jueves, 10 de febrero de 2011

De perros y ranas

Amiga,

Ayer me avisaron que mi libro Narrar en Dictadura, el que ganó la Bienal Ramos Sucre de Ensayo en el 2009, acaba de ser editado por la editorial del Estado en Caracas. Nunca jamás debe haber habido sobre la faz de la tierra una editorial con un nombre más horroroso: “El Perro y la Rana”. Solamente por eso habría razones suficientes para quejarse si un libro de uno sale en una editorial como esa.

Pero tengo muchas otras razones para sentirme incómoda, frustrada y hasta furiosa con esta edición. Para empezar, nadie me preguntó nunca si quería que mi libro saliera bajo el sello de la revolución bolivariana. Pero, además, nadie tuvo la decencia de enviarme el montaje final para que hiciera correcciones y le diera el visto bueno. Así que no tengo idea de cómo luce, qué letra tiene, qué portada le pusieron. No sé si respetaron la dedicatoria que escribí en memoria de mi hermana Rebeca. Ni siquiera sé si salió con mi nombre completo. En fin, amiga, no es del todo una buena noticia.

Esta mañana me metí en la página de la editorial de nombre impronunciable y me horroricé de entrada ante el despliegue de propaganda típico de todas las empresas gubernamentales. Como no han actualizado la página desde diciembre, los libros nuevos no salen, así que al menos sigo sin estar en el catálogo. Pero me di un paseo por los libros que han editado hasta el año pasado y la verdad es que da lástima. Aparte de los libros de Monte Ávila, que se siguen editando bajo el nuevo sello, y de los libros para niños y los de poesía, todo lo demás es burda propaganda política. Y en esa compañía va a estar mi pobre obrita premiada.

Tengo un consuelo, sin embargo, y es que el libro habla de narradores en dictadura. De autores que, a su manera y en su campo, rompieron con la tradición precedente y ampliaron el horizonte de los cuentos que nos contamos a nosotros mismos para seguir adelante. Que es como decir que se rebelaron contra el autoritarismo y contra toda forma abierta o velada de antidemocracia. Entre esos libros que analizo está una novela de Úslar Pietri —que no es precisamente santo de mi devoción, todo hay que decirlo— donde cuenta las peripecias del tirano Aguirre. Yo hice un resumen de esa representación en unas líneas que fueron citadas recientemente, y algo fuera de contexto, en el blog de un colega.

En un fragmento en el que se analiza la novela El camino de El Dorado (1948), mi texto dice:

El tirano y la multitud amenazante que lo rodea se configuran así como los dos lados de un mismo drama histórico. Drama en el que el letrado sólo puede ser amanuense o bufón de corte. (…) La fuerza de los hechos consumados está por encima de la capacidad de los agentes y, fundamentalmente, del letrado que intente alterarlos. Desde este relato del desvarío de la historia, el letrado parece surgir lavado de culpas. La tiranía, tanto de la multitud como de su más temible producto, el caudillo irredento, no puede ser contrarrestada con la letra. Al caudillo sólo puede vencerlo la naturaleza implacable —la fuerza de los hechos— o la traición de las masas, que es como un cataclismo natural, como una avalancha indetenible. De ahí que Aguirre esté condenado desde el principio a la derrota y que ésta sea producto de la base misma sobre la cual se sustenta su liderazgo, la condición insostenible de su empresa. A fin de cuentas, lo que Aguirre realiza es una ficción de revolución de la que nadie está enterado hasta muy avanzada la aventura, y son estas ficciones de revolución las que parecen ponerse aquí en escena, en una vuelta de tuerca que permite observar, por su reverso trágico, las incursiones atrabiliarias de los caudillos espontáneos. Siempre temerosos de sus pies de barro, atentos al murmullo de los traidores que amenazan su precaria estabilidad, luchando incansables contra sus propios delirios. Porque si en un primer momento esta ficción presenta al tirano como una fuerza natural indetenible, hacia el final del relato su caída resultará tan inevitable como lo fue, en un principio, su emergencia.
Lo que me interesa tal vez destacar aquí con más énfasis es el hecho de que (…) en ningún caso la intervención del letrado puede desviar el curso de esta fuerza telúrica. Lo único que el letrado puede hacer es recuperar esta historia como lección en negativo. El archivo, aquí, es el lugar de los fracasos, de los extravíos de la norma, de las propuestas fallidas, de los recorridos circulares y alucinados. Y son estos extravíos los que permiten construir una lección en negativo. La función del letrado sería reconstruir ese pasado para mostrar, desde la luz de la razón, desde la distancia del evaluador desapasionado, los excesos de un poder que el letrado no puede alterar. Pero al que puede intervenir como amanuense, en un tiempo otro, en el que la función didáctica le permite construir una posición de autonomía y distanciamiento, que al mismo tiempo implica una clara legitimación de la voz que enuncia. Denunciar los extravíos del poder en la historia se vuelve equivalente a la denuncia de los excesos del poder en el presente.


Tal vez algo de esto valga también para mi pobre libro. Tal vez, dentro de muchos años, cuando algún estudiante de literatura desempolve mi texto para ver qué estábamos diciendo en los inicios de este triste siglo nuestro, encuentre en esta cita una clave. Una clave de lectura de un período en el que un poder arbitrario lo acaparaba todo y los que escribíamos teníamos pocas opciones. Pero también un período en el que, por querer abarcarlo todo, las instituciones del régimen publicaban incluso textos —como el mío, como tantos otros— animados por un impulso libertario y democrático.

Que mi libro sea, pues, una espinita en el zapato. Un hueso duro de roer para el perro. Y una estaca en la que la tal rana se ensarte, como dice la canción, que habla más bien de un sapo.

Te mando un abrazo sin sapos ni perros ni ranas!

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