miércoles, 29 de octubre de 2014

Recordar las casas 7



Amiga,

He tratado de escribir varias veces sobre la séptima casa en la que viví en mi vida y por alguna razón el texto se me queda siempre a medias. Tal vez porque en realidad no recuerdo mucho de esa casa de Barquisimeto en la que apenas viví unos meses con mi familia antes de montar tienda aparte para siempre. Me acuerdo que quedaba en una esquina con la Avenida 20, pero muy lejos del centro. Cuando la familia se mudó a esa casa ya yo había comenzado clases en la UCV, en enero de 1979. Así que sería tal vez julio o agosto de ese año que la familia salió de Caracas. Siempre nos mudábamos por esas fechas para poder comenzar el año escolar en el nuevo colegio.

Me acuerdo que la casa tenía una reja alta afuera, pero no era una pared cerrada como las que se usaron después, sino una reja pintada de blanco y rodeada por un marco de concreto que recuerdo también blanco. La casa hacía esquina, así que la cerca daba la vuelta y llegaba al otro lado, donde había un portón que no recuerdo haber visto nunca abierto. El carro se estacionaba siempre en la calle, sin demasiados sobresaltos. En esa época mi papá tenía un Mercedes azul que había comprado usado y estaba muy orgulloso de sus asientos de cuero y de su poderosa máquina que apenas se escuchaba al arrancar.

Rebeca me sacaba a dar una vuelta en ese carro cuando no había nadie en la casa o los viejos estaban durmiendo la siesta. Era un carro enorme, pero tan suave y fácil de manejar que hasta yo, que apenas estaba aprendiendo, podía dar una vuelta a la manzana sin tener ningún accidente. Era como si se manejara solo. No sé cuántas vueltas a la manzana dimos en ese carro azul y enorme. Pero creo que esa fue una de las poquísimas veces que Rebeca se atrevió a romper las reglas de la casa. Lo hacía por mí, para complacerme cuando yo le rogaba que me enseñara a manejar. Pero creo que también lo hacía por ella misma, porque en esa época ella estaba aprendiendo a rebelarse y la suya fue siempre una rebelión pequeñita, modesta, pero implacable.

Ese fue el sentido de rebelión que la llevó a plantarse delante de mi papá cuando cumplió los dieciocho años para anunciarle que se casaría con Luis, su primer y único novio, aunque no hubiera terminado la universidad. Era su manera de hacer las cosas, sin levantar la voz, sin discutir, sin montar una escena. A mi papá no le quedó otra que aceptar, porque sabía que si no lo hacía perdería a su hija mayor. Pero con la cara amarrada puso una condición como para no dar su brazo a torcer: Rebeca tenía que seguir estudiando en la universidad y graduarse. Ella prometió que así sería y lo cumplió.

La escena en la que Luis y Rebeca anunciaron que se casarían sucedió en esta casa. O al menos así es como yo lo recuerdo. Aunque bien puede haber sido en la casa de la California Norte, justo antes de que la familia se mudara. Lo que sí es cierto es que fue ahí que se casaron, cruzando la calle para sellar el pacto en la iglesia de enfrente. Tal vez por eso mi memoria de esa casa está vinculada a mis recuerdos de Rebeca, porque esa fue la última casa en la que vivimos juntas, por apenas unos meses. Y tengo una especie de sentimiento de culpa por no recordar más detalles, por no recordar ninguna conversación con ella, ningún intercambio de esos que con el tiempo se vuelven decisivos, reveladores. La vida no es una película y por eso los recuerdos son más bien invenciones con las que rellenamos los huecos de lo que hemos estado viviendo sin darnos cuenta.

