miércoles, 17 de junio de 2009

La herencia

Amiga,

Hace unos días escuché en un podcast a un joven de origen puertorriqueño llamado Justin Torres leyendo tres de sus textos. Me impresionaron por su fuerza y por su economía de recursos y quise inmediatamente volver a mirarlos con calma. Los encontré publicados en Granta y sentí ganas de traducirlos al español, para compartirlos contigo y con mi amiga Gina, que trabaja con estos temas de la herencia.

Aquí va el segundo de los tres. Los textos forman una secuencia que creo que se entiende mejor leída en conjunto. Te prometo para dentro de poco la traducción del primero y el tercero...


Herencia/ Justin Torres

Cuando llegamos de la escuela Papá estaba en la cocina, cocinando y escuchando música y sintiéndose bien. Abanicó el vapor que salía de la olla, aplaudió y se frotó las manos con fuerza. Sus ojos estaban húmedos y brillaban con un impulso vital. Subió el volumen del estereo y se oyó el mambo, era Tito Puente.

“Atención”, dijo, y comenzó a girar con gracia en un solo pie empantuflado, con la bata de baño flotando a su alrededor. Tenía en la mano una espátula de metal, brillante y grasienta, que golpeaba en el aire al ritmo de los bongós.

Mis hermanos y yo, los tres, nos quedamos en la entrada de la cocina, riéndonos, con ganas de entrar en el baile, pero esperando nuestro turno. Papá se acercó sobre el piso de linoleo con sus pasos en estaccato hasta donde estábamos nosotros y arrastró a Joel y a Manny al baile, agarrando sus brazos debiluchos y haciéndolos saltar detrás de él. A mí me sujetó por las manos y me hizo deslizar entre sus piernas y salir al otro lado. Después brincamos alrededor de la cocina, siguiéndolo en un trencito, como pequeños gansos. Levantábamos los puños delante de nosotros y movíamos las caderas al ritmo de las trompetas.

Había cosas calientes en las hornillas, chuletas de cochino friéndose en su propia grasa y arroz español borboteando espuma debajo de la tapa. El aire estaba denso y lleno de vapor, olor a especies y ruido, y la pequeña ventana sobre el fregadero estaba nublada.

Papá subió todavía más el volumen del estereo. Tan alto que si yo hubiera gritado nadie me habría oído, tal alto que me parecía que mis hermanos estaban lejísimo y era imposible llegar a ellos, aun cuando estaban ahí, justo delante de mí. Papá agarró una lata de cerveza de la nevera y seguimos con los ojos el camino de la lata hacia sus labios. Entonces nos dimos cuenta de la cantidad de latas vacías que se apilaban en la mesa detrás de él y nos miramos unos a otros. Manny torció los ojos y siguió bailando, así que nosotros hicimos una fila y seguimos bailando también, sólo que ahora íbamos detrás de Manny.

“Ahora muévanse como si fueran ricos”, nos gritó Papá, con una voz muy fuerte que se escuchaba por encima de la música. Y nosotros bailamos en la punta de los pies con las narices levantadas y tocando el aire por encima de nuestras cabezas con los dedos meñiques.

“Ustedes no son ricos”, dijo Papá, “Ahora muévanse como si fueran pobres”.

Encogimos las rodillas, cerramos los puños y estiramos los brazos hacia afuera; meneamos los hombros y echamos las cabezas hacia atrás, salvajes y sueltos y libres.

“Tampoco son pobres. Ahora muévanse como si fueran blancos”

Nos movimos como robots, tiesos y angulosos, sin siquiera sonreirnos. Joel era el más convincente. Yo lo había visto practicar en el cuarto algunas veces.

“Ustedes no son blancos”, gritó Papá. “Ahora muévanse como puertorriqueños”.

Hubo una pausa mientras nos preparábamos. Después bailamos el mambo lo mejor que pudimos, tratando de hacerlo de manera suave y seria y de sentir el compás en los pies y el ritmo más allá del compás. Papá nos miró por un rato, recostado en la mesa y tomando largos tragos de cerveza.

“Estúpidos”, dijo. “Ustedes no son ni blancos ni puertorriqueños. Miren cómo baila un hombre de raza pura, miren cómo se baila en el guetto”. Cada palabra se escuchaba a gritos sobre la música, así que era difícil saber si estaba molesto o si sólo se estaba burlando.

Papá bailaba y nosotros tratábamos de ver qué lo hacía diferente de nosotros. Fruncía los labios y mantenía una mano en el estómago. Su codo estaba alzado, su espalda recta, pero había soltura y libertad y confianza en cada movimiento. Traté de mirar sus pies pero algo en el modo en que se movían y se retorcían uno delante del otro, algo en la línea del torso, me obligaba a mirar su cara, su nariz ancha y los ojos oscuros entreabiertos y los labios fruncidos que al mismo tiempo gruñían y sonreían.

“Esta es su herencia”, dijo, como si a través del baile pudiéramos conocer su propia infancia, los sabores y la esencia de los vecindarios del Harlem hispano y del sur de Brooklyn, los salones de baile y los parques de la ciudad y su mismo Papá, cómo lo golpeaba, cómo le enseñó a bailar; como si pudiéramos escuchar el idioma español en sus movimientos, como si Puerto Rico fuera un hombre en bata de baño, agarrando otra cerveza de la nevera y levantándola para beber, con la cabeza hacia atrás, todavía bailando, todavía haciendo pasos y vueltas sin perder nunca el compás.



Sigo luchando con este último párrafo que no me termina de sonar tan bien como el original. Pero creo que ahí está la idea.

Un abrazo,
r

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