martes, 1 de septiembre de 2009

Tercera lección

Amiga,

Te debo desde hace rato el tercer texto de Justin Torres. Aquí va.


El Lago / Justin Torres

Una noche insoportable, en medio de una ola de calor, papá nos llevó al lago. Mamá y yo no sabíamos nadar, así que ella se agarró de la espalda de papá y yo me agarré de la de ella y papá nos llevó a un pequeño paseo, estirando los brazos delante de él y sacudiendo las piernas debajo de nosotros, nuestras piernas arrastrándose a través del agua, relajadas y quietas, los dedos de los pies curvados hacia arriba.

Cada tanto mamá me señalaba alguna cosa que valía la pena ver, un pato dejándose caer en el agua, la cabeza sostenida hacia atrás en el cuello, las alas revoloteando enfrente, o un bicho en el agua con largas y delgadas patas que hacía ondas sobre la superficie del lago.

“No tan lejos”, le decía ella a papá, pero él seguía nadando, suave y lentamente, y la orilla detrás de nosotros se estrechaba y se volvía más fina y curva, hasta que se convirtió en un hilo imposible, oscuro y remoto.

En el medio del lago el agua era más oscura y más fría, y papá nadó justo sobre un montón de hojas finas y negras como el carbón. Mamá y yo tratamos de quitarnos de encima las hojas, pero teníamos que sostenernos con un brazo, así que las hojas terminaron enrollándose en nuestros cuerpos y pegándose a nuestras costillas y piernas como si fueran sabandijas. Papá levantó algunas en el aire con el puño cerrado y las hojas se disolvieron entre sus dedos y se desintegraron en pequeños puntos en el agua y unos pecesitos marrones del tamaños de cigarrilos aparecieron para comerse los pedacitos de hojas.

“Hemos llegado muy lejos”, dijo mamá, “llévanos de regreso”.

“Ya va”, dijo papá.

Mamá comenzó a hablar sobre lo raro que era que papá supiera nadar. Dijo que nadie nadaba en Brooklyn. La mayor cantidad de agua que ella había visto en un mismo lugar era cuando uno de los hombres del edificio abría el hidrante y el agua salía a borbotones. Dijo que ella nunca se había dejado mojar por el chorro de agua como lo hacían otro niños, porque le parecía muy fuerte; prefería quedarse un poco más lejos, donde la acera se encontraba con la calle, y dejaba que el agua le mojara los talones.

“Ya me había casado y parido tres hijos antes de que me metiera en algo más hondo que un charco”, dijo.

Papá no contó cuándo ni dónde había aprendido a nadar, pero para él era imprescindible aprender todo lo que se relacionaba con la supervivencia. Tenía toda la voluntad y todos los músculos, iba camino a volverse indestructible.

“Supongo que es lo contrario contigo, ¿no?”, me dijo mamá. “Tú creciste en medio de todos estos lagos y ríos, y tienes dos hermanos que nadan como un par de peces en una pecera. ¿Por qué no has aprendido a nadar?”

Me hizo la pregunta como si me estuviera acabando de conocer, como si las circunstancias de mi vida, mis intentos aparatosos y aterrorizados en el lado hondo, aquella vez en la piscina pública, cuando el salvavidas de la escuela me arrastró y vomité en la grama agua de la piscina hasta por los ojos, 700 ojos mirándome, todos los gritos y chapuzones y silbidos detenidos por un momento, cuando todo el mundo se detuvo a evaluar mi huesuda debilidad, a mirarme y seguirme mirando, esperando que llorara, que fue exactamente lo que hice −como si solamente ahora se le hubiera ocurrido a mamá lo raro que era que yo estuviera ahí, agarrado a ella y a papá, y no con mis hermanos que habían corrido a meterse en el agua, se habían dedicado a ahogarse el uno al otro, y después habían corrido hacia afuera y desaparecido entre los árboles.

Por supuesto, era imposible para mí responderle, decirle la verdad, decirle que tenía miedo. La única que tenía derecho a decir eso en nuestra familia era mamá, y la mayoría de las veces ella ni siquiera tenía miedo sino que le daba flojera meterse bajo el piso, o lo decía para hacer que papá sonriera, para que le hiciera cosquillas y se acercara a ella, para hacerle saber que ella en realidad solo tenía miedo de quedarse sin él. Pero yo, yo hubiera preferido soltarme y deslizarme en silencio hasta el fondo negro del lago antes de admitir delante de alguno de ellos dos que tenía miedo.

Pero no tuve que decir nada, porque papá respondió por mí.

