viernes, 3 de octubre de 2014

¿Quién necesita identidad?



Amiga,
Acabo de regresar de Londres, donde estuve hablando sobre Doña Bárbara en una clase de postgrado del King´s College y sobre Historia menuda de un país que ya no existe, de Mirtha Rivero en un seminario de investigación. Dos eventos separados en los que sentí que estaba tratando de explicar un país al que ya no pertenezco, en un idioma extraño, sin tener en realidad una idea clara de cómo hacerlo.
Algunos asistentes me hicieron preguntas que traté de responder lo mejor posible, dudando mucho y con muy pocas certezas, no sólo porque estaba hablando en inglés, sino también porque a estas alturas hace rato que dejé de creer en la posibilidad misma de explicar lo que sucede en Venezuela. La tierruca se me ha vuelto un lugar tan extraño y lejano que cada vez me siento menos capaz de representarlo. Es por eso que declaré ayer mismo que éste sería el último evento académico al que asistiría en mi vida. Al menos de este lado del mundo.
¿Cómo explicar, en un evento académico, que los venezolanos parecemos estar viviendo hoy en al menos dos universos paralelos? ¿Cómo describir de manera convincente la obsesión que tenemos con nombrar la realidad desde trincheras opuestas? ¿Cómo hacer entender que frente a una misma realidad hay siempre dos discursos que no sólo no son compatibles sino que ni siquiera tienen puntos en común? ¿Cómo hacer todo esto sin elegir un lado, sin reconocer que mi propia visión también está marcada por una frontera, enraizada en una trinchera?
Uno de los colegas presentes me reclamó, o más bien me previno, sobre ese deseo de llegar a un consenso. Un consenso que sí existe aquí desde hace años y que, según él, le ha hecho mucho daño a la sociedad británica. Mi respuesta no fue satisfactoria y fue una de las preguntas que hubiera querido tener la oportunidad de volver a responder. Hubiera querido decirle que lo que queremos, los que aún creemos en la democracia, no es un consenso absoluto, sino al menos un espacio para el diálogo de todas las fracciones que hoy se atrincheran cada una en su hueco, negándose a reconocer la existencia de los demás.
Otro colega me preguntó por qué necesitamos definir una identidad si hoy en día las identidades son sólo otra forma de la opresión y a lo que debemos aspirar es a la destrucción, al desmontaje de todo discurso identitario. Estuve de acuerdo en que lo ideal sería que no tuviéramos necesidad –nunca– de definir un nosotros. Ni en Venezuela ni en ninguna parte.
Pero dije también que la necesidad de definirnos es parte de la naturaleza humana y que aunque nosotros mismos no queramos definirnos, como individuos, cada vez que se nos interpela con las preguntas ¿quién eres tú? o ¿de dónde vienes? no nos queda otra opción que responderlas, como sabe muy bien cualquier exiliado. Porque las preguntas identitarias tienen una fuerza, una violencia, difícil de resistir. Y esto se multiplica cuando se trata de países enteros y cuando se producen diásporas como la nuestra.
Tampoco creo que mi respuesta haya sido satisfactoria en este caso. Y por eso lo seguimos conversando con Katie Brown frente a un pub en el laberinto de calles que rodea LSE, el vecindario del nuevo edificio Virginia Woolf del King´s College, donde está el departamento de español y portugués.
El tema de la identidad es largo y complicado. Fue uno de los temas discutidos en Cambridge y que parece dejar a todo el mundo insastisfecho. Con razón. Pero creo que si elegimos dejar el tema de lado y decidimos –dando un manotazo al aire– que es un tema fascista y que no tiene interés alguno en estos días, lo que estamos haciendo es abandonando un campo de batalla que hoy en día es más significativo que nunca.
Cuando un gobierno con aspiraciones de hegemonía absoluta se adjudica el derecho de definir quiénes entran en la categoría de “venezolanos” o de “patriotas” y quiénes están excluidos de ese territorio, no es recomendable –al menos en términos políticos– abandonar la discusión. Porque la identidad no es una realidad que cuelga en las matas como si fuera un mango. La identidad es un espacio de significación, una red discursiva, y su riqueza y su existencia misma dependen de que haya muchos discursos constituyéndola. Si esos discursos se reducen a un solo lado, a una sola visión, entonces la identidad se nos quedará incompleta y habrá muchos que se quedarán afuera. Todos los fanatismos están hechos con esas visiones parciales.
La identidad es todos los discursos que nombran el nosotros, todos juntos y revueltos. Y esa pluralidad debe seguir alimentándose, sin abandonar nunca el campo de batalla o el terreno de juego. En este caso también, como en tantos otros, el que calla otorga. Estas y otras razones estuvieron presentes en la discusión posterior al seminario y luego me siguieron dando vueltas, en inglés y en español, durante lo que quedó de ese día. Creo que en sueños seguí también armando argumentos para explicar y comprender el modo como funcionan los discursos identitarios en Venezuela.
Al regresar hoy al mundo electrónico en el que me pongo al día con lo que sucede en la tierruca, me encontré con la inmensa polémica alrededor del asesinato del parlamentario oficialista Robert Serra. No sé quién puede alegrarse con la muerte de otro ser humano. No se me ocurre siquiera que sea posible que, en Venezuela, donde tantas familias han sido devastadas por la tragedia de perder a un ser querido en un hecho violento, exista quien pueda festejar que se esté sumando otra víctima a la ya larga lista. Dos víctimas, porque junto a Serra mataron a su asistente, María Herrera.
Este caso sirve para mostrar, una vez más, que en la tierruca la realidad se construye discursivamente de maneras siempre contradictorias y excluyentes. En este caso, como en tantos otros, tampoco hay un mínimo consenso que permita elaborar un plan de acción basado al menos en un par de premisas comunes. Porque cuando –desde el oficialismo– se ofrece que el caso será investigado y los culpables serán llevados a la justicia, esta promesa se hace al mismo tiempo y a veces casi en la misma frase en la que se acusa a la oposición de algún tipo de complicidad con lo ocurrido. Y cuando –desde la oposición– se lamenta una muerte más, dos muertes más, se hace en medio de una diatriba política en la que se acusa al gobierno de no hacer su trabajo más elemental, que es el de cuidar las vidas de todos los venezolanos.
Ojalá, amiga, que esta vez sí, de verdad, se haga justicia. Pero no tengo esperanzas. Creo que, cuando el polvo y la ventolera se asienten, esta muerte también será olvidada, como tantas otras. Porque no hay voluntad de verdad en el estado venezolano. Sólo hay revanchismo, paranoia y deseo de venganza. Y con esos sentimientos no se alcanza una justicia real.
Te mando un abrazo adolorido,
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