martes, 9 de junio de 2009

Otro de Rossi

Amiga,

Otro texto de Alejandro Rossi para seguir celebrando su sabiduría que no cesa:

Protestas / (De Manual del Distraído)


Me molesta encontrar en un texto la palabra mas en lugar de pero. Siento que es ampulosa y hueca. Cuando la veo colarse en una frase, así, sin el acento, espero ya lo peor: una seriedad vacua, una concepción de la literatura untuosa y sonora. La asocio a esas pausas melodramáticas que, al cabo de unos segundos, explotan en un "¡Mas no es así!". O a perplejidades falsas: "Mas ¿cómo decirlo?", "¡Mas nunca sabremos!". Misterios teatrales y, sin embargo, tétricos. Un conferenciante en una sala semivacía proponiéndonos su visión solitaria del inevitable holocausto. Me trae bobera, pero también regaños, admoniciones, estampas del Antiguo Testamento, castigos durísimos y destinos férreos. Aquí interviene, sin duda alguna, el Padre Pellegrini, un jesuita con caheza de dominico elocuente, pequeño, flaco, casi calvo y que nos ofrecía, dos o tres veces por semana, unos sermones furiosos, compuestos de periodos complejos e interminables; sermones en los que desplegaba los brazos como dos alas inmensas, creaba silencios hipnóticos, miraba lugares indefinidos y sudaba copiosamente. Al terminar bajaba del púlpito sin hacer el menor ruido y se escurría por alguna puerta lateral. El Padre Pellegrini usaba la palabra mas. Sus prédicas la exigían. He olvidado los temas, pero no los ademanes, el acento trágico, la atmósfera de catástrofe que pretendían suscitar. Nos gustaban porque nos distraían; comprendíamos poco y admirábamos vagamente sus habilidades. Nunca nos asustó y siempre creímos que polemizaba con personajes raros que sólo él conocía. No se reunía con los alumnos, no daba clases, llevaba una vida retirada y sospecho que lo utilizaban como una especie de espantapájaros sagrado. Me quedó de él una doble imagen: encendido en el púlpito y manso en los corredores del colegio. Su única herencia quizá sea esta intolerancia mía, la convicción de que mas excluye el humor, la acidez, provoca la prosa rimada, impide las sorpresas, nos hace levantar la voz, nos empuja irremediablemente hacia la gravedad, los tópicos, el espejo. Pero, por el contrario, crea dicotomías, es seco, se lleva bien con el balde de agua helada, es un freno al llanto fácil, permite, en un instante, cambiar el tono, voltear la medalla, quitar la pacotilla y el azúcar. No me interesan los feligreses, las bocas abiertas, los oradores pálidos, perlosos, amenazantes. Prefiero usar pero.

También protesto contra las explicaciones excesivas. Me refiero al hábito de comenzar desde muy atrás y luego avanzar lentísimamente hacia el único hecho que en realidad nos interesaba. Pienso en esas personas que ante la pregunta más modesta -o más impaciente- quisieran abrumarnos con una crónica complicada y enorme. Si nos intriga el nombre de una calle, corremos el riesgo de escuchar la historia de la ciudad. Mostrar curiosidad por la suerte de un amigo, nos obliga a enterarnos de su biografía completa. Antes de saber la fecha en que murió ese autor, conoceremos sus incidentes matrimoniales, sus bromas, sus horarios de trabajo, las envidias que lo carcomieron, su famoso pleito con Fulano de Tal, la influencia positiva de la madre, la relación con los editores, los mínimos triunfos y su amor por los espacios cerrados. Concedemos que el origen de ciertas situaciones políticas es lejano, pero objetamos que siempre intervengan los visigodos. Creer en el orden del Universo y en el Principio de Causalidad no justifica esos abusos. La verdadera golosina, sin embargo, es la pregunta por algún rasgo íntimo. La pequeña cicatriz en la frente desencadenará recuerdos de institutrices crueles, ansiedades nocturnas, excursiones veraniegas, canciones, aquella implacable tormenta, la soledad de los bosques, el empujón fatal, la caída, reflexiones sobre las trampas de la memoria, el peligro de la infección, la fecha en que se inventó la penicilina, la impotencia de los médicos antiguos, la extraña impresión que produce ver la propia sangre, el orgullo de llevar la cabeza vendada, la guerra, sus causas, aquel libro magistral, la fragilidad humana, el cuerpo como un objeto, la esclavitud, la musicalidad de los negros, Benito Cereno, la elegancia de los bergantines, el mar en la poesía española, la muerte por asfixia, el dolor y las traducciones de Séneca. He notado, además, que esos personajes intentan estimularnos colocándose el reloj en la mano derecha o anudándose la corbata de alguna manera extraña. Extraen una lupa del bolsillo para deletrear algún título y siempre abren el automóvil por la otra puerta. Si aún permanecemos callados, nos informan que desde hace cinco lustros duermen en un catre, se alimentan sólo de mariscos, salen a la calle cuando llueve, nunca han visto una película y prefieren, fanáticamente, la castidad. Es difícil resistir esa acumulación, porque bastará la sombra de una sonrisa o un movimiento de cejas para que comience el relato. Nos provocan y nos espían. La moraleja es clara: no asombrarse si llevan un ojo de vidrio, una pierna de caoba o una corbata de cartón y menos aún si se declaran monárquicos, rosacruces o nos confiesan que detestan la luz eléctrica.

