lunes, 15 de septiembre de 2008

Viajar con gato


Amiga,

El cuento del viaje con Gussi tiene un final feliz que ya te he adelantado, pero te debo los detalles, así que aquí van. Como sabes, una de mis condiciones para aceptar de manera definitiva el exilio era que pudiera traerme conmigo a mi gato, que es como mi bebé. Sin él, me parecía que la familia no estaría completa. Así que, desde que decidimos que yo me vendría a vivir de este lado del mundo, hemos estado casi un año tratando de cumplir con ese propósito de reunificación familiar. Llegar a Francia con Gussi era la primera etapa.

El domingo, antes de viajar, me compré en el mercado de Mérida una talla de Santa Bárbara y cuando estaba haciendo la maleta le ofrecí una vela al llegar a París, si todo salía bien y mi gato llegaba sano y salvo. Pues así fue, gracias a Santa Bárbara y a unas pastillas milagrosas que mantuvieron a Gussi en calma por más de diez horas. De haberlo sabido, no me hubiera pasado meses preocupada, ni hubiera dormido a saltos apenas un par de horas la noche anterior al viaje, ni me hubiera devanado los sesos tomando miles de precauciones imaginarias ante los miles de peligros probables e improbables que nos esperaban.

El vuelo de Mérida a Caracas salió casi a tiempo, lo que era ya un muy buen augurio. Bajo la recomendación de José Ángel, el Gussi fue cómodamente instalado en la parte de atrás de la cabina y pude asomarme a mirarlo un par de veces mientras volábamos. Pero al llegar a Maiquetía no fue posible que me lo entregaran al salir del avión y tuve que esperarlo en la correa de las maletas. Le pregunté a un funcionario por dónde iba a aparecer mi gato y me aseguró que me lo traería alguien en persona. Era mucho pedir, por supuesto. El Gussi salió por la mismísima correa de las maletas, asustado y desorientado. Un murmullo de asombro lo acompañó por el camino hasta que logré rescatarlo. Lo monté en un carrito junto con mi maleta, que para variar pesaba 25 kilos, y nos fuimos rumbo al aeropuerto internacional, por el flamante pasillo conector, que está recién inaugurado y ya tiene más de la mitad de las correas caminadoras dañadas.

Al llegar al lado internacional del aeropuerto el carrito “no puede pasar”, me anunció casi con alegría uno de esos señores que se ganan la vida llevando las maletas de la gente de un lado a otro. Por supuesto ellos saben que es imposible que des dos pasos con una maleta que pesa 25 kilos, un gato que pesa siete –con todo y kennel- y un bolso de mano que sin mucho exagerar podía estar pesando más de los cinco kilos reglamentarios. Así que ni modo, me tocó pagar 20 mil viejos bolívares de transporte por el breve trayecto que va desde la salida del pasillo hasta el mostrador de Air France. La cola estaba corta, apenas eran las diez de la mañana, pero no me dio ni tiempo de pensar en eso, cuando ya estaba otro señor de los que hacen “gestiones” en el aeropuerto diciéndome que –para que aprovechara el tiempo- debía ir a la oficina del Ministerio de lo que antes era Agricultura y Cría y ahora no tengo idea de cómo se llama pero empieza Ministerio del Poder Popular para... Ahí había un veterinario que debía chequear todos los papeles y revisar al gato antes de viajar.

Dudé un poco, porque por instinto desconfío de la gente que intenta hacerte “favores” en Venezuela en general y en el aeropuerto de Maiquetía en particular. Pero la verdad es que faltaba al menos una hora para que abrieran el mostrador de Air France y si había que hacer algún trámite burocrático era mejor salir de eso de una vez. Así que le dije al hombre que sí y me fui casi trotando detrás de él, que llevaba a Gussi y a mi maleta como si fueran dos plumas livianísimas. En el camino el señor que cargaba mis más preciadas pertenencias me iba preguntando si ese era un gato fino, un gato que costaba mucho real. Yo iba al lado tratando de convencerlo de que no, que era un gato normal y que la verdad era que no tenía idea de cuánto costaba. Uno de mis terrores en los últimos meses había sido imaginar que alguien se antojaba de apoderarse de Gussi en el aeropuerto para venderlo, a cuenta de que se supone que es un gato carísimo.

Cuando pensé que ya tenía convencido al cargador del poco valor de mi gato, entramos en la oficina del veterinario que debía darnos el visto bueno para salir... y después de saludar y mirar a Gussi lo primero que el hombre dijo fue: “¡ese gato vale más de tres millones de bolívares!”. Por supuesto que ahí me entró otra vez el pánico. ¿Qué tal si este cargador se encompinchaba con otro de los que trabajan cargando los aviones y decidían ganarse el premio gordo negociando con mi gato?. Por supuesto que negué de manera contundente que Gussi tuviera semejante valor. Argumenté que estaba castrado y que no era un persa puro. Pero al mirar de reojo al hombre que me había acompañado me di cuenta de que no podía ocultar su cara de satisfacción al ver confirmada su teoría por un experto.

Total que la tal inspección duró casi tres cuartos de hora. El veterinario estaba muy interesado en conversar sobre gatos, sobre el tipo de papeles que yo tenía, sobre quién me los había gestionado y cuánto me habían cobrado por las diligencias. Traté de no dar demasiados detalles porque no quería involucrarme en una investigación sobre gestores ilegales o algo parecido. Finalmente resultó que todo el papeleo que se estuvo haciendo en Caracas, desde que llegamos a Mérida hace un mes, se podía hacer íntegro en el mismo aeropuerto. Y no hacía falta pasar tres semanas esperando que todo el proceso pasara por el Ministerio y luego por Relaciones Exteriores, porque ya nadie exige apostillar el permiso de exportación de los animales. ¿Cómo podíamos saber eso? El veterinario insistió en preguntarme cuánto me habían cobrado y yo me hice la loca. Ni muerta le hubiera dicho que todo ese papeleo innecesario me costó más de 500 bolívares de los fuertes.

Por suerte, pasadas las once y media, el veterinario se quedó sin preguntas y sin más planillas que llenar, sellar y firmar y me dejó ir. No sin antes tomarle un par de fotos a Gussi con su celular. Regresé a la cola de Air France trotando detrás del señor García, quien a estas alturas ya me había dicho su nombre. Me cobró 30 BsF por la gestión y se puso a la orden por si necesitaba sacar fotocopias extra de los papeles de Gussi.

Tenía sólo dos personas delante y no se tardaron más de lo necesario. Pero la cola se paró cuando yo llegué y anuncié que viajaba con una mascota. Ah! –dijo la joven que me atendía- usted es la que viaja con la mascota. Me sentí de lo más extraña, porque todo el asunto parecía un acontecimiento especial. Se armó un gran revuelo cuando coloqué el enorme kennel de Gussi sobre el peso y resultó que pesaba ocho kilos. Habían sido siete en Mérida, pero ya se sabe que los pesos no son instrumentos que brillan por su exactitud. Hubo un largo conciliábulo al final del cual se me informó, con consternación, que el gato no podía viajar conmigo en la cabina, porque pesaba mucho y el kennel era demasiado grande. Yo venía preparada para esto desde que le compré a Gussi su mansión portátil, pero aún así puse cara de la peor circunstancia a ver si lograba algo. No fue posible. Lo único que logré fue que me dejaran quedarme con él hasta las dos de la tarde en lugar de entregarlo inmediatamente.

Después de pagar lo que costó el pasaje de Gussi, medido en kilos como si fuera exceso de equipaje, me dieron finalmente mi tarjeta de embarque y me fui con mi gato a comer algo. Los lugares de comida rápida estaban atestados de gente, así que comí en un restaurant de pastas y pizzas que hay justo arriba del mostrador de Air France. Me tomé mi tiempo para almorzar, leí un rato, tomé café... mientras todo el que entraba y salía del lugar tenía que ver con Gussi. Es difícil explicarlo, pero la gente tiene una noción muy rara de los animales domésticos. Yo no podría bajo ninguna circunstancia confundir a un gato con un perro. Y sin embargo la primera pregunta que me hacía todo el mundo -y puedo jurar que fueron más de diez personas, de todas las edades, géneros y condiciones- era ¿qué es eso? ¿un gato o un perro? De más está decir que hacían la pregunta después de ver al animal, no antes.

Gussi, mientras tanto, estaba de lo más tranquilo. No le afectaba ni su fama ni su supuesto valor en el mercado. En la mañana le había dado un calmante, con un poco de sentimiento de culpa la verdad sea dicha, y le había empezado a hacer efecto hacía ya rato. Miraba con profunda indiferencia a la gente asomarse a verlo y les escuchaba hacer preguntas ociosas sin inmutarse. Eso me tranquilizó y cuando dieron las dos de la tarde y tuve que dejarlo en el mostrador de Air France, después de miles de recomendaciones a todo el que quiso oírme, me fui un poco menos angustiada.

Al entrar a la zona de embarque me instalé frente al inmenso 747 en el que nos veníamos a París. La idea era constatar que a mi gato lo montaban en el mismo avión en el que iba a embarcarme yo. Pero no fue posible. El proceso de cargar un avión de esas dimensiones es mucho más lento y complicado de lo que creemos los simples mortales. Por más que estuve dos horas frente al inmenso ventanal viendo cada uno de los movimientos de quienes iban y venían con cargas de diverso tipo, no fue posible ver a mi gato por ninguna parte. Cuando ya me tocaba embarcar tuve la suerte de ver a la joven que me había hecho el chequeo en el mostrador y le pregunté por mi gato. Casi la amenacé con el dedo jurándole que si mi gato no llegaba al otro lado a mí me iba a dar algo y nos iban a tener que pagar a los dos como nuevos. Ella me aseguró que el gato había bajado a salvo y que estaba de lo más tranquilo: ¡milagrosas pastillas!

Te ahorro el cuento de la hora y media que estuvimos esperando que la Guardia Nacional terminara de revisar no sé qué equipaje “sospechoso” y las nueve horas de suplicio en el aire, con un compañero de asiento que no había salido jamás de los límites patrios. Al llegar a París todos mis temores y mis angustias volvieron como si nada. Yo no me había tomado ningún calmante y tenía los nervios de punta de solo pensar que a Gussi le hubiera pasado algo. Nos asignaron la correa 41 y las maletas se tardaron casi media hora en salir. Mientras tanto Lyo esperaba afuera y me miraba dar vueltas de la correa de las maletas al lugar por donde me dijeron que debían traer a Gussi. Finalmente, cuando vi el kennel de mi gato abandonado en el medio del pasillo, íngrimo y solo, casi corro para ir a recogerlo. Unos funcionarios me hicieron señas de que no se podía correr en el aeropuerto y yo traté de no hacerlo mientras me miraban. Cuando vi a mi gato sano y salvo dentro de su jaula cinco estrellas me volvió el alma al cuerpo. Lo subí en el carrito en el que ya había montado mi pesada maleta y me dirigí a la salida, esperando que en algún momento alguien me parara para indicarme que debía declarar que estaba entrando con un animal del tercer mundo al impoluto y sacrosanto continente europeo.

Nada. Nadie me detuvo. ¡Nadie me pidió ni uno solo de los seis o siete papeles que tardé más de seis meses en sacar... !

Así que salí feliz por la puerta con mi gato a salvo. Renové mi promesa a Santa Barabarita y cuando me encontré con Lyo afuera me di cuenta de que finalmente había logrado reunificar a la familia.

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