Al cruzar la reja había un porche, uno de esos rectángulos techados que ya no existen más pero que eran, en las casas de antes, un refugio fundamental. Cuando uno llegaba de afuera lo protegían a uno del sol o de la lluvia. Si uno estaba saliendo ese era el lugar en el que se detenía a pensar qué se le había quedado. Y si sólo quería mirar para afuera o escapar del encierro, ahí estaba el porche donde uno se podía instalar a leer o a pintarse las uñas o a sacarse las cejas o simplemente a conversar en un lugar limítrofe entre la casa y la calle. Los porches fueron siempre para mí espacios de libertad y de expansión; lugares para estar adentro y afuera al mismo tiempo. Como los balcones.

Este porche tenía una trinitaria enredada en el techo que, según recuerdo, también se agarraba de la reja del frente y formaba como un túnel vegetal. Cualquiera que conozca el calor inclemente que puede llegar a hacer en Barquisimeto sabrá el alivio que significa tener una mata generosa que le dé sombra a cualquier parte de la casa. Creo que de esa casa me viene el cariño por las trinitarias, que son las matas que más me gustan, porque se enredan con sus hojas verdes de cualquier superficie que las soporte, porque tienen flores pequeñas pero abundantes, y porque en el trópico crecen sin necesitar nada de nada. Ni siquiera agua, porque con la lluvia les basta.

Después del porche había una sala que recuerdo amplia, con una inmensa ventana enrejada que daba al porche. Al fondo estaba el comedor y a la derecha dos cuartos. En uno de los cuartos dormían los viejos, en el otro mis hermanas menores. En esa casa yo no tuve un cuarto propio y nunca lo resentí. Mi vida ya estaba en otra parte y estaba bien que la familia se fuera adaptando a esa realidad. En las pocas semanas que viví en esa casa dormí en el cuarto de atrás. Era un hueco oscuro forrado de corcho que los dueños de la casa, o los inquilinos anteriores, habían acondicionado quién sabe para qué. Tal vez tocaban música o revelaban interminables rollos de fotos. Nunca supimos. Todavía hoy me acuerdo de la oscuridad y del olor de ese cuarto en el que dormía sobre un colchón en el suelo.

Entre el comedor y el cuarto oscuro estaba la cocina, que parecía más bien un ancho pasillo. Tenía un lavaplatos automático, que para nosotros era una extraordinaria novedad. Había una pequeña mesa dentro de la cocina donde se tomaba café y se conversaba a veces. Y creo recordar que teníamos dos neveras. Tal vez una que ya estaba en la casa y otra que llegó con la mudanza. 

Me acuerdo del piso de esa cocina, porque era de linóleo, esa especie de plástico en cuadritos que supongo que se puso de moda después, pero que yo no había visto nunca antes. Los pisos de las casas en las que había vivido eran de granito, de cemento, de baldosas, todos materiales sólidos y arraigados firmemente al suelo. El linóleo, en cambio, era una cosa semipermanente que se desconchaba y que a nadie en la casa le gustaba. Pero no había nada que hacer. Aquella era una casa alquilada, en la que estábamos de paso, y no valía la pena cambiar nada.

El lugar que todos usábamos más en toda la casa era un patio enrejado que había atrás, a un lado de la cocina. Este patio o corredor tenía piso de ladrillos rojos y allí veíamos televisión sentados en una mezcla extraña de muebles de hierro y de mimbre. Recuerdo reuniones familiares en ese lugar y comilonas y largas conversaciones. Una reja negra separaba este patio interno del patio propiamente dicho. Afuera el piso era igual y el espacio terminaba en el gran portón cerrado que daba a la Avenida 20.

Pero lo más impresionante de esa casa era que en la esquina de ese patio había una piscina. Era una piscinita que se cruzaba en dos brazadas y el agua apenas le llegaba a uno a la cintura cuando estaba completamente llena, pero para nosotras era una increible novedad. Creo que la primera cosa que hicimos al llegar a esa casa fue vaciar la piscina, lavarla a fondo y ponerla a llenar otra vez. Tardó una par de días en llenarse y cuando estuvo hasta el tope compramos un perol plástico que flotaba y distribuía el cloro que era necesario para mantener el agua limpia.

