viernes, 8 de mayo de 2009

Viajando con Virginia Woolf


Amiga,

He estado leyendo los apuntes de viaje que hizo Virginia Woolf a lo largo de su vida, editados por Jan Morris (Travels with Virginia Woolf, London: Pimlico, 1997). El libro contiene fragmentos de diarios, cartas y textos publicados en la prensa. Es todo un descubrimiento ver cómo percibía la Woolf el mundo que estaba más allá de las fronteras de su amada Inglaterra. Me parece interesante, sobre todo, su posición frente a la barrera idiomática y a los usuales malentendidos que generan las diferencias culturales. Para que te hagas una idea, traduje una crónica que fue publicada en el periódico The Guardian, el 19 de Julio de 1905.

Una posada andaluza/por Virginia Woolf

Los dueños de hoteles están aparentemente sujetos por ese amigable y delicado aspecto del sentido moral que suele llamarse lealtad. De ahí que, cuando preguntamos en Granada si encontraríamos un buen alojamiento para pasar la noche en cierto pequeño pueblo andaluz donde teníamos que dormir, nos aseguraron que el hotel del lugar era bueno. No era, por supuesto, un establecimiento de primera clase como el hotel palaciego en el que nos encontrábamos, pero se trataba de todos modos de una buena posada de segunda clase, donde estaríamos cómodos y tendríamos camas limpias. Así que a las nueve y media, cuando después de un largo día de lento deambular por el campo el tren finalmente se detuvo y anunció su intención de no ir más allá, las palabras del dueño del hotel en Granada sonaron amablemente en nuestros oídos. Nos contentaríamos con poco, pensamos, y durante los últimos momentos de nuestro viaje, mientras la hora habitual de cenar pasaba sin ser honrada y la mecha que nadaba en la lámpara de aceite cometía suicidio –su vida no había sido feliz- nos sostuvimos en la idea de esta recomendación y la buena posada de segunda clase se convirtió en el epítome de todo lo que se podía desear en la vida. Nos encontraríamos con una bienvenida sencilla y sincera; nos imaginábamos al dueño de la posada y a su mujer saliendo a recibirnos, ansiosos de sacarnos de encima nuestras maletas y abrigos –ocupándose de inmediato de arreglar nuestros cuartos y de matar el ave de corral que iba a servir para hacer nuestra cena. Nos pedirían una suma ridícula por la noche de descanso entre sábanas limpias y perfumadas y por la cena sencilla pero deliciosa y el excelente desayuno antes de nuestra temprana salida. Nos sentiríamos como si la plata fuese la moneda más vulgar con la que pudiéramos pagar tanta hospitalidad y pensaríamos que esa noble virtud –muerta hace mucho tiempo entre los dueños de posadas de nuestro país- todavía florecía en España.

Entre pensamientos como estos pasamos el tiempo hasta que el tren llegó a la última estación en la que seríamos recompensados por todas las fatigas del abrupto viaje. Fue algo desconcertante descubrir que los cargadores estaban evidentemente sorprendidos, por decir lo menos, de que dos viajeros con pesado equipaje fuesen depositados en la plataforma de la estación a esas horas de la noche. La inevitable multitud vino corriendo a mirarnos y se asombraron cuando nos escucharon pronunciar el cuidadoso arreglo de palabras en español que pretendía significar nuestro deseo de encontrar posada. Las frases de los libros de conversación en otros idiomas son como los animales extintos que se exhiben en los museos: sólo los iniciados pueden reconocer que están relacionadas con animales vivos. Resultó obvio de inmediato que nuestro especimen estaba sin esperanza extinto; y, luego, una duda terrible nos hizo pensar que lo que era ininteligible no eran sólo las palabras sino la esencia misma de lo que estábamos pidiendo. Al final, después de que tanto el español, como el francés y el inglés chocaron entre sí sin demasiado provecho, pareció descender sobre los nativos la idea de que no hablábamos su idioma y los poderes de la gesticulación fueron ejercidos sobre nosotros. Finalmente apareció un oficial que nos informó que podía hablar francés. Nuestra demanda por un hotel fue alegremente traducida a ese idioma. “El tren no va más lejos esta noche”, respondió el intérprete. “Ya sabemos, es por eso que queremos pasar la noche aquí”, dijimos nosotros. “Mañana en la mañana a las cinco y media”, nos respondió. “Pero esta noche, un hotel”, insistimos. El caballero que hablaba francés sacó un lapiz con aire de resignación y escribió en signos grandes y muy negros, 5 y 30. Nosotros nos encogimos de hombros y gritamos, “hotel”, primero en francés y luego en tres distintos tipos de español. La multitud, a estas alturas, ya nos había rodeado por completo y cada uno estaba traduciendo lo que decíamos a quien tenía al lado. Entonces nos acordamos de nuestro diccionario de español, que se había negado tercamente a ser abandonado en el camino, y allí encontramos el equivalente en español a la palabra “hotel” y la señalamos de manera enfática a nuestro auditorio. Tantas cabezas como podían juntarse miraron el punto que indicábamos sin entender y en ese momento el intérprete fue iluminado por una idea brillante. Se olvidó de nuestra palabra y comenzó a buscar de manera frenética una palabra entre las eses y las zetas. Lo ayudamos a buscar en el departamento de español de nuestro diccionario, pero al final resultó una búsqueda larga e infructuosa.

