domingo, 8 de agosto de 2010

El agosto que falta

Amiga,

Hoy salió el el suplemento Siete Días de El Nacional una crónica mía que se llama "El agosto que falta". La acompaña una lindísima ilustración de Ugo que quise subir aquí para hacerme un poquito de auto-bombo, pero no pude. Mis habilidades electrónicas no alcanzaron o la imagen está protegida por algún bicho cibernético que no la deja copiar. En todo caso, puedes verla en papel el periódico de hoy. Igual la copio aquí abajo para que puedan leerla los seguidores de este blog que están en otras partes.

Espero que te guste!

Cariños muchos,
r


El agosto que falta

Cuando uno vive en el exilio, entre las penurias y las flacas finanzas que eso implica, es necesario condensar en una estrecha semana el largo mes de agosto que fue una vez sinónimo de vacaciones, cuando estábamos en casa y eran otros los tiempos. En una semana deben caber, apretujados, los rituales de la llegada y el despojo de las rutinas, el tiempo de explorar y de estar sin prisa, así como las lentas despedidas, tratando de fijar el horizonte en un lugar de la memoria, para que nos dure hasta el agosto próximo.

Hubo un tiempo en el que bastaba abrir con descuido un bolso viejo y meter adentro un par de trajes de baño, dos chores, tres franelas, un paño gastado y unas chancletas cómodas. Ese era todo el equipaje que hacía falta y hasta ahí llegaban los preparativos necesarios para pasar un mes a la orilla de la playa. No eran vacaciones de hotel y carro alquilado, no había que reservar con meses de anticipación un vuelo a algún lugar con sol y brisa tibia. Bastaba con pedirle prestada a algún familiar o amigo la casa del Supí o la de Tucacas, o la de Chichiriviche de Falcón, y para allá nos íbamos en caravanas de carros atestados de gente.

En los viajes de ahora hay que ser cuidadoso con el equipaje. Hay que recordar las medidas de seguridad y excluir los líquidos del bolso de mano, los objetos puntiagudos y los encendedores. No hay que olvidar el pasaporte y hay que hacer lentas colas en los aeropuertos al salir y al entrar. Hay que pasar por el engorroso trámite de buscar el carro que alquilamos, si es que tuvimos el presupuesto para darnos ese lujo. Y después hay que lidiar con los mapas y las señales de tránsito en un lugar desconocido, donde se habla un idioma casi siempre distinto al que aprendimos de niños. Nada es familiar, todo es agobio y susto de la primera vez. Todo es tenso y distante.

Pero en aquellas generosas vacaciones de playa, en las casas de largos corredores que se llenarían de hamacas, la llegada era seguida con naturalidad por una especie de asentamiento progresivo. El ritual de tomar posesión del espacio comenzaba con las señoras adueñándose de la cocina y estableciendo el orden que reinaría a continuación por todo el mes. Después cada quien elegía el lugar en el que quería dormir, marcando una alcayata con su cabuyera distintiva. Más tarde, nos despojábamos de las ropas de la ciudad y nos enfundábamos en trajes de baño que se convertirían en nuestra segunda piel, acumulando sol y arena. En las tardes podíamos quitarnos de encima el agua salada y ponernos al menos un traje de baño seco. Pero siempre estaba la excusa de la plaga para quedarse días sin lavarse ni cambiarse. Los mosquitos no te pican si el salitre te cubre con su manto oloroso.

Adueñarse del cuarto de un hotel es imposible. Y menos en una breve semana en la que sales en volandas apenas apunta el primer rayo de sol y llegas a dormir a media noche, sin ánimo de nada que no sea una ducha rápida y un sueño quieto. Todo hay que aprovecharlo al máximo cuando se tiene poco tiempo y se está en un lugar en el que nunca se ha estado antes y al que tal vez no se regrese jamás. Es la prisa de verlo todo lo que echa a perder la intención de descanso. No hay reposo en el ánimo del que descubre. Con la guía turística en la mano y el mapa sobre las piernas, cada jornada es una invitación a la aventura sin pausa. Nada se repite y por lo tanto nada se procesa con la lentitud de la reparadora rutina.

En aquellos agostos multitudinarios, sin embargo, los días respondían a una rutina cadenciosa y reconfortante. Cada desayuno parecía un almuerzo, con arepas y carne y caraotas refritas y queso fresco y revoltillo de huevo con tomates. En todos los almuerzos, elaborados y abundantes, se anunciaba de manera infalible que no habría cena, porque estábamos comiendo a las cinco de la tarde. Pero todas las noches alguien hacía una torta de pan o una inmensa palangana de arroz con leche o batía un ponche caliente con nuez moscada y la cena se volvía una fiesta donde se planeaba sin falta la comilona del día siguiente.

Comer en restaurantes no es lo mismo. Tiene sin duda el encanto de la novedad, si se logra adivinar lo que la carta dice en un idioma extraño. Pero hay que sentarse derechito con la servilleta sobre las rodillas y usar cubiertos como es debido y no chuparse los dedos. No se vale pedir queso para acompañar, ni servirse una cucharadita más de arroz para terminar con el bocado de pollo que ha quedado en el plato. Las comidas que se hacen en las vacaciones del exilio, donde uno anda solo o acaso con su pareja, están llenas de silencios, de frases a medias porque las explicaciones sobran, de planes que no incluyen las semanas que vienen sino apenas el día que está por venir.

En cambio, no había un segundo de silencio en las viejas tardes de agosto, en las que podíamos juntarnos treinta o cuarenta parientes, entre padres, hermanos, primos y tíos. Todo eran gritos y órdenes, reclamos y advertencias, encargos o quejas. Todo el mundo hablaba todo el tiempo, respetando apenas las sutiles jerarquías que ordenan en toda familia el derecho a la palabra. Porque agosto era el mes en el que a los jóvenes se nos permitía la irreverencia. Y por eso inventábamos juegos que incluían a los mayores. Escondíamos los zapatos de los abuelos debajo de los carros, poníamos hielos sobre el mosquitero de la tía que dormía a pierna suelta, le pintábamos de morado las uñas de los pies al tío que había caído rendido después de tomarse más cervezas de las que podía soportar. Hasta el más respetable de los viejos corría el riesgo de encontrar su hamaca llena de migas de pan cuando iba a recogerse al final del día.

No hay juegos en la escasa semana de vacaciones del exilio. Uno mira jugar a los niños de otros desde la seguridad de una sombrilla y vuelve con terquedad a la misma línea que estaba leyendo antes de que los gritos destemplados interrumpieran la lectura. Cuando el sol aprieta, uno camina sin prisa hasta la orilla de la playa y mete los pies sin demasiado ánimo en el agua helada. El horizonte parece igual de azul que el de aquel otro mar. Pero cuando finalmente uno se sumerge y se obliga a nadar más de cinco minutos, el recuerdo de otras aguas más tibias agobia de tal modo que hay que volver a la seguridad de la sombrilla, sin otro juego en mente que planear el próximo destino y contar los días que faltan para volver a casa.

En los remotos agostos bañarse en la playa era cosa de horas. Se nos arrugaban los dedos de las manos y de los pies y a las seis de la tarde, con el sol encendido volviéndose una rendija roja en el borde del agua, era un pleito diario renunciar a la última zambullida. Nadie contaba los días sino hasta la víspera del regreso, cuando se hacía inventario de los restos de comida y se repartían las cargas entre los carros y las camionetas y se hacían otra vez las maletas de cualquier manera, agregando tal vez alguna concha marina al arrugado equipaje. La última noche uno colgaba por última vez su hamaca y se entregaba a dormir sin nostalgias, sabiendo que el año siguiente habría otro agosto igual.

Cuando en el exilio llega el tiempo de volver, uno pasa las últimas horas tomando fotos de todo lo que ve, confiando en que la cámara registre lo que será imposible recordar apenas unos meses más tarde. Cada muro, cada ventana, cada farol cuenta. Los últimos minutos se van en el vano esfuerzo de atrapar un recuerdo que se sabe de antemano perdido. Al hacer las maletas siempre hay que arreglárselas para que entren en las rendijas los recuerditos que se han comprado. Porque hay que llevarse al menos un objeto del lugar que dejamos atrás, para añadirlo a la colección de recuerdos de otros tantos lugares a los que hemos ido sin certeza de regresar.

La última visión de aquellas semanas de playa era el desmantelamiento de las hamacas que habían poblado el corredor con sus variados colores y distintas texturas. El campamento se venía abajo, pero el tiempo que había pasado entre comilonas y baños interminables volvería sin falta. Así que no había nostalgia en la despedida. Cuando cerrábamos las ventanas y poníamos los candados en las puertas no anticipábamos el tiempo en el que ya no sería posible juntar a toda la tropa y repetir la hazaña de convivir otra vez por semanas. No necesitábamos mirar largo para recordar aquel lugar familiar del que no nos estábamos alejando para siempre. El tiempo de la diáspora estaba todavía lejano. Volver a casa, entonces, a finales de agosto, era prepararse para empezar de nuevo, sin ansiedades y sin apuros. El futuro no implicaba sobresaltos y nada podía pasar más que la vida misma.

Volver de vacaciones en el exilio es recordar que estamos lejos y que ya nunca más volveremos a casa. Pero en el lugar en el que vivimos, sea donde sea, siempre hay algo que nos recuerda de dónde venimos y lo que hemos sido. Tenemos en la sala una hamaca huérfana, que descolgamos con un punto de pudor cuando vienen las visitas, como quien esconde en el ático a la loca de la casa. Es una hamaca de colores chillones, anaranjados, amarillos, azules y verdes, que compramos en Margarita alguna tarde de intensa resolana. Una guacamaya del trópico extraviada en medio de los plomizos grises y los tenues azules del otoño que se apura en llegar. Entre sus tonos alegres la nostalgia encuentra siempre acomodo y al amparo de sus hilos nos espera cada vez otro agosto.


(Texto publicado originalmente en el suplemento Siete Días, El Nacional, Caracas, 8 de agosto de 2010)

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