martes, 11 de noviembre de 2008

Museo del Quai Branly


Amiga,

Vuelvo a mis temas después del paréntesis político.

El fin de semana pasado fuimos al Museo del Quai Branly. Aprovechamos que era primer domingo de mes, día en que todos los museos son gratis, para ver por fin ese museo que tanto nos ha llamado la atención. Es un museo antropológico y por lo tanto pretende representar las culturas “primitivas” del planeta a través de algunos de sus objetos más emblemáticos. Lo curioso es que esta muestra de culturas primitivas se encuentra en uno de los edificios más modernos de la ciudad. Ver el edificio por fuera y por dentro es tanto o más impresionante que observar los artefactos que en él se exponen. Se trata de una competencia entre la super-modernidad de una estructura en la que la tecnología de punta es evidente con la precariedad de la madera, el barro y la paja de los artefactos primitivos de las tribus más remotas del planeta.

El espacio exterior del museo muestra de entrada el mismo encuentro que se va a dar adentro. Sobre un jardín que parece descuidadamente salvaje flota una mole multicolor sostenida sólo por unas leves columnas rojas. Al aproximarse a las puertas de entrada uno tiene la sensación de estar pasando por debajo de un enorme barco suspendido en el aire. Una vez adentro, el ingreso a las salas se hace a través de un pasillo blanco y curvo en el que se proyectan, aquí y allá, películas de paisajes naturales o personas en trajes típicos, en una especie de fusión de naturaleza con cultura que plantea -de entrada- la posibilidad de una larga digresión sobre el modo como la cultura francesa mira a sus especímenes antropológicos. Pero no hay que ceder tan pronto a la tentación de la fábula con moraleja.

El blanco camino termina en una especie de vórtice en penumbras del que parten varios recorridos posibles. Después del iluminadísimo pasillo blanco del que provienes -¿una metáfora de la luz, del saber europeo?- entras en la penumbra del mundo primitivo. Pero todavía no es tiempo de construir moralejas. Cuando te acostumbras a la estudiada penumbra y te adaptas a las instrucciones del lugar, te das cuenta de que el museo propone un recorrido geográfico que comienza por las islas de Oceanía y pasa por las culturas de Asia y África, para llegar finalmente al breve pabellón de las Américas.

Nótese que no existe siquiera la noción de comunidades europeas que puedan ser representadas en este museo de lo primitivo. Lo pre-moderno se ubica de entrada fuera de Europa y no hay un sólo indicio de que sea posible estudiar, desde una perspectiva antropológica, las culturas tradicionales instaladas en este continente que se mantienen al margen del impulso de la modernidad. Se me ocurre un ejemplo simple: los gitanos. Pero, no seamos exigentes. Aceptemos el recorrido propuesto y suspendamos la incredulidad, como si fuéramos los espectadores ideales de esta puesta en escena.

La exposición de artefactos de las miles de islas de Oceanía parece la más amplia. Está llena de objetos ceremoniales y se pueden ver videos en los que, por ejemplo, un jefe de tribu enseña a los jóvenes que se preparan para entrar en la edad adulta a hacer máscaras sobre cráneos verdaderos y con pelos reales. Esas máscaras están expuestas en vitrinas iluminadas dramáticamente para crear un ambiente misterioso o al borde de lo sobrenatural. Del mismo modo están expuestas las armas y los instrumentos de trabajo. Uno no puede menos que preguntarse cuál es el misterio de un cuchillo de carnicero o de una flecha para cazar, digamos, pájaros. Pero la puesta en escena logra su cometido y en medio de la penumbra uno termina por aceptar que lo mágico o lo metafísico, el misterio y el asombro, es consustancial con lo no europeo.

Esta sensación de traslado a otro mundo se ve reforzada ante los trajes ceremoniales con plumas, hojas de palma o intrincados diseños de los tejidos africanos. O frente a los gigantescos totems que representan figuras mitad humanas mitad animales. O ante las extraordinarias pinturas de los aborígenes australianos que, para mí, no tienen nada de primitivas y deberían estar en el Musée D´Orsay o en el mismísimo Pompidou, junto a Picasso y a Matisse.

Al llegar al pabellón americano sorprende la pobreza de la muestra. La representación más amplia es la de las tribus canadienses y norteamericanas. Las culturas del sur del Río Grande están resumidas en un puñado de países –México, Perú, Colombia, Ecuador y otra vez México- y unos pobres objetos más bien marginales. Eso sí, los poquísimos artefactos americanos están enmarcados por citas de Levi-Strauss y eso parece compensar en sí mismo la pobreza de la muestra. En esta última parte del recorrido, la voz del antropólogo francés por excelencia parece más valiosa que los objetos primitivos expuestos.

Con todo, lo que más sorprende es encontrarse de pronto con objetos que son de uso cotidiano hoy, en cualquier rincón del mundo. Encontrar, por ejemplo, trajes que utilizan las mujeres hindúes o africanas, no sólo en Nueva Delhi, Calcuta, Dakar o Nairobi, sino en las mismas calles de Londres y París. Ahí es cuando comienzas a preguntarte dónde traza este museo el límite entre lo ‘primitivo’ y lo simplemente no europeo. La sofisticada puesta en escena del museo no permite detenerse a pensar demasiado en una respuesta que podría sonar políticamente incorrecta. Porque es evidente esta muestra está pensada para el hombre blanco europeo que no se cuestiona su lugar en el mundo ni su derecho a colocar en el pasado remoto –a través de la puesta en escena de su supuesta ‘primitivez’- a culturas que están vivas y siguen funcionando en el mundo de hoy.

¿Qué hace a un pueblo ‘primitivo’? ¿qué convierte a una cultura en objeto de la antropología, es decir, en objeto de estudio de culturas que se imaginan superiores? A estas preguntas, que se han hecho los antropólogos al menos durante los últimos cincuenta años, el museo Banly responde con una ingenuidad que dista mucho de la sofisticación arquitectónica del edificio que alberga sus cuidadas colecciones. Como potenciales sujetos de la antropología, los inmigrantes del mundo no europeo no podemos evitar la sensación de estar en un lugar en el que –literalmente- se nos etiqueta, se nos encapsula, se nos coloca en una vitrina aclimatizada para que sigamos representando al buen salvaje y se nos lanza una advertencia.

La advertencia es vaga pero no creo que sea inaudible. Sería algo como esto, y aquí me rindo finalmente a la tentación de leer una moraleja: Europa es la cuna y único lugar de asiento de la civilización; toda cultura que no haya recibido o aceptado de manera adecuada la influencia europea se encuentra al margen de ese estadio de progreso absoluto. Ergo, puede ser aniquilada, subyugada o sometida a cualquier forma de subordinación aceptable en los tiempos que corren. Eso sí, siempre y cuando sea posible preservar para éste y futuros museos antropológicos los objetos que atestiguan su decadencia o su simple y llana extinción. Amén.

No hay comentarios: