viernes, 14 de octubre de 2011

Viajar con Neuman


Amiga,

Esta semana terminé de leer el libro de Andrés Neuman, Cómo viajar sin ver (Alfaguara, 2010). Lo compré en la nueva Amazon de España, que es una joya y que me permite pedir los libros editados en la madre patria sin molestar a nadie. Con los resabios que me quedan de nacionalismo, de los que me avergüenzo como es debido, leí primero lo que Neuman tenía que decir sobre Venezuela. Pero desde ya te adelanto que ese capítulo es el menos interesante del libro.

No puedo, sin embargo, dejar de citar la frase que me pareció más acertada, porque creo que es la conclusión a la que llega todo viajero que tiene la desgracia de pasar por la tierruca. Neuman, de paso por Caracas, dice: “Seas quien seas, hagas lo que hagas, pienses lo que pienses, en Venezuela no se puede no hablar de Chávez. Esa es quizá su mayor opresión y su mayor conquista” (p 123).

Hay otras dos frases memorables: “A lo largo de la semana, le digo, todavía no me he encontrado a ningún intelectual chavista. «No creo», me contesta, «que se pueda ser las dos cosas»” (p 129); “«Lo peor de todo», dice una amiga, «es que ni siquiera podemos apoyar a la oposición. No somos chavistas, pero aquí la oposición es nazi»” (p 122).

Creo que en esas frases está el resumen de lo que alguien que viaja, sin necesidad de ver mucho, puede captar en una semana de paso por la tierruca. Pero para medir realmente el impacto de estas impresiones hay que leer el libro entero y sentir la falta de peso que tiene nuestro huequito, nuestro triste lugar, en el espacio latinoamericano. En lo que llamarían aquí el “diálogo” entre los países de América Latina, Venezuela parece un loco de carretera monologando sobre un único y absurdo tema. Todos los demás están hablando de otra cosa, buscando un horizonte nuevo, peleándose entre sí por salir adelante, tal vez, pero abiertos a una discusión agitada con el mundo. Nosotros, mientras tanto, seguimos discutiendo con un fantasma.

Como sea, me quedo con un párrafo del final de Cómo viajar sin ver. Dice Neuman:

Buena parte de mi vida ha consistido en aprender a despedirme. Así se resume el aprendizaje de cualquier vida: darles a las cosas la bienvenida que merecen, despedirlas con la debida gratitud. Desde mi infancia emigrante hasta hoy puedo reconocer una hilera de despedidas, unas mayores, otras minúsculas. En esa sucesión de adioses, cuya longitud se parece al rastro de lo andado, distingo mis transformaciones. Antes, cuando volvía a mi país natal, sentía que yo me despedía de todos. Ahora, no sé muy bien por qué, siento que los demás se despiden de mí. Quizá sea el efecto de haberme acostumbrado a irme. Uno pierde el temor a soltar su equipaje, pero también la certeza de que su contenido le pertenece. Los aeropuertos son el escenario de separaciones desgarradoras. Y me doy cuenta de que he ido pasando, por así decirlo, de despidiente a observador. De protagonista de mis propias despedidas a testigo de las ajenas. Las maneras de irse cambian tanto como los que se van. (p 245)


Hasta aquí Neuman. Su texto me ha servido para mirar la tierruca desde otro lado y también para sentir, o presentir, la distancia que me separa ahora de mi lugar de origen. Creo que he pasado, aunque de otra manera, por ese mismo extraño tránsito entre el dolor de las despedidas y la distancia o la indiferencia –y, también, ¿por qué no? la nostalgia– frente a las despedidas de los otros. Ya no me conmueve demasiado ir o volver. Ya estoy definitivamente en tránsito y ese estado no es otro que el del desarraigo permanente.

No sé qué he ganado en el camino.

Te mando un abrazo volandero,

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