viernes, 25 de julio de 2008

El Louvre en un santiamén



Amiga,

El miércoles estuvimos en el Louvre. Los miércoles y viernes el museo está abierto hasta las diez de la noche y desde las seis de la tarde la entrada cuesta seis euros en lugar de los nueve habituales. Así que quedamos en encontrarnos a las siete bajo la gran pirámide para tratar de ver al menos las obras más famosas que hay en el museo. Habíamos hecho una lista, basados en una página web que ofrecía instrucciones precisas para encontrar las diez obras más famosas del museo, como la Mona Lisa, la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo... Armados con nuestra lista y el mapa del museo nos dispusimos a hacer un recorrido rápido y efectivo. No somos animales de museo, preferimos las calles y el cine. Pero estar en París y no ir al Louvre nos empezaba a parecer una especie de sacrilegio.

Llegué algo temprano y para ganar tiempo intenté adelantar al menos la compra de las entradas. Aunque eran casi las siete de la noche había, como siempre, largas colas en las taquillas normales y tratando de buscar una solución más rápida, intenté probar con las taquillas electrónicas. Mientras hacía la cola me dio tiempo de mirar un poco la actividad de la gente que llega y sale del museo. La entrada del Louvre está debajo de la famosa pirámide que se ha convertido ya en el símbolo del museo. En verano, a las siete hay una luz que sería equivalente a la de las cuatro de la tarde para nosotros. Unas cuatro de la tarde que duraran tres horas, más o menos. Bajo esa luz brillante que se cuela por los cristales de la pirámide, no parece que estuviéramos en uno de los museos más importantes de occidente, sino en un moderno centro comercial lleno de tiendas y de lugares de entretenimiento.

Después de una lenta cola de unos veinte minutos, porque nadie sabe muy bien cómo comprar las tales entradas y la gente se tarda una eternidad en cada compra, llega mi turno. El procedimiento de compra electrónica es tan simple como el de sacar dinero en un cajero, pero el problema es otro: las tarjetas de crédito extranjeras no funcionan. O al menos ese día no funcionaban, porque cuando llegó Lyo hicimos la misma cola en otra máquina, pensando que había algún problema con mi tarjeta, pero no hubo manera, ninguna tarjeta funcionaba. Nos tocó hacer la cola de las taquillas tradicionales. No fue tan grave a fin de cuentas y en quince minutos estábamos ya entrando por el lado sur del museo, la zona llamada Denon, donde se concentran algunas de las obras más importantes. Nos llamó la atención que las entradas no te las marcan, ni te las quitan. Sólo las miran y te dejan pasar con tu entrada intacta.

Como todo turista que se respete, nuestro primer objetivo era La Gioconda de Da Vinci, pero como la Venus de Milo está en la planta baja decidimos verla primero. Antes de llegar a la sala en la que está la famosa Afrodita hay que pasar por una serie de salas atiborradas de esculturas etruscas y romanas y es inevitable detenerse a mirar, a admirar, todo lo que nos resulta familiar por haberlo estudiado en los libros de educación artística. Uno no puede sino pensar que los manuales por los que estudiamos en bachillerato fueron construidos a partir de los catálogos del Louvre. Al llegar a la sala de la Venus de Milo nos encontramos con el típico tumulto de gente que se arremolina alrededor de una obra famosa. Es casi un milagro que haya logrado tomar esta foto en la que la sala parece vacía:



En el Louvre se permite tomarle fotos absolutamente a todo y hay una sensación de falta de restricciones que es sorprendente para quienes estamos acostumbrados a vivir en sociedades en las que todo está prohibido y las visitas a los museos están estrictamente vigiladas por funcionarios que parecen más policías que agentes de la cultura. Aquí los funcionarios son discretos, apenas visibles, la vigilancia no es evidente y nadie te dice cómo debes comportarte. Las pinturas y esculturas están en su mayoría despejadas y accesibles al público, de modo que puedes tocarlas si quieres. A lo largo de todo el museo hay anuncios en distintos idiomas que dicen: “se ruega no tocar las obras”, pero en realidad nadie está ahí para impedir que la gente lo haga. De hecho, muchas esculturas tienen áreas desgastadas por el roce de cientos de miles de personas que han sentido la urgencia de pasarles la mano en un momento dado.