“Él va a aprender”, dijo. “Los dos van a aprender”, y nadie habló por un largo rato después de eso. Vi la luna estallar en luz sobre el lago, vi pájaros oscuros volar en círculos y gritar, el viento levantó las ramas de los árboles, los pinos se afilaron; sentí el agua del lago más fría y olí las hojas muertas.

Más tarde, después del incidente, papá nos llevó a casa. Iba sentado detrás del volante, todavía sin camisa, en la espalda, el cuello y la cara lucía arañazos cruzados, algunos eran sólo profundas líneas rojas y piel rota, otros ya estaban convertidos en costras y en otros todavía brillaba la sangre fresca, y yo también tenía arañazos −porque ella había entrado en pánico y cuando él se le escapó, ella se había agarrado de mí− más tarde, papá dijo, “¿De qué otra manera van a aprender?”.

Y mamá, que casi me ahoga, que había gritado y llorado y clavado sus uñas en mí, que había estado más desesperada y salvaje de lo que nunca me hubiera imaginado que podía ser; mamá que estaba tan rabiosamente furiosa que había mandado a Manny a sentarse al frente con papá y se había sentado atrás en medio de nosotros, abrazándonos, mamá respondió recostándose sobre mí y abriendo la puerta mientras íbamos a toda velocidad. Miré afuera y vi el pavimento borroso pasar a toda prisa por debajo, el hombrillo convirtiéndose en un oscuro barranco de piedras. Mamá mantuvo aquella puerta abierta y preguntó, “¡¿Qué!? ¿Quieres que le enseñe a volar? ¿Debería enseñarle cómo volar?”

Entonces papá tuvo que detenerse a un lado de la carretera y calmarla. Nosotros tres salimos del carro y caminamos por el borde y sacamos nuestros pitos y orinamos en la cuneta.

"¿De verdad fue ella la que te arañó?", preguntó Manny.

"Trató de subir hasta mi cabeza".

"¿Qué tipo de…?" comenzó a decir, pero no terminó. En vez de eso, levantó una piedra y la lanzó lo más lejos que pudo.

Escuchábamos sus voces discutiendo en el carro, escuchamos a mamá diciendo una y otra vez, ‘Tú me soltaste, me soltaste’, y vimos pasar los grandes remolques, sacudiendo el carro y la tierra debajo de nuestros pies.

Manny sonrió. Dijo, “Mierda, pensé que te iba a lanzar fuera del carro’.

Y Joel también se rió y dijo ‘Mierda, yo pensé que ibas a volar’.

Cuando finalmente volvimos al carro, mamá estaba de nuevo sentada adelante y papá manejó con una mano en su cuello. Esperó hasta el momento perfecto, hasta que nosotros nos quedamos quietos y en silencio y estábamos pensando en lo que vendría, en nuestras camas esperándonos en casa, y entonces volvió la cabeza a un lado, mirándome sobre el hombro, y me preguntó, curioso y amigable, “entonces, ¿te gustó tu primera lección de vuelo?”. Y hubo una explosión de risa en el carro. Todo estaba bien de nuevo.

Pero el incidente se quedó conmigo y en la noche, ya en la cama, recordé cómo papá se había alejado de nosotros, cómo nos había mirado indiferente mientras chapaleábamos y luchábamos, cómo necesitaba evitar que mi mamá me agarrara y no me soltara, cómo me había dejado hundir cada vez más abajo, y lo que descubrí ahí cuando abrí los ojos: una oscuridad verdinegra, un mundo submarino, terror. Me hundí por un largo rato, desorientado y retorciéndome, y luego de proto estaba nadando –sacudiendo las piernas y extendiendo los brazos como papá me había enseñado y elevándome hacia la luz y explotando en el aire; y luego esa primera bocanada que llegó hasta el fondo de mis pulmones y cuando miré el cielo me pareció que nunca había sido tan alto, tan brillante y magnífico. Recordé la urgencia en la voz de mis padres, mamá enganchada a papá otra vez y los dos gritando mi nombre. Nadé hasta su sombra que ondulaba y ahí, bajo las estrellas, me sentí querido. Nunca habían estado tan felices de verme, nunca me habían mirado con esa intensidad y esa esperanza, nunca habían pronunciado mi nombre con tanta dulzura.

Recordé cómo mamá se echaba a llorar y papá celebraba, gritando como si él fuera un científico loco y yo su creación maravillosa:

‘¡Está vivo!’

‘¡Está vivo!’

‘¡Está vivo!’


Este es el último de los tres textos de Torres que quería que leyeras conmigo. Espero que te hayan parecido tan interesantes como a mí.

Ya encontraré alguna otra cosa que traducirte. Mientras tanto, te mando un abrazo,
r

No hay comentarios: