jueves, 12 de febrero de 2009

El caso curioso...



Amiga,

Ayer vimos una de las películas nominadas al Oscar, “El curioso caso de Benjamin Button” (David Fincher, 2008). Desde hace tiempo estoy con la idea de contarte sobre algunas de las películas que he visto y creo que este es un buen lugar para empezar. La película es, ante todo, conmovedora. Y la razón es que se trata de una historia optimista que está enmarcada en una tragedia. Desde el principio sabemos que el protagonista ha muerto y nos cuenta la historia a través de un diario que le ha dejado a la mujer de su vida, quien está moribunda en la cama de un hospital, el día en que el huracán Katrina llega a New Orleans. Es decir, estamos ante una triple desgracia o ante una desgracia que se desdobla en posibilidades infinitas.

Y, sin embargo, es una serie de eventos terribles que encierra en su centro una historia de amor incondicional. ¿Qué puede ser más atractivo? Pero no es sólo eso, estamos también ante la revelación de un secreto que parece evidente pero que se confirma bien avanzada la historia. Un secreto de identidad digno de las tramas novelescas más puras.

Durante toda la película la historia viaja al pasado y vuelve para recordarnos un presente en el que una catástrofe natural, de la que todos hemos sido testigos, destruirá sin remedio vidas y propiedades, pero también mostrará el lado humano de la gente. Es ahí donde la historia engancha los acontecimientos de casi un siglo con el aquí y ahora del público y la apelación sentimental se vuelve inevitable.

Pero por qué es imposible resistir la identificación con estos personajes. Porque sufren, porque son hermosos, porque son buenos y no le hacen daño a nadie, porque aunque pueden llegar a tener cosas –incluso dinero de una herencia- el mundo material no es importante para ellos. Creo que es en este punto donde la película realmente resulta imposible de resistir. Estamos frente a una historia en la que el mundo material está ahí sólo para sostener las pasiones, los sufrimientos y los sueños de seres humanos que tienen muy poco o casi nada o que sólo se tienen entre sí. Es una historia de compasión y solidaridad incondicional, sustraída de los avatares materiales de la existencia.

Por eso el escenario perfecto de gran parte de la película es un ancianato donde una mujer negra de New Orleans se encarga, con infinita paciencia, de cuidar viejitos a los que ya no les queda nada más que esperar la muerte. Los otros dos escenarios son un barco destartalado capitaneado por un marino borracho y una academia de baile que dirige una bailarina frustrada. Lo demás es transitorio, es la guerra, el teatro, el espectáculo que apunta sus luces hacia otro lado tan pronto los seres predestinados caen en desgracia.

Sólo en un escenario así podría ser creíble el paso por la existencia de un sujeto que, en lugar de envejecer como todo el mundo, nace viejo y se va poniendo cada vez más joven. Porque lo que la película construye es un lugar ajeno a las diferencias, de edad, de raza, de género o de posición social. O un lugar donde el éxito y el fracaso carecen de relevancia. Nadie en esta historia resulta superior o inferior a otro. Ese es el gran encanto de esta historia utópica: en un mundo al borde de la catástrofe, lo único que queda en pie es vivir más allá de las apariencias, sin aspiraciones a otro bien que no sea la entrega absoluta. Conscientes de que al final la muerte nos iguala a todos.

Es inevitable salir del cine convencidos de que esa película se merece el Oscar y todos los premios a que está nominada. No sólo por razones técnicas, que serían suficientes porque la película es técnicamente impecable. Sino porque en estos tiempos de crisis económica, donde la pérdida de objetos materiales es una amenaza y una realidad para mucha gente, la historia ideal es aquella que nos recuerda que lo que nos hace humanos no es lo que ostentamos, sino lo que seguimos teniendo cuando todo se ha perdido.

Vista así, puede resultar una historia empalagosa de tan optimista. Es un relato que parte de un principio utópico tan extremo que sólo podemos aceptarlo como un cuento de hadas. Y, sin embargo, tal vez es eso lo que el público necesita en estos tiempos. La ilusión pura de que podemos ser mejores. A fin de cuentas, es de esa ilusión que se alimenta gran parte de la industria del entretenimiento.

Cariños,
r

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