Entre la planta baja y el primer piso está la escalera en la que se despliega la Victoria de Samotracia. Es la obra que más me gusta del museo y la primera vez que estuve aquí, hace más de diez años, me impresionó tanto encontrármela de pronto que me quedé sentada en la escalera un buen rato, admirándola. No sé si es el tamaño, o la sensación de movimiento, o una especie de energía positiva que parece emanar de la posición de las alas, lo cierto es que es una visión que se le queda a uno en la memoria para siempre.

No es difícil encontrar la sala en la que está la Gioconda. Hay señales por todo el camino desde la entrada hasta la sala correspondiente. Así que si sólo quisieras ver la obra maestra de Da Vinci podrías, en principio, entrar y salir sin distraerte. Pero la verdad es que es imposible. El gran salón donde tienes que entrar para dirigirte a la sala de la Mona Lisa es tan espectacular que no puedes evitar pararte a verlo. Es un pasillo enorme, con un techo que deja pasar la luz del sol, donde se exponen pinturas italianas desde el siglo XIII hasta el XVIII.



Es una tarea agotadora ver con detenimiento todo, cada cuadro te impresiona por una razón o por otra y llega un momento en que simplemente no puedes registrar nada más. Ahí es donde te das cuenta de que no importa cuántas visitas hagas al Louvre, nunca vas a poder captar completamente lo que hay allí ...y menos entenderlo. Tal vez por eso, y porque no tienes toda la vida para contemplarlo, los impacientes sólo van directo a las salas más importantes. Y es inevitable caer en el lugar común cuando se trata de la Gioconda. Las hordas de turistas frente a la pintura son ya una leyenda. Es una de las pocas pinturas protegidas por estrictas medidas de seguridad, por varios vigilantes y por cordones y barandas que impiden que la gente se acerque.



Sin embargo, logramos llegar hasta el borde más cercano que se le permite al público y mirar por un rato la cara sin cejas de la imagen que tantas especulaciones ha desatado. Tengo que confesar, desde mi supina ignorancia, que no me parece nada del otro mundo la tal Mona Lisa. Creo que hay pinturas mucho más interesantes y sorprendentes en este mismo museo y todo el ruido alrededor de una sola pintura me parece excesivo. Sin ir muy lejos, en la misma sala está Las Bodas de Caná, la gigantesca pintura de Veronese, que es un verdadero espectáculo. De ahí es este fragmento con gato...



La lista seguía, porque sólo habíamos visto cuatro de las diez obras que habíamos venido a visitar. Logramos ver La balsa de la Medusa y La Libertad guiando al pueblo. Están casi una al lado de la otra. Después de mucho buscar nos resignamos a no encontrar La coronación de Napoleón, Los votos de Horacio o La odalisca de Ingres. Eran casi las nueve y yo desfallecía del hambre, pero decidimos hacer un esfuerzo más para tratar de encontrar Los esclavos de Miguel Ángel. Y la verdad es que valió la pena buscarlos, porque se trata de esculturas no terminadas, que muestran el modo como del mármol crudo va saliendo cada músculo, cada brazo o pie, cada parte de esos cuerpos adoloridos.

No creo que sea posible decir con seguridad cuáles son las diez obras que se supone que hay que ver en el Louvre. Ninguna lista le hace justicia a la inmensa cantidad de objetos de arte realmente fascinantes que hay en el museo. Pero por algo había que empezar y la verdad es que nos sirvió de aperitivo, porque nos quedamos con ganas de ver más. La lección más clara cuando uno visita este tipo de espacios es que el valor del arte está más allá de lo que las obras representan o de lo que se supone que debes saber sobre ellas. El valor está en aceptar que un objeto te conmueva. Ese estremecimiento, esa pasión diferida, esa suspensión del ahora que hace que te dejes atrapar aunque sea por un par de segundos por las obsesiones o deseos de otro... eso es lo que vale la pena experimentar. Todo lo demás es discurso.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchisimas gracias, me ha hecho un tremendo favor.

Anónimo dijo...

Gracias

Anónimo dijo...

Muchisimas gracias por sus anotaciones.

Christine dijo...

Great!

Anónimo dijo...

Me encantó , gracias