sábado, 29 de octubre de 2011

Entre vivos y muertos


Amiga,

Sigo leyendo el abecedario de Czeslaw Milosz y una de sus entradas me pareció ideal para acompañar la conversación privada que hemos tenido en estos días sobre las desapariciones de seres queridos. El texto de Milosz aparece al final del ABC, como una especie de epílogo en el que el autor explica su deseo de recordar los nombres de las personas y los lugares que ha conocido. Traduzco del inglés un texto que a su vez fue traducido del polaco. Espero que no suene demasiado raro.

Desaparición, de personas, de objetos. Porque vivimos en el tiempo, estamos sujetos a la ley de que nada dura para siempre. Todo pasa. La gente desaparece, como lo hacen los animales, los árboles, los paisajes y, como sabe todo el que vive el tiempo suficiente, la memoria de aquellos que una vez vivieron también desaparece. Sólo unas pocas personas conservan su recuerdo –la memoria de los familiares y los amigos más cercanos– pero incluso en su mente, las caras, los gestos, las palabras se van disolviendo gradualmente hasta desaparecer para siempre cuando ya no queda nadie que pueda dar testimonio.

La fe en una vida más allá de la muerte, que es común a todo el género humano, dibuja una línea entre los dos mundos. La comunicación entre esos mundos es difícil. Orfeo tiene que aceptar ciertas condiciones antes de que se le permita descender al Hades en busca de Eurídice. Eneas puede cruzar gracias a ciertos encantamientos. Los que viven en el infierno, el purgatorio y el paraíso de Dante no abandonan sus lugares póstumos para informarle a los vivos lo que les ha pasado. Para saber de su suerte, el poeta debe visitar la tierra de los muertos guiado por Virgilio, un espíritu él mismo, porque murió hace años en la tierra, y luego por Beatriz, que vive en los cielos.

Sí, pero la línea que divide los dos mundos no es del todo clara entre la gente que profesa el animismo, que cree en la presencia protectora de los ancestros. Ellos continúan existiendo en alguna parte cercana al hogar o al pueblo, aunque no puedan ser vistos. Los cristianos protestantes no tienen un lugar para los muertos y nadie se vuelve hacia ellos pidiéndoles su intervención en el mundo de los vivos. Los católicos, sin embargo, al introducir la intermediación de los santos y multiplicar la cantidad de personas beatificadas, presumen que estos espíritus buenos no están separados de los vivos por un límite intransitable. Es por eso que el día de todas las almas, que se celebra en Polonia, aunque tiene un origen que se remonta al animismo pagano, recibió la bendición de la Iglesia como un gran ritual de intermediación.

Mickiewicz creía en los espíritus. Aunque fue un voltariano en su primera juventud y se burlaba de ellos, mientras traducía la Juana de Arco de Voltaire seleccionó precisamente la escena de la violación de Juana y el castigo al que fueron sometidos en el infierno a los perpetradores de ese crimen. Sus Baladas y su obra Forefathers’ Eve (la noche de los antepasados) podrían servir como un manual de espiritualismo. Y después, ¿no fue él quien le recomendó a la gente actuar en la vida porqie “es muy difícil para un espíritu hacer cosas sin un cuerpo”? Sin mencionar los cuentos, asumidos literalmente, de las almas que entran en los cuerpos de los animales como una forma de castigo, que Mickiewicz aparentemente recogió de la tradición popular o de las creencias cabalistas en la reencarnación.

El rito de los ancestros, original de Bielorrusia, ofrece el testimonio más contundente de la independencia entre los vivos y los muertos, ya que los vivos convocan a los espíritus, ofreciéndoles comida de la manera más terrenal. En la noche de los antepasados de Mickiewicz, pero no solamente allí, los dos mundos entran en contacto. No hay nada aquí que hable de la imposibilidad de regresar de la tierra de los muertos.

Debido a que las personas desaparecen una tras otra y las preguntas sobre su existencia más allá de la muerte se multiplican, el espacio religioso se ubica en los bordes del espacio histórico, si entendemos este último como la continuidad de la civilización. Por ejemplo, la historia de un idioma determinado se presenta como un territorio en el que nos encontramos con nuestros ancestros, aquellos que escribieron en nuestro idioma hace cien años o quinientos años. El poeta Joseph Brodsky solía incluso decir que escribía no para los que iban a venir después, sino para complacer a las sombras de los antiguos poetas. Tal vez vivir inmerso en la literatura no es más que una celebración permanente del día de los antepasados, un llamado a los espíritus con la esperanza de que por un momento se encarnen.

Algunos nombres de la literatura polaca vienen con claridad a mi mente porque su trabajo sigue vivo en el presente; otros no lo están tanto e incluso hay otros que se resisten a aparecer. Pero no me interesa solamente la literatura. Mi tiempo, mi siglo veinte, pesa sobre mí como si yo fuera el administrador de una serie de voces y de las caras de la gente que una vez conocí, o de las que escuché hablar, y que ahora ya no existen. Muchos fueron famosos por algo, esos están en las enciclopedias, pero la mayoría de ellos ya han sido olvidados y no les queda más que hacer uso de mí, del ritmo de mi sangre, de mi mano sosteniendo la pluma, para volver a estar entre los vivos por un breve instante.

Mientras trabajaba en este abecedario, con frecuencia pensé que era preferible indagar en el corazón mismo de la vida y el destino de cada individuo, en lugar de limitarme a los hechos objetivos. Mis héroes aparecen como en un destello, a partir de un detalle no particularmente esencial, pero tienen que contentarse con eso, porque es preferible escapar del olvido, aunque sólo sea de esa manera. Tal vez mi ABC es un libro que escribo en vez de: en vez de una novela, en vez de un ensayo sobre el siglo veinte, en vez de mis memorias. Cada una de las personas que he recordado aquí pone en movimiento una red de alusiones entramadas y de interdependencias relacionadas con los hechos de mi siglo veinte. Si hago un balance final, no me arrepiento de haber mencionado gente importante de una manera tan despreocupada o de haber convertido en una virtud mi informalidad.


Hasta aquí Czeslaw Milosz. Su voz como testigo y su sentido de responsabilidad ante la memoria que guarda de los seres que conoció, en la vida real o a través de los libros, me hace pensar en el valor de dar testimonio. Puede ser verdad que a veces escribimos más para los que se han ido que para los que vendrán. Pero también es cierto que escribimos para no olvidar –creamos o no en una vida inmaterial o en el límite entre los vivos y los muertos– porque sabemos que la memoria que tenemos de los que se han ido se está gastando.

Pero, sobre todo, me gusta la idea de pensar que ese mundo de palabras e imágenes que estamos creando se proyecta hacia una forma del futuro. Como dice la canción de Chico Buarque, tal vez, algún día, dentro de milenios, en alguna ciudad sumergida –después de algún diluvio universal– alguien descubra –“un escafandrista”, dice Chico– los fragmentos que estamos dejando hoy: retratos, cartas, diarios, blogs... “vestigios de una extraña civilización”. Y tal vez entonces renazcan en la mente y en el corazón de esos futuros exploradores los miedos, las angustias, las ansiedades, pero también las alegrías que tratamos de representar en estos torpes textos mientras vamos viviendo.

Te mando un abrazo memorioso,

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