 100.000 habitantes.

Si realizamos el cálculo exclusivamente con las cifras incompletas del registro oficial, tenemos una tasa de 60 víctimas por cada 100.000 habitantes. Cabe recordar que de acuerdo a los estándares de los organismos de las Naciones Unidas, una tasa por encima de 10 homicidios por cada 100.000 habitantes se considera una epidemia, por lo tanto podemos concluir que Venezuela vive una muy grave epidemia de homicidios.

Esta situación contrasta de manera radical con lo que ha sucedido en otros países con condiciones sociales similares a la nuestra. En Colombia, para el año 2001, se registraron 27.840 homicidios y en el año 2011, la cifra hasta el 24 de diciembre, era de 13.520 casos. Es decir, en Colombia se ha dado una reducción a la mitad, mientras en ese mismo periodo en Venezuela los homicidios se duplicaron.

Para tener una idea de estas magnitudes podemos comparar lo sucedido en Venezuela con las víctimas de la guerra en Irak. Entre marzo del año 2003, cuando se iniciaron los ataques, y el final oficial de la guerra, en diciembre de 2011, murieron 4.485 soldados americanos. Es decir, que solo en el año 2011 hubo en Venezuela 4 veces más muertos que soldados americanos caídos en Irak.

En un estudio realizado por la Universidad de Londres y el King’s College sobre los víctimas civiles de la guerra, se encontró que entre 2003 y 2010 los terribles ataques con bombas suicidas (en vehículos o a pie) mataron a 12.284 civiles. En Venezuela, en el año 2011, murieron 1,5 veces más personas que todas las fallecidas por bombas suicidas en Irak del 2003 al 2010.

El Observatorio Venezolano de Violencia calcula, de manera conservadora, que entre los años 2001 y 2011 ocurrieron en el país 141.487 asesinatos.

Las investigaciones científicas realizadas en distintos países han mostrado que la aparición de esos altos y sorprendentes incrementos de los homicidios y la violencia criminal coincide con situaciones cercanas a las guerras. Así ocurrió en Gran Bretaña o Alemania después de las Guerras Mundiales; en Estados Unidos después de la Guerra Civil o de la Primera Guerra Mundial. Algo similar ocurrió en América Latina donde la violencia y los homicidios se incrementaron en El Salvador después de los Acuerdos de Paz o en Colombia con la guerra entre el gobierno nacional y los dos ejércitos de guerrillas y el de los paramilitares. Lo singular es que estos incrementos en la violencia criminal ocurren así las guerras sean internas o externas, y ocurren con independencia de que en ese país o región se pierda o se gane la guerra.

Pero en Venezuela no hemos tenido guerras. ¿Cómo explicar lo ocurrido?

A pesar de no haber sufrido guerras, lo que ha sucedido en la sociedad venezolana tiene unos efectos sociales de “como si” hubiésemos padecido un conflicto bélico muy violento, tanto en sus casusas como en sus consecuencias.

La guerra incide y perturba dos mecanismos centrales de contención de la agresión en la sociedad. En primer lugar, la guerra legitima la violencia y el uso de la fuerza; es decir, la no-ley. La guerra destruye los mecanismos de diálogo y arreglo de conflictos por las normas y el acuerdo mutuo; se basa en la imposición de un grupo o país sobre otro y se procura la destrucción del otro, que no es considerado rival sino enemigo.

En segundo lugar, la guerra deslegitima los mecanismos de contención de la violencia: deja sin fundamento la censura a la violencia y a los violentos, y la creencia de que la violencia no es el mejor camino para solucionar conflictos entre las partes. La guerra deslegitima el valor del respeto a la vida y la enseñanza ancestral del “no matarás”; la guerra otorga impunidad a la matanza de otros seres humanos y le da poder a la creencia de que por las armas y la fuerza se pueden lograr las metas individuales o colectivas.

En Venezuela, estos efectos se han dado sin haber tenido una guerra, por el continuo elogio de la violencia y de los violentos, por la impunidad creciente en el país y por los llamados continuos a la guerra. La vida social regida por normas ha sido substituida por el uso de la fuerza.

El control de la violencia y la reducción de los homicidios requieren construir una sociedad basada en el consenso y en las normas. El antiguo dilema de barbarie o civilización se repite en la actualidad en el conflicto entre la violencia y la paz. La barbarie de hoy está representada por el homicidio, la fuerza de las armas y la impunidad; y la civilización está representada por el diálogo, las leyes, la fraternidad y el castigo a los violentos.