Me acuerdo claramente de haberme bañado sola por horas en esa especie de bañera grande. Me gustaba el modo como las ramas de una mata que había afuera se reflejaban en el agua. Me encantaba quedarme flotando con los ojos abiertos mirando el cielo. Escuchaba el sonido que el agua hacía cuando me movía y sentía que no podía haber una paz más completa que esa. Entonces llegaba alguna de mis hermanas o mi mamá me llamaba desde dentro de la casa porque ya era hora de poner la mesa y la paz se acababa.

En esa casa tuvimos nuestro primer perro cocker spaniel, al que le pusimos Negro, porque era oscuro como un carbón. Nos lo había regalado mi tía Zoraida que tenía una perra de esa raza y que siempre que paría dejaba un hijo en alguna de las ramas de la familia. Llegó a la casa cachorrito, seguramente después de miles de ruegos para que mi mamá lo aceptara, porque a ella nunca le gustaron los perros. Y ahí vivió con nosotras, o más bien con mis hermanas, hasta que Rebeca se lo llevó para su nueva casa cuando se casó. Me acuerdo haber pasado noches en vela en aquel cuarto de corcho consolando al cachorrito para que se durmiera y dejara dormir a los demás. Ese perro fue el abuelo de un perro que tuvimos después Ruth y yo, al que llamamos Rufo. Tú lo conociste cuando me fuiste a visitar años después a Guanare.

Cuando Rebeca se casó la casa se llenó de familiares que vinieron de Caracas y de Guanare. Se pusieron mesas en el patio de afuera y en el de adentro. Me acuerdo de los preparativos, de las muchas cosas que había que hacer antes de que llegaran los invitados a la fiesta. Pero no me acuerdo de la fiesta en sí ni de la ceremonia. Sólo tengo un recuerdo nítido de Rebeca en ropa interior, con medias de nylon y la cabeza envuelta en un paño o tal vez llena de rollos como se usaban antes, con las piernas levantadas y recostadas en la pared de corcho de aquel cuarto de atrás. Estaba descansando antes de vestirse.

La única otra cosa que recuerdo del día del matrimonio de Rebeca es que después de que los novios se fueron una pareja de amigos de Luis se peleó y él se fue y la dejó a ella sola. Cuando ya se había ido todos los invitados tuvimos que ir a llevarla a donde vivía, que era en una finca por la vía hacia Chivacoa. Fuimos a llevarla mi tío Rafael Calles, mi primo que se llama igual que su papá y yo. Me acuerdo muy bien de ese viaje porque fue uno de los episodios más extraños y absurdos que he vivido. Cuando llegamos a la finca la reja de entrada estaba cerrada con un inmenso candado. Estuvimos mucho rato decidiendo si dejar a la mujer ahí o si regresarnos todos otra vez para atrás. Al final ella quiso quedarse. La vimos subirse a la reja con su traje largo de fiesta y saltar al otro lado. La oscuridad se la tragó en un instante.

Me acuerdo que hice maletas muy poco después del matrimonio. Iba a vivir en una residencia que quedaba en la Avenida Las Acacias, detrás de la Universidad. Mi papá me llevó en su flamante Mercedes y me dejó instalada allí, con muchas recomendaciones, al cuidado de la señora Elvira, que era la dueña de la casa en la que funcionaba la pensión de señoritas en la que viví durante mi primer año de universidad. Yo tenía 17 años y me sentía una gente grande. Esa pensión es el primer lugar en el que viví por mi cuenta. Y, como sabes, es una cuenta larga la de las habitaciones, cuartos, cuartuchos, apartamentos y casas en las que he vivido desde entonces. Tal vez valga la pena seguir contando esta historia. Ya veremos.

Mientras tanto, te dejo aquí un abrazo barquisimetano...
r

No hay comentarios: