martes, 4 de octubre de 2011

Siete años


Amiga,

Mi hermana está cumpliendo hoy siete años de muerta. Los científicos dicen que las células del cuerpo se renuevan completamente cada siete años. Eso equivale a decir que cada siete años estrenamos un cuerpo nuevo. Para hacer más redonda la cuenta, este año en que tengo 49, mi cuerpo entero ha cumplido ese ciclo de renovación siete veces. A pesar del cambio, el dolor persiste y no parece responder a esos ciclos perfectos. Aunque es verdad que el tiempo hace que aprendamos a vivir con las ausencias y que los rituales nos ayudan a acomodar la tristeza en un sitio donde duela menos.

Lo primero que hice al levantarme hoy fue prender una vela frente al retrato de mi hermana. Es un ritual que, como sabes, sigo desde el primer aniversario de su muerte. No puedo explicar exactamente qué significa, porque no creo en la vida más allá de la muerte. Al menos no creo “racionalmente” en esa posibilidad. Y, sin embargo, cuando enciendo la vela que conmemora el aniversario de su muerte, le hablo a mi hermana y le digo que mientras esté en el recuerdo de los que la quisimos ella va a seguir viva. Le cuento que ya entró el otoño, que hace frío afuera y que el viento resuena en las rendijas de las ventanas. Y le digo que ayer estuve escuchando en su honor las viejas canciones de Armando Manzanero, mientras cumplía con el ritual de limpieza de los lunes.

Porque a Rebeca le gustaban, como a mí, las viejas canciones románticas y le gustaba cantarlas. Me acuerdo que una vez que me fue a visitar a Mérida, cuando yo vivía en La Mano Poderosa, ese caserío cerca de Tabay que tú conoces, fuimos a dar una vuelta por los alrededores y de regreso se nos vino encima una neblina espesa. Rebeca estaba manejando y en el asiento de atrás iban Patricia y Raúl, no tan chiquitos pero niños todavía. Se había hecho de noche de pronto y la neblina nos dejaba ver apenas medio metro delante. Si poníamos las luces altas la niebla se volvía una pantalla blanca y era imposible ver más allá de esa nube densa. No nos quedaba más que ir despacio, adivinando el camino lleno de curvas y cruzando los dedos para que nadie se nos atravesara.

Entonces Rebeca, para calmar a los niños y tal vez para distraerse ella misma de la tensión de manejar en esas condiciones, nos dijo: vamos a cantar. Y arrancó con “Esta tarde vi llover, vi gente correr, y no estabas tú...” Tardamos tal vez una hora en llegar a la casa y en ese recorrido lentísimo pasamos revista a todas las canciones de Armando Manzanero que nos sabíamos: Somos novios, Adoro, Contigo aprendí, Mía, Esperaré, Aquel señor... Cuando se nos acabó la lista de Manzanero nos paseamos por rancheras y boleros hasta que llegamos sanas y salvas a la casa.

Esa costumbre de cantar en los viajes la aprendimos de mi papá, que en los larguísimos recorridos que hacíamos de un extremo a otro del país, cuando nos íbamos de vacaciones, insistía en que no debíamos quedarnos dormidas, porque había que ver el paisaje para conocer el país. Y para mantenernos despiertas –y mantenerse él también alerta– nos hacía jugar “veo-veo” y descubrir la respuesta a sus complicadas adivinanzas y cantar por todo el camino. Por eso, cuando Rebeca me dijo en ese viaje tenebroso en medio de la niebla merideña, “vamos a cantar”, a mí me pareció lo más natural del mundo.

Y por eso entre ayer y hoy he estado escuchando a Armando Manzanero y resucitando los recuerdos que tengo de mi hermana para hacer que siga viviendo en mi memoria, aunque todas y cada una de las células de mi cuerpo ya no sean las mismas de siete años atrás.

Te mando un abrazo cantado,

r

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya no sé cómo llegué a esta entrada en este blog, pero el leerlo me conmovió, tendré que tomarme la tranquilidad y el tiempo que creo el blog se merece para recorrerlo. Un abrazo desde Argentina. Néstor Pérez Vidal

Raquel Rivas Rojas dijo...

Hola Néstor, bienvenido a Notas para Eliza. Es un gusto enorme tener lectores en Argentina. Espero que tengas tiempo de volver por aquí pronto. Saludos!