No podrá existir progreso ni bienestar en la sociedad mientras se irrespete el derecho a la vida y los derechos del otro, y se viole la norma consensuada como el eje del pacto social. La civilización y el progreso se fundan en el consenso y en la coexistencia, en la fraternidad y la solidaridad, nunca en la destrucción del otro.


Hasta aquí el informe del Observatorio Venezolano de la Violencia. Después de leerlo no queda más que concluir que los venezolanos se han acostumbrado a vivir en medio de ese clima en el que la fuerza y el atropello prevalecen. Pero, como muestran las cifras de otros países, como la vecina Colombia, no se trata de un proceso irreversible.

Cuando la cordura regrese, la violencia se irá disolviendo. No se trata de tener más policías, ni más cárceles, ni más calles cerradas con vigilantes privados. Se trata de volver a respetarnos los unos a los otros, de volver a creer en el valor de la vida.

Y se trata, por supuesto, de bregar por un Estado que promueva la paz por todos los medios.

Por eso tengo un sólo deseo para la tierruca en el 2012: que nos devuelvan la PAZ.

Te mando un abrazo alejadísimo de la violencia!

r

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Balance reticente


Amiga,

Aquí estoy sufriendo después de los excesos de las fiestas decembrinas. Como todos los diciembres, cumplimos con el único ritual de fin de año que conservamos: hicimos hayacas, horneamos pan de jamón, revolvimos todos los ingredientes de la infaltable ensañada de gallina y nos comimos nuestra cena de navidad como es debido. Pero el día 25 amanecí con una gastritis que seguramente me va a acompañar hasta los primeros días del año próximo. Y no hay nada como un permanente dolor de estómago para hacer balance del año que termina.

Había pensado, hace ya doce meses, que éste sería el año en que que encontraría trabajo. Porque sigo en el fondo –aunque hago esfuerzos porque no sea así en la superficie– considerando que un trabajo como es debido tiene que tener sueldo a fin de mes. Pero no, amiga, el trabajo con sueldo fijo no llegó este año. Hice un par de cosas, sin embargo, que se verán en el futuro como trabajos tal vez válidos. Traduje mi primer libro completo: Cenando con Mugabe. Recibí la buena noticia de que mi primer libro de cuentos va a ser publicado por Equinoccio el año próximo y se va a llamar El patio del vecino.

Y hasta ahí me llega el lado positivo del balance de este año lento y abismado. El resto fue viajar, escribir mis cuentos semanales siempre a destiempo y seguir garabateando, sin mucho provecho, un borrador al que no termino de darle cuerpo. También di un par de charlas para mantener viva mi precaria presencia académica y recibí la buena noticia de que uno de mis artículos se va a publicar en un libro sobre el exilio y el otro en una revista en nuestra querida Mérida. Así que ahí está el resto de la suma: dos artículos que con suerte saldrán el año que viene, muy bien acompañados.

Con el ánimo arrugado por la lluvia y la oscuridad no puedo pensar en nada más que pueda sumar a esa columna, a menos que me ponga trillada y sentimental y sume la salud, el amor, las cuentas pagadas con un dinero que yo no me he ganado, esas cosas que sólo se nombran cuando faltan. Y con ese mismo ánimo tampoco me alcanza la vista para mirar al año que se acerca. Porque he estado haciendo planes inútiles por mucho tiempo y ya no me quedan ganas.

Lo único que sé del año que está por venir es que me agarrará cumpliendo cincuenta y sin mucho más que agregar a ese medio siglo. No voy a decirte que ha sido medio siglo mal vivido, porque tú lo has vivido casi todo conmigo y sabes que algo hicimos, que algo descubrimos y, sobre todo, que todo lo vivimos de manera intensa. Pero tal vez en este fin de año, con dolorones de estómago que me despiertan a la media noche y me obligan a saltar de la cama y terminar de dormir en el baño, la intensidad no basta.

No sé cómo imaginarme el año que comienza. No tengo planes. Ni siquiera ganas de imaginar deseos. Quisiera solamente tener ganas de seguir escribiendo, que algo sólido salga al fin de ese garabateo sin fin. Nada más. Sólo eso y que el tiempo pase sin hacerme demasiado daño.

Aunque tal vez sí: tal vez una mudanza. Tal vez cambiar de casa sea un buen deseo para el año próximo. Cuando cambiamos de casa dejamos entrar una vez más el futuro. Y lo único que una cincuentona necesita, además de salud y otro par de pies calientes debajo de las sábanas cada noche, es una casa distinta de vez en cuando. Con esa idea tal vez pueda empezar el año nuevo con mejor ánimo.

