lunes, 8 de junio de 2009

Alejandro Rossi siempre


Amiga,

El viernes pasado murió Alejandro Rossi y yo me enteré hoy. Leyendo la noticia y los detalles de sus últimos días lloré como si se me hubiera muerto un familiar muy querido al que no había visto por un largo tiempo. Después revisé los libros suyos que tengo en mi biblioteca y que me han acompañado por años. El más viejito y arrugado que tengo es su Manual del Distraído, en la edición de Monte Ávila de 1987.

Me senté a leerlo recordando viejos tiempos. Miré las anotaciones que hice en los bordes, las marcas que dejé en algunas páginas, las notas en el índice. Fue como viajar a un país lejano, a otra época. Y sin embargo, como pasa cuando hemos aprendido suficiente de alguien, reconocí en sus textos mucho de lo que yo he intentado hacer, del tono en el que he querido escribir.

Recuerdo haber ido a un evento alguna vez en el que la estrella invitada era Alejandro Rossi. No sé si era en el Ateneo o en alguna sala de la UCV. Lo cierto es que lo vi entrar por el pasillo y subir al podio en el que debía sentarse a hablar y reconocí las marcas clásicas de la gente al mismo tiempo tímida y segura de sí misma. Uno de esos seres acostumbrados a hablar en público con total honestidad y sin ninguna pretensión.

No puedo hacerle un homenaje mejor que citarlo largo aquí. Así que te transcribo uno de los textos de Rossi que seguro conoces y que es de los que más me gusta, por su modo de juntar la vida cotidiana con la reflexión sobre el presente y el futuro. Por la manera directa y simple de dudar y creer al mismo tiempo. En una palabra, por su sabiduría: un concepto que tal vez no le hubiera gustado leer asociado a su nombre.

Calles y casas

No soy un obrero, no soy un burócrata y tampoco soy un millonario. Sin embargo existo y si me gustaran las clasificaciones pías y vagamente hipócritas diría que soy un 'trabajador intelectual'. Renuncio a ese consuelo y declaro la verdad: soy un profesor de filosofía. No habito, por consiguiente, en un barrio proletario, desconozco la falta de agua y de luz, no he padecido la ausencia de drenaje, no camino entre charcos y no estoy obligado a compartir mi dormitorio con otras seis personas. Por la misma razón carezco de jardines propios, piscina, cancha de tennis, invernaderos, estatuas, solarium, patios coloniales y corredores húmedos para contemplar, desde una mecedora, la lluvia que cae. Vivo en un departamento mediano -por el tamaño, por sus estímulos estéticos y por sus comodidades. Sus máximas virtudes son los techos altos, los pisos de madera y la blancura de las paredes. Los muros, claro está, podrían ser más gruesos y así me evitarían oír ruidos íntimos e innecesarios: los desahogos de mi vecino, sus carcajadas, sus pesadillas, sus locutores preferidos. El departamento mira hacia la calle a través de vidrios que van desde el techo hasta el suelo. Sería espléndido que mientras como me dejaran ver un bosque de pinos, un lago o siquiera un prado. No me interesan tanto si lo único que permiten es observar sábanas, toallas y antenas de televisión. Me comunican con el exterior, es cierto, y ésa es la razón por la cual las mesas y las sillas vibran cada vez que pasa un avión. Si abro esos ventanales entra un viento terroso, el rumor de los motores y el monóxido de carbono. Quizá el constructor de este edificio soñaba una ciudad diferente. Tal vez pensó que las reservas de petróleo se agotarían pronto y los motores serían eléctricos; es probable que también creyera en la ventaja de los transportes públicos y estoy seguro de que nunca previó el desarrollo de la aeronáutica comercial. La motocicleta sin duda le parecía un animal prehistórico, al borde de la extinción, una pieza interesante en los museos tecnológicos. Sospecho en él alguna teoría sobre la disminución progresiva de la energía solar: dentro de muy poco tiempo sus vidrios permitirían recibir, después del mediodía, una luz dorada y suave, ya no sudaremos, ya no habrá que arrancarse la corbata y la camisa, las tapas de mis libros no se torcerán. No vivo mal, no me lamento, simpatizo con las visiones utópicas de ese arquitecto, pero concluyo que mi casa exige una ciudad distinta.

Y también mis hábitos. Tengo amigos y el deseo de verlos sobrevive de pronto, esa urgencia de comunicar algo, una sensación, un fervor, una angustia, ahondar en la charla ese atisbo mínimo que quizás tuvimos. O buscarlos para monologar, para quejarnos, para recibir apoyo. O quedarnos callados, sin obligaciones pirotécnicas, en calma, esas conversaciones lentas, sin tema fijo, sin conclusiones, descansadas y azarosas. Son, aún en este caso, necesidades inmediatas cuya satisfacción exige un plazo. El entusiasmo se apaga si para encontrarnos debemos esperar cinco días, y para esas fechas es posible que también la depresión haya desaparecido. Existe el valium, el autoengaño y el sueño. Me gustaría, entonces, que mis amigos estuviesen cerca, que nos reuniéramos caminando apenas unas cuadras o en algún sitio que la costumbre haya establecido. Quisiera que la amistad recogiera esas efusiones momentáneas, los instantes del abandono o de la sinceridad, la trama viva de nuestras horas. La ciudad no favorece esa intimidad. Ni uno solo de mis amigos vive en la misma zona. Nos frecuentamos, todavía hablamos, pero hemos perdido ese trato cotidiano. La lejanía y las ocupaciones imponen estrategias complicadas: mañana es imposible, pasado mañana soy yo el que no puede, habrá que hacer una cita para el fin de semana, no éste, claro, porque saldrá fuera de la ciudad, tal vez el próximo, o mejor esperar una vacación, ya se acerca el día de los muertos y, además, no falta tanto para las navidades. La amistad se nutre de cenas planeadas con anticipación protocolaria, de encuentros esporádicos y fatigosos, porque él, obviamente, vive en el Sur y yo en el Norte. Queda el teléfono. Sé que para algunos lo resuelve todo: lo utilizan para llamar al plomero, para saber la hora, para despertarse a tiempo, para seducir, para indignarse o relatar con minucia los estados de ánimo -asombrosos y únicos- que nos invaden en esos instantes. Personas que no organizan los encuentros a través del teléfono, sino que es allí donde se reúnen. Me sucede lo contrario, y frente a él carezco de naturalidad o tal vez de la técnica adecuada. Lo vivo como un símbolo de alarma, un aparato que se emplea para comunicar cosas urgentes, noticias que modifican mis planes o alteran la normalidad del día. Como si pensara que el teléfono es el vehículo de lo extraordinario. Cuando suena, la primera reacción es ocultarme, me acerco con desgana y si equivocaron el número siempre experimento alivio. La conversación telefónica tolera mal las pausas, los silencios, esas interrupciones que se conceden incluso los diálogos más encendidos. No es usual que dos amigos recurran al teléfono para pasar una hora juntos sin casi hablar, cada uno bebiendo un café en su casa, sin prisa, una frase ahora y otra más adelante mientras escuchan la respiración del otro. Por teléfono hablamos más y los reposos verbales son mínimos porque un axioma preside esos intercambios: hay que responder siempre con palabras o, cuando menos, con ciertos sonidos. El teléfono, por otra parte, suprime las reacciones físicas de los interlocutores, la mirada benévola o el cabeceo que aprueba, esos signos cuya presencia tranquiliza y alienta. No lo veo, no sé si ya empezó a contar los cerillos, a hojear un libro, a poner los ojos en blanco, no sé si ya comenzó a dibujar barcos, pescados y flores. Quizá sea por eso, porque me falta el movimiento de las cejas, que el teléfono me obliga a la cortesía: afirmo cuando más bien quisiera negar, apoyo un razonamiento que me parece deleznable, participo en la dramatización de un suceso minúsculo, emito ruidos solidarios, celebro, concedo, evito las discusiones. Soy hipócrita y elusivo. Quisiera intercambiar solamente informaciones obtusas: el horario de los aviones, el estado del clima, la salud del Papa, el vencedor del Premio Nobel, la fecha de una batalla. La conclusión es a la vez trivial y alarmante: prefiero hablar solo.

Las calles definen la ciudad. Están las que prolongan la casa, el cuarto, el espacio íntimo donde guardamos la cama, la ropa y la comida. Son las calles que el artesano utiliza para trabajar, las calles en las que se trafica y se juega. Ruidosas y promiscuas, promueven la indiscreción, el afecto, dificultan el anonimato e impiden la soledad. El caso opuesto es la calle que se caracteriza como un territorio extranjero: señala, de manera tajante, la división entre el mundo público y el privado. No me retiene, porque si quiero comprar un periódico allí no lo encontraré y si quiero beber un vaso de agua tendré que regresar a mi casa. Las aspirinas, los lápices, las hojas de papel, las gomas de borrar y el vino siempre se venden mucho más lejos. La calle en la que vivo es menos árida, pero interviene poco en mi vida. Es ancha, tiene aceras y unos pequeños árboles la bordean. La recorro porque tengo ganas de caminar, porque me gusta mover las piernas, porque me siento nervioso, porque estoy harto de estar sentado en un sillón. La uso como si fuera una pista de atletismo o un aparato de gimnasia. No hay otra justificación para esos paseos. Es una calle que sin ser un laberinto no me lleva a ningún sitio: nadie vive cerca y el trabajo queda demasiado lejos para ir a pie. Los negocios que encuentro no son emocionantes: un sastre, una farmacia, un kinder y una Academia de Danzas regionales. Tampoco suscita entusiasmos visuales, no se abre a panoramas, carece de sorpresas. Abandonada por el peatón, se acerca rápidamente a ese arquetipo de vía pública que sólo acepta automóviles y altas velocidades. La calle deja de ser así un espacio humano para convertirse en un tubo por el cual circulamos: nos alegra que el asfalto esté en perfectas condiciones, nos impacientan -como en la carretera las vacas- los transeúntes que pretenden cruzarla, anhelamos la sincronización de los semáforos, elogiamos la amplitud y las curvas bien trazadas. De manera gradual, sin darnos cuenta casi, hemos renunciado a la Calle. No es ya un lugar de convivencia o de encuentros; es, más bien, el precio que pagamos por llegar de una casa a otra. Nos hemos resignado a que sean feas, duras e inhóspitas. Nos parece la consecuencia de un proceso oscuro, vasto e incontrolable. El misterio es el refugio de la indolencia.

Un mal poema implica un mal poeta, un relato defectuoso supone un escritor inhábil y un cuadro bobo nos hace siempre pensar en aquel pintor. Una ciudad deshecha remite, por el contrario, a múltiples autores: arquitectos avaros, funcionarios complacientes, especuladores, ciudadanos sumisos y fraccionadores disfrazados de urbanistas. Personajes activos, termitas infatigables que trabajan, roen, desde hace años.


Este es uno de los textos de Rossi que trabajé alguna vez con mis estudiantes, para mostrarles un ejemplo insuperable de ese viejo género llamado ensayo, que tal vez no se escribe ya. Es una combinación perfecta de compromiso personal y crítica pública. Creo que en muchos sentidos toda la obra de Rossi ronda por esos límites.

Como siempre se dice cuando muere un escritor y a riesgo de caer en el lugar común que Rossi evitaba a toda costa: no se nos ha ido del todo, nos queda su palabra.

Un abrazo,
r

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