lunes, 7 de febrero de 2011

De Londres y sus alrededores



Amiga,

Desde que llegué de Londres he estado con intención de escribirte para contarte mis experiencias en la capital, pero la verdad es que me ha costado sentarme, porque no sé muy bien cuál es el balance de esta visita. Desde el punto de vista personal, de contacto con la gente y con la ciudad, fue un viaje productivo y enriquecedor. Pero desde el punto de vista académico quedé en una especie de limbo del que no logro salir.

Con excepción de la noche del martes, me quedé desde el domingo hasta el jueves en casa de mi amiga Elisa Sampson Vera Tudela. Compartí con ella y su familia las actividades diarias que implican alimentar, bañar, vestir, organizar y entretener a cuatro niños. Todos ellos inteligentísimos, hiperactivos y curiosos. Disfruté los viajes de ida y vuelta de Cambridge a Londres, a pesar del estrés de las horas pico y de los cambios de tren, metro y autobús. Y fue un gusto enorme asistir a las clases regulares de Elisa, en las que los estudiantes hablaban sobre literatura latinoamericana con una pasión tal vez digna de mejores causas.

El día que me quedé en Londres aproveché para conocer la nueva estación internacional de St. Pancras. Caminé por mi viejo vecindario, como hago siempre que voy para allá. (De ahí es la foto que aparece arriba: un grafiti que se podría traducir como "Cuidado: Dios"). Almorcé en uno de mis restaurantes favoritos, Hare & Tortoise, llenísimo de gente, con decoración renovada, pero siempre con unos platos inmensos de noodles que me recuerdan los domingos relajados de hace diez años. Fui a la Tate Modern a ver la exposición de Gabriel Orozco, un mexicano que hace extrañas cosas con objetos encontrados. Y me metí en el cine en Leicester Square a ver una película, porque no encontré entradas a buen precio para ver ese día Los Miserables, que estoy con ganas de ver desde hace siglos.

Pero más allá de los paseos y las actividades extras, en realidad fui a Londres a dar una charla sobre un trabajo que estoy armando alrededor de la novela histórica venezolana del siglo XXI. Hablé de las mismas novelas que trabajé con ustedes en Mérida en junio del año pasado: Falke, de Federico Vegas; El pasajero de Truman, de Francisco Suniaga; y Rocanegras, de Fedosy Santaella. Tuve un público atento y entusiasta, pero me quedé con la sensación que siempre me atropella cuando hablo de literatura venezolana fuera de Venezuela: una profunda impresión de malentendido.

No sé cómo explicar esto, o más bien la explicación es tan larga y tan complicada que no sé por dónde empezar a darle vueltas. Tal vez lo primero sea que sigo inconforme y en abierta rebelión contra la costumbre que hay en este país de estudiar los idiomas extranjeros ¡¡EN INGLÉS!! No me conformo, no me acostumbro y me niego a dar mi brazo a torcer. Así que, de entrada, tengo que pedir permiso para hablar de la literatura venezolana en español y eso me predispone con la audiencia. La mayoría de la gente no ha escuchado hablar jamás a una venezolana y no importa con cuánta determinación me proponga hablar lento, es imposible, no puedo hablar despacio y la gente se pierde.

Pero más allá de la barrera del idioma, está esa sensación de que, no importa lo que digas, siempre explicas de más o explicas de menos. Nunca sabes realmente qué es lo que la gente conoce o debería saber o espera que le digas. Esa sensación no me asalta cuando hablo de mi trabajo en la tierruca, por razones obvias, supongo. Pero aquí tengo que explicar tantas cosas antes de empezar a decir lo que creo que es medianamente importante, que cuando me doy cuenta se ha terminado el tiempo que tenía para hablar, la gente cabecea y bosteza, y ya no puedo decir nada más.

Entonces vienen las preguntas y la sensación de extrañeza y malentendido se multiplica. Esta vez hubo preguntas interesantes, es la verdad. Pero igual, son preguntas que indican la distancia enorme entre este público y el tipo de público al que estoy acostumbrada. Que es más beligerante, está mejor informado, y no necesita que le expliques quién fue Juan Vicente Gómez. Y por eso he vuelto con una mezcla de inconformidad y vacío de esta experiencia. He vuelto a convencerme de que este no es mi lugar. Que no es aquí donde puedo trabajar, enseñando o haciendo investigación. Que tengo, de una vez por todas, que dedicarme a otra cosa.

Pero uno no puede evitar funcionar con una especie de inercia y es tan difícil desaprender. Así que ya estoy planeando la ponencia que voy a presentar en Caracas el mes que viene y armando un capítulo sobre literatura venezolana en el exilio que tengo que escribir antes de junio. También ofrecí dar un curso en el King´s en algún momento del otoño. En fin, amiga, soy una especie de sacerdote sin fe. Un oficiante de una religión extinta. Un soldado que no cree en la guerra. Creo que Pérez Reverte lo dice mejor en una de sus crónicas, pero no tengo ganas de levantarme a buscar citas, así que por pura falta de entusiasmo dejo esta historia hasta aquí.

Te mando un abrazo más bien a secas,

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