Te mando un abrazo abierto como una casa nueva,

r

sábado, 10 de diciembre de 2011

Memorias urbanas


Amiga,

Te debo un cuento más largo de mis días en Londres. Pero ya estoy otra vez en casa, con tanta comodidad, tanto silencio y tanta soledad que me cuesta recordar las multitudes, las calles atiborradas, el ruido intenso que nunca cesa. Cuando estás en la mega-ciudad no puedes pensar en ella, porque la tienes demasiado cerca. Y cuando te alejas su ruido se apaga tan rápido que parece que estuviste en medio de un espejismo y que en lo que dejas de verlo ya no existe más.

Pero yo sé que Londres sigue ahí y que tengo recuerdos recientes de gente tropezando en sus calles. Recuerdo el Támesis inmenso, siempre más grande en la realidad que en la memoria: una exposición de fotos de Sicilia montada en el lado sur y tres esculturas hechas en la orilla pedregosa del río con una arena traída de quién sabe dónde. Me queda la imagen de los niños patinando sobre hielo al compás de un vals, en la pista de Sommerset House, con los viejos sentados alrededor en sillas de hierro viendo el espectáculo a la intemperie mientras se toman un vino dulce y tibio, agarrando la taza con las dos manos para calentarse.

Conservo la visión de la larga cola de gente esperando para poder comprar entradas a la exposición de seis cuadros –¡sólo seis!– de Leonardo en la National Gallery. Mantengo la memoria de Brixton, de sus calles olorosas a comida caribeña, de su colorido mercado donde se puede escuchar hablar español con tanta soltura como cualquier otro idioma. No me olvido de Camden Town y el olor de las cachapas que comimos en el puesto de un venezolano que también vendía arepas, como las hacemos nosotros, en el horno, y no fritas como las preparan los colombianos. Siguen llegando a mi memoria ramalazos del Regents Canal, cuando caminamos tratando de recordar viejos tiempos, pero nos encontramos con más basura e inmundicia de la que hubiéramos querido ver.

Sigo despertándome en las mañanas con una extraña sensación de fin de mundo, porque amanece oscuro y el sol brillante que teníamos en las mañanas ya no está y no hay gente en la calle de enfrente andando de aquí para allá con maletas y maletines. A mitad del día me asomo a la ventana y me pregunto a dónde se ha ido todo el mundo, cuando veo la plaza desierta que tengo enfrente, con su solitario banco donde nunca nadie se sienta. Y me acuesto en la noche pensando que algo no encaja, porque el silencio aquí es tan constante y cerrado que parece mentira que hace apenas unos días estuvimos en el medio de todo aquel ruido.

Pero aparte de eso no hay nada más. La ciudad se me ha ido del ánimo y del gusto. Estoy sola otra vez con mi pueblo solo. Como si se tratara de un destino del que no puedo escapar. Sin embargo, la experiencia urbana nos terminó de convencer de intentar mudarnos a la ciudad el año que viene. Porque estamos convencidos de que es vital tener a mano todo el estímulo y el impulso que produce la ciudad. Por suerte, Edimburgo es más bien un pueblo grande y está muy lejos de alardear del ruido y la furia de una metrópolis como Londres.

Así que, para compensar, me fui ayer al centro comercial a dar una vuelta, con la excusa de comparle al Gussi la grama que come para que no se le atoren los pelos en el estómago y que solamente venden en una tienda específica allá en Livingston. Esperé el autobús mucho más tiempo de lo necesario, estaba lleno de gente, y al llegar al centro comercial las hordas de compradores me sorprendieron. Hice mis compras y me refugié apurada en el cine, donde por suerte no era todavía hora de grandes audiencias.

Al regresar me subí a otro autobús atestado y llegué a casa con la sensación de que ya no disfruto el exceso de gente. Y ciudades y gentío son una y la misma cosa. Así que pasará tal vez un rato largo antes de que me anime otra vez a probar la experiencia de la metrópolis. Hoy habíamos planeado acercarnos a la ciudad a ver la feria navideña que ya instalaron en el centro, como lo hacen todos los años, pero nos ganó la flojera y la falta de luz.

Así que aquí estamos, amiga, otra vez en el pueblito. Suspendidos en un baño de nieve.

Te mando un abrazo helado,
r

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