viernes, 3 de julio de 2009

Primera lección

Amiga,

Te prometí traducir los otros dos textos de Justin Torres. Aquí va el primero.


Queríamos más/ Justin Torres

Queríamos más. Golpeábamos los tenedores contra la mesa, hacíamos ruido con las cucharas en las escudillas vacías; teníamos hambre. Queríamos un sonido más alto, más desórdenes callejeros. Subíamos tanto el volumen de la TV que nos dolían los oídos con los gritos de hombres furiosos. Queríamos más música en la radio; queríamos beat, queríamos rock. Queríamos músculos en nuestros brazos escuálidos. Teníamos huesos de pájaros, huecos y ligeros, y queríamos más densidad, más peso. Éramos seis manos crispadas, seis pies ruidosos; éramos hermanos, varones, tres pequeños reyes atrapados en una lucha por más.

Cuando hacía frío, peleábamos por las cobijas hasta que las telas se rompían por la mitad. Cuando hacía demasiado frío, cuando nuestro aliento se convertía en pequeñas nubes heladas, Manny se metía en la cama con Joel y conmigo.

‘Calor corporal’, decía.

‘Calor corporal’, aceptábamos.

Queríamos más piel, más sangre, más temperatura.

Cuando peleábamos, peleábamos con armas −botas y alicates, herramientas de garage− agarrábamos lo que estaba más cerca y lo lanzábamos por el aire; queríamos más platos rotos, más vidrio quebrado. Queríamos más choques.

Y cuando papá llegaba nos golpeaba. Nuestras pequeñas nalgas quedaban destruidas: rojas, en carne viva, marcadas a látigo. Sabíamos que había algo del otro lado del dolor, del otro lado del ardor. Desde nuestras espaldas y fundillos irradiaba un calor ardiente, el fuego consumía nuestras cabezas, pero sabíamos que había algo más, algún lugar a donde papá nos estaba llevando con todo esto. Lo sabíamos porque él era meticuloso, porque era preciso, porque se tomaba su tiempo.

Y cuando nuestro padre se iba, nosotros queríamos ser padres. Cazábamos animales. Nos arrastrábamos por la inmunda quebrada, buscando sapos y culebras de agua. Sacábamos los pichones de pájaros de sus nidos. Nos gustaba sentir el palpitar de los pequeños corazones, la lucha de las diminutas alas. Acercábamos sus caritas de animales a las nuestras.

"¿Quién es tu papi?”, decíamos, y después nos reíamos y los metíamos en una caja de zapatos.

Siempre más, siempre hambrientos buscando más. Pero había momentos, momentos de silencio, cuando nuestra madre estaba durmiendo, cuando no había dormido en dos días y cualquier ruido, cualquier crujir de escalones, cualquier puerta cerrándose, cualquier risa ahogada, cualquier voz por baja que fuera podía despertarla. En esas mañanas cristalinas y quietas, cuando queríamos protegerla, a esa mujer confundida, desbalanceada, efusiva, con sus dolores de espalda y sus dolores de cabeza y su manera de estar siempre cansada, esa criatura desterrada de Brooklyn, esa mujer que siempre hablaba con dureza, y siempre tenía lágrimas en los ojos cuando nos decía que nos amaba, ese amor confundido, ese amor necesitado, su ternura… en esas mañanas, cuando la luz del sol entraba por las grietas de las persianas y se instalaba en nítidas líneas sobre nuestra alfombra, en esas silenciosas mañanas, cuando nos preparábamos papillas de avena y nos echábamos bocabajo con lápices de colores y papeles, con canicas de vidrio que teníamos el cuidado de no hacer sonar, cuando nuestra madre estaba dormida, cuando el aire no olía a sudor o a mal aliento o a humedad, cuando el aire estaba limpio y liviano, en esas mañanas, cuando el silencio era nuestro juego secreto y nuestro regalo y nuestro único logro… queríamos menos: menos peso, menos trabajo, menos ruido, menos padre, menos músculos y piel y pelos. No queríamos nada, sólo eso, sólo eso.


Hasta aquí la primera lección de Torres. Te debo la tercera y última. Es un texto difícil y doloroso que se llama "El Lago". Creo que es el mejor de los tres.

Un abrazo,
r

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