Otra especie fatigosa es la de aquellos que, en cualquier contexto, enfatizan la presentación lógica de sus cavilaciones. Juzgan que la última oración es incompleta si no incluye la fórmula "Por consiguiente". Nos advierten, así, 'que han llegado a una "conclusión": han estado charlando con nosotros, es cierto, pero a la vez nos han "demostrado" algo. "Por" tanto" y "Por eso" son variantes aceptadas que también aspiran a sacudir nuestra modorra y a indicarnos que no se trata de un parloteo, sino de una "deducción". Quizá amen la lógica, pero sospecho que también les apasiona un auditorio atento y callado. No vuela una mosca, él habla, ya vamos por el cuarto teorema. Poco importa que el tema verse sobre las sucesivas sensaciones que experimentó esa mañana mientras se bañaba con agua fría: las dividirá en premisas y nos probará que la última -satisfacción, orgullo- era necesaria y legítima. En efecto, la precedió un "por tanto". Hace apenas unas semanas sintió náuseas y "por consiguiente" fue al cine: esa acción, nos sugiere su lenguaje, era inevitable. La vida entera es un conjunto de actos precisos e ineludibles. Enigmas de la gramática. Lo fascina el análisis, y ésa es la razón por la cual sus peroratas siempre se inician con las palabras sacramentales "En primer lugar". Cambió el tono; la conversación -o la página- ya no es ondulante y desordenada, hay dominio, hay imperio sobre el material. Lo cual se comprueba de inmediato al escuchar -unos instantes después- "En segundo lugar". A esas alturas hasta los más distraídos se habrán dado cuenta de que "En tercer lugar" vendrá muy pronto. Hablar es disecar, mostrarnos los resultados obtenidos en su laboratorio particular. Todo se somete a esos rigores: en primer lugar leyó el periódico, en segundo lugar se lavó los dientes y en tercer lugar abrió la puerta. Individuos obsesivos, didácticos, aplastantes.

Hay personas para quienes los apellidos no existen. El mundo está poblado únicamente de Pablo, Juan, Alberto, Thomas, Igor, Leopoldo, Vicente, Hugo, Ramón, Jorge y André. El escritor siempre es Julio y el pintor Antonio. Todos son amigos, figuras familiares que hemos visto en pantuflas, despeinados, de cerca. Los hemos acompañado a comprar calcetines, lápices, cuadernos. Estuvimos con él cuando se rompió la pierna, cuando decidió aprender inglés, cuando dejó de comer carne. La diferencia es tajante: para mí es un cuadro, para él -o ella- es una convivencia cotidiana y casera. Una visión de alcoba que pretende imponer una distancia irrecuperable entre nosotros y el personaje. Nos excluyen, comprendemos a medias, el otro es la fuente de las anécdotas, de los incidentes mínimos y reveladores. Me lleno de envidia, porque durante unos minutos le doy la razón: la obra apenas muestra lo que sucedía allá dentro. Se me escapa si nunca lo contemplé haciendo gárgaras. El abuso del nombre propio se presta, además, para simular una igualdad inexistente o para insinuar la trivialidad básica de esas vocaciones: Juanito el pintor, Pedrito el poeta. Las verdaderas causas de mi fastidio quizá también sean impuras. Presiento que el nombre propio destruye las jerarquías, y yo, por el contrario, deseo un universo donde siempre haya personalidades mayores, lejanas e intratables. Aquellas que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o psicología de discípulo. Todo es posible y, sin embargo, concluyo que frente a los cuchicheos y a las altanerías prefiero mis reverencias.

Hasta aquí Rossi.

Un abrazo,
r

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