Estuve concentrada escribiendo,
hasta que me agarró una gripe que debe haber llegado con Lyo desde
el medio oriente (estuvo en Omán hasta hace unos días). Como hoy mi
cabeza parece estar más de allá que de acá, me puse a leer
noticias viejas en la prensa y me encontré con un texto que no puedo
dejar de traducirte. Se trata del brevísimo discurso de aceptación
que pronunció el mes pasado la extraordinaria Úrsula K. Le Guin al
recibir lo que en español podríamos llamar el Premio Nacional de
Literatura, en los Estados Unidos.
Abajo van las palabras de la gran
dama de la fantasía y la ciencia ficción, que a sus 85 años sigue
siendo brillante y lúcida como pocos.
A los que otorgan este hermoso
premio, mil gracias, de corazón. A mi familia, mis agentes, mis
editores, sepan que el que yo esté aquí se debe tanto a su trabajo
como al mío y que la hermosa recompensa les pertenece tanto a
ustedes como a mí. Me alegro de aceptarlo y compartirlo en nombre de
todos los escritores que han sido excluidos de la literatura por
tanto tiempo: mis colegas autores de libros de fantasía y ciencia
ficción, escritores de la imaginación, que por cincuenta años han
visto cómo las hermosas recompensas han sido sólo para los autores
llamados realistas.
Vienen tiempos duros, tiempos en
los que desearemos escuchar las voces de aquellos escritores que
puedan imaginar alternativas al modo como vivimos hoy, que puedan ver
más allá de nuestra sociedad –atacada por el pánico y rodeada de
tecnologías obsesivas– hacia otras formas de ser, que puedan incluso
concebir verdaderos lugares para la esperanza. Necesitaremos
escritores que puedan recordar la libertad: poetas, visionarios,
realistas de una realidad mayor.
En este momento, necesitamos
escritores que conozcan la diferencia entre la producción de un bien
de consumo para el mercado y la práctica de un arte. Desarrollar
materiales escritos que se acomoden a las estrategias de ventas, con
el fin de incrementar las ganancias corporativas y los ingresos
publicitarios, no es equivalente a la práctica responsable de
escribir y publicar libros.
Y aún así, he visto a los
departamentos de ventas tener un mayor control que los departamentos
editoriales. He visto a las mismas editoriales que publican mis
libros, atacadas por un absurdo pánico lleno de ignorancia y
codicia, cobrarle a las bibliotecas públicas por un libro
electrónico seis o siete veces más de lo que cobran por esos mismos
libros al público en general. Acabamos de ver a una empresa de esas
que obtienen excesivas ganancias intentar castigar a una editorial
por desobediencia, y hemos visto a escritores amenazados por una
guerra santa corporativa. Y veo a muchos de nosotros, los
productores, los que escriben los libros y los que hacen los libros,
aceptando esta situación, dejando que los que sacan provecho del
mercado nos vendan como desodorantes y nos digan qué publicar, qué
escribir.
Los libros no son sólo
mercancías. La acumulación de ganancias entra con frecuencia en
conflicto con los objetivos del arte. Vivimos en el capitalismo y
parece imposible escapar de su poder, pero también parecía
imposible escapar del poder divino de los reyes. Los seres humanos
pueden enfrentarse a cualquier poder humano y cambiarlo. La
resistencia y el cambio comienzan a veces en el arte. Y con mucha
frecuencia en nuestra forma específica de arte, el arte de las
palabras.
He tenido una larga carrera como
escritora. Una muy buena carrera, en buena compañía. Aquí, al final de
esa carrera, no quiero ver cómo la literatura americana se vende al
mejor postor. Nosotros, los que escribimos y publicamos libros,
queremos y debemos demandar nuestra parte de las ganancias; pero el
nombre de nuestra más hermosa recompensa no es ganancia. Su nombre
es libertad.
Hasta aquí las palabras de Úrsula
K. Le Guin, que puedes escuchar de viva voz en su página web.
Su demanda de libertad para escribir
lo que sea que seamos capaces de imaginar me parece imprescindible en estos tiempos. Y
eso vale tanto para los que escribimos ficción como para los que
escribimos ensayos y libros académicos. Para los que soñamos,
pensamos y enseñamos. Porque la desmedida ganancia, que es el
último objetivo de la cultura corporativa, no puede ser la regla por
la cual se mida la imaginación o el pensamiento. Pero, agrego yo,
tampoco el poder del Estado –tenga la ideología que tenga– puede
pretender imponerse y coartar la libertad de los que reclaman su
derecho a imaginar el mundo.
En efecto, todo poder humano puede
contrarrestarse y cambiarse. Y la literatura está ahí para empujar el carro.
Con este impulso libertario te dejo, agregando
además cariños muchos,
Esta es una bitácora del exilio dedicada a mi amiga Eliza, con quien he mantenido una correspondencia privada que lleva más de veinte años... y que ya es hora que se vuelva pública, ¿verdad amiga?
No hay comentarios:
Publicar un comentario