Mientras tanto nosotros repetíamos nuestra palabra solitaria esperando que por casualidad de algún modo cayera en suelo fértil. A cada una de nuestras palabras respondía un murmullo de buen español de parte de la multitud; finalmente, cuando estábamos tratando de definir un hotel a partir de un paraguas, un pequeño viejo se obligó a sí mismo a presentarse ante nosotros. A las inevitables preguntas el viejo respondía poniéndose la mano en el pecho y haciendo una profunda reverencia. Le preguntamos tres veces seguidas y las tres veces respondió de la misma manera, como si en su sola persona estuvieran condensadas todas las cualidades que necesitábamos. La opinión pública parecía de acuerdo de manera unánime en que debíamos aceptarlo como el representante de lo que queríamos -cena y cama- y nuestros últimos intentos de insistir en el equivalente en español a la palabra inglesa “inn” fueron todos respondidos con señales que apuntaban al viejo. Para terminar de resolver el asunto nos agarró de un brazo y nos condujo fuera de la estación hasta el borde de un desierto arenoso cubierto de retazos de monte e iluminado por una inmensa luna. De un lado había una empinada colina, coronada por un castillo morisco; y un poco más allá vimos una cabaña solitaria. La elección parecía ser entre los dos, y ninguno parecía exactamente lo que esperábamos. Miramos al viejo y nos dimos cuenta no sin cierto alivio que era al mismo tiempo viejo y pequeño. Al menos una de nuestras dudas fue aclarada muy pronto, porque resultaba evidente que la blanca cabaña iba a ser nuestro refugio y que el dueño del hotel en Granada, que nos había recomendado el lugar, tenía la imaginación de un artista. Se nos condujo a una habitación iluminada por una lámpara de aceite donde un grupo de hombres y mujeres estaban sentados alrededor del fuego bebiendo y conversando. Hubo una pausa en la que algunos ojos nos inspeccionaron con atención, y luego se nos condujo a una antesala que era la razón por la que la palabra ‘hotel’ había sido aplicada a la cabaña. Había una cama y un tabique de lona servía de puerta, había agua para lavarse si acordábamos mantener esa respetable farsa, y una vela por si necesitábamos luz. Estaba claro que si queríamos comida debíamos ir a buscarla a la estación; y no teníamos la menor intención de salir de nuevo a la brisa fresca que estaba haciendo afuera. Cuando a las once de la noche ya estábamos cansados del desierto español y el castillo morisco y de la conversación con el caballero que podía hablar francés, pero que no consideraba esencial entender ese idioma, regresamos a la posada a dar inicio a lo que prometía convertirse en una extenuante vigilia. La gente estuvo sentada conversando hasta tarde en alta voz. Trozos de un español vehemente atravesaban el tabique de lona y de algún modo parecían referirse a nosotros. El español es una lengua fiera y sanguinaria si se oye bajo estas condiciones. La figura de nuestro pequeño amigo con sus eternas reverencias y su dedo apuntando al pecho se fue volviendo cada vez más siniestra pasada la media noche; recordamos su opresivo silencio, su persistente determinación de separarnos de nuestro equipaje. Los campesinos de conciencia honesta, pensamos, se habrían ido a dormir mucho antes de estas altas horas. La única precaución que nos pareció posible fue recostar la solitaria silla contra la puerta. Eso debe haber tenido un extraño y tranquilizador efecto en nuestro ánimo, porque una vez fortificados contra el asalto asesino que nos amenazaba, nos quedamos dormidos sin cambiarnos de ropa y soñamos que habíamos encontrado la palabra en español equivalente a “inn”.

El sonido que finalmente nos despertó a las cuatro y media de la mañana fue ciertamente un asalto a la puerta; pero cuando miramos con precaución hacia afuera el único ser hostil que encontramos fue la campesina que traía en las manos una jarra de leche de cabra.


Hasta aquí la crónica de Virginia Woolf. A mí me pareció de lo más divertida y me entretuve un buen rato con la traducción. Espero que a ti también te parezca interesante.

Un abrazo,
r

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