miércoles, 1 de junio de 2016

Lo bueno, lo malo, lo feo (parte 1)


Amiga,

Antes de que se me borren todas las imágenes, los olores, las luces y las sombras del viaje a la tierruca, me siento a escribir un tríptico siguiendo esa vieja receta de western: lo bueno, lo malo, lo feo.

Comienzo por lo bueno, porque cuando me preguntan (sí, todavía me lo preguntan) cómo vi la cosa por allá, comienzo siempre por lo bueno. Es un asunto de balance. Leemos tantas cosas malas en la prensa, escuchamos tantas quejas cuando hablamos con la gente que languidece de mengua por allá, que parece un acto de mínimo equilibrio empezar por lo bueno.

Enumero:

1. Los días claros: Suena genérico, pero no pretende serlo. Hubo lluvias, pero en general nos tocaron días claros, calurosos, llenos de luz. Días en los que las medias y los zapatos sobraban. Cuando uno vive en el clima relancino y reticente del polo norte, la luz y el calor son la bendición mayor.

2. La gente: Es un lugar común, por supuesto. Pero es también una de esas cosas que sólo se pueden entender de verdad verdad cuando uno no las tiene. Desde la carencia del destierro, el exceso de abrazos, de risas, de palabras dichas desde el estómago con rabia o alegría, de despedidas sentidas y lloradas, hace que cuando uno se llena de amigos todo lo demás importe poco.

3. La comida: Incluyendo las frutas. Jamás un mango supo tan bien como los mangos de la tierruca. Jamás un plátano, frito o sanchochado. Y el chigüire que me preparó mi primo Luciano. Y el bagre de la tía Josefina. La torta tres leches de mi prima Yuruani. Las arepas con zanahoria y el pastel de papas con atún que tú nos cocinaste. La pasta de mi amiga Patricia. La raya de mi amiga Sere. El sushi de plátano. Los helados. Los jugos. El café que compartí con María en un hotel llamado Coromoto.¡La comida!

4. Las casas: El apartamento en la California Norte de mi tía Cynthia, la casa de mi mamá en Cabudare, la casa de mi tía Kenya en Guanare, la casa en la que vive mi papá con sus dos hermanas morochas, tu casa sobre todas las demás, el apartamento de Patricia con vista al Ávila... todas, todas las casas en las que me quedé en esas tres semanas me dieron algo que es imposible encontrar en los hoteles. La alegría de estar en un lugar vivido y trajinado. Los objetos cotidianos que cuentan tanto de sus dueños. Las incomodidades que nos recuerdan que la vida es así.

5. Los viajes por tierra: No hay nada como una carretera para sentirse atravesado por un lugar. Para mí la tierruca es interiorana. Aunque viajé por avión de Caracas a Barquisimeto y de Mérida a Caracas, hice por tierra el camino de Barquisimeto a Guanare y el de Guanare a Mérida. Los dos son recorridos que he hecho miles de veces y que casi puedo hacer con los ojos cerrados. Quería volver a sentir los olores y las humedades, las rectas y las curvas, los aguaceros y los serapios soles. Y asegurarme de que ese país que no empieza ni termina en Caracas sigue ahí. Y ahí está: intacto a pesar de todo.

6. La compañía: Mi amiga Katie me acompañó en casi todo el viaje. Katie es de Londres y tiene una pasión irresistible por todo lo venezolano. Una pasión que comenzó con la literatura y se ha extendido a todo lo demás. Pero nunca había pisado la tierruca. Viajar con ella fue mirar todo otra vez, desde cero. Fue prevenir y cuidar, traducir y aprender, afirmar y dudar. Nunca se descubre tanto sobre lo propio como cuando se lo enseñamos a alguien que lo vive por primera vez.

La lista no se termina aquí, amiga, pero esto basta para resumir lo bueno. Y es bastante. Es casi todo. Lo demás, lo malo y lo feo, te lo cuento otro día en que me sienta un poco menos optimista.

Como siempre, cierro con un abrazo apretado y, esta vez, agradecido por todo lo bueno,
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