jueves, 3 de septiembre de 2009

Rabieta


Amiga,

No sé si te he contado que he estado tomando lecciones de manejo para ver si me dan una licencia para circular detrás de un volante por este país. Acabo de llegar de la que creo será mi última lección. Estoy harta de instrucciones para subir escaleras y de que mi cerebro se empeñe en subirlas del modo en que lo ha hecho en los últimos veintitantos años. Estoy harta de no poder estacionarme como se supone que debo hacerlo y de no saber entrar o salir correctamente de las malditas redomas que hay aquí cada dos por tres. En resumen ¡estoy harta!

Reconozco que el modo como uno aprende a manejar en la tierruca es de lo más liberal y medio salvaje. Apenas aprendes a avanzar y retroceder, a cruzar a la izquierda y a la derecha, ya agarras un carro y presentas un examen que, al menos en mis tiempos, sólo consistía en dar correctamente la vuelta a la manzana. Eso, si de hecho presentabas el examen. Porque la mayoría de la gente no hacía más que pagarle a un gestor y en unos días tenía a mano su flamante licencia, sin pasar por otro trámite que despojarse de algunos billetes. No sé cómo obtendrán ahora sus licencias los hijos de la república chavista, pero dudo mucho que el procedimiento haya cambiado demasiado.

Sin embargo, ese no es el caso en este civilizado reino. Aquí tienes que aprenderte las leyes y presentar un examen teórico que dura casi una hora. (Ya lo presenté. Pasé). Después tienes que presentar un examen práctico, para lo cual es imprescindible que contrates los servicios de un profesional que te enseña los procedimientos y las “maniobras” que debes aprender a realizar antes del examen, porque sólo tienes una oportunidad y si no lo haces de la manera exacta como está previsto, no pasas.

El punto es que después de más de veinte años manejando parece casi imposible para mí aprender a hacerlo del otro lado del vehículo, en inglés y con treinta reglas como mínimo por cada “maniobra”. Me explico, aquí llaman “maniobras” a cada una de las supuestas habilidades que tienes que demostrar que conoces y realizas sin dudar y sin equivocarte ni una sola vez. Esas maniobras involucran las habilidades básicas, como avanzar y retroceder. Pero no sólo eso. Tienes que saber estacionarte detrás de otro vehículo en un sólo movimiento de retroceso; tienes que demostrar que puedes retroceder en una esquina sin llevarte la acera por delante y que puedes dar la vuelta en U en una calle cualquiera con sólo tres movimientos.

Esas maniobras son las que he estado practicando con mi impaciente instructor de manejo. Hay días en que parece que puedo mirar por todos los espejos cinco veces antes de retroceder y chequear mi punto ciego cuando es requerido, entonces me siento como si fuera capaz de pasar el examen. Pero hay días, como hoy, en que no sólo no puedo estacionarme de retroceso sino que tampoco veo la acera y me la llevo por delante cuando avanzo y cuando retrocedo y no solo una sino varias veces.

La razón puede no ser obvia para todo el mundo, así que voy a reiterar: Estoy manejando un carro desde el asiento DERECHO. Estoy haciendo los cambios con mi mano IZQUIERDA y tratando de calcular la distancia que separa el lado izquierdo del carro de una acera que el noventa por ciento de las veces no puedo ver. Todo sucede alrevés de como debería y sólo ajustar mi percepción a ese cambio se lleva la mitad de mis neuronas. Por si esto fuera poco, todas las instrucciones que recibo me son dadas en el cerrado acento escocés que, a medida que cometo más errores, se va cerrando más hasta que llega un punto en que mi cerebro no sabe si traducir las instrucciones a un inglés neutro o cambiar velocidades o mirar a la izquierda o cruzar a la derecha o chequear mi punto ciego o mantener la mínima velocidad o acelerar hasta la velocidad máxima permitida o atender a los peatones que pasan o elegir el canal correcto para entrar en una redoma…

En fin, amiga, que hoy estoy dispuesta a tirar la toalla y por eso estoy escribiéndote esta nota. Porque estoy harta de tratar de aprender algo que mi cuerpo todo se niega a procesar. Porque me repatea el hígado el modo como mi instructor me insinúa que tengo el cerebro de un mosquito. Porque no tengo ni siquiera un carro por el que valga la pena pasar por todo esto. Porque qué carajo me importa a mí la maniobra de reversa a la izquierda o el modo correcto de entrar o salir de una maldita redoma. ¿Qué coño me importa?

Me importa un pito. Esa es la verdad. Me importa un soberano pito la licencia de manejar y las clases de manejo y el examen práctico que tengo supuestamente que pasar el 24 de septiembre. Y justo en el momento en que termine de escribir esta airada entrada voy a cancelar el puto examen y dedicarme a otra cosa menos humillante y más productiva.

Disculpa la descarga, amiga, pero a veces hay que permitirse una rabieta. Y esta soy yo en medio de una soberana rabieta que todavía no ha terminado.

Ni abrazo tengo ganas de mandarte hoy!

El cariño es el mismo, de todos modos,

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