jueves, 7 de mayo de 2009

Cena con sobremesa


Amiga,

Hace unos días fuimos a cenar con un colega de Lyo y su hija. Él se llama Peter y es un venerable matemático apenas un poco más joven que mi papá –es decir, no ha cumplido todavía los ochenta años. Ella se llama Jill –o algo así- y es una profesora e investigadora de algún área de la biología que no recuerdo con precisión y está a punto de mudarse a Australia, después de vivir en Edimburgo durante los últimos once años.

Jill es tal vez de mi edad, pero tiene el pelo muy corto y completamente blanco. Un asunto de herencia, según entiendo, porque su padre tenía la cabeza toda llena de canas a los 35 años. Los dos parecen hermanos, Jill es la versión femenina y ligeramente más joven de Peter. Los dos hablan en el curioso tono de los académicos, al mismo tiempo neutro y afectado. Siempre tienen algo inteligente que decir sobre cualquier tópico y en todo momento parecen ejercer la facultad de hacerte sentir inadecuada y torpe.

No puedo evitar quedarme días con las imágenes y las cosas que se dijeron en una reunión entre académicos. Sobre todo cuando, como en este caso, yo no estaba haciendo el papel de profesora universitaria y mis contertulios me observaban como se mira a un bicho extraño en peligro de extinción. Más bien, debo decir, a un bicho sin esperanzas. Un ser incapaz de hacer nada productivo y –para colmo- aparentemente feliz con la idea de dedicarse sólo a escribir, sin ningún propósito ulterior.

Como yo era la novedad en la mesa, porque ambos conocían bien a Lyo y se habían encontrado con él varias veces a cenar, las preguntas recayeron sobre mí durante una parte importante de la velada. O así me pareció por un larguísimo rato. Como es obvio, las preguntas estaban dedicadas a comprender qué hacía yo en la vida, como suele suceder en estos tiempos en que no se puede, impunemente, decir que uno no se dedica a nada en realidad, más que a vivir, leyendo mientras tanto un par de cosas interesantes y tratando de escribir.

Sin duda fue mi culpa el evidente tono de conmiseración de una gran parte de la conversa. Porque en algún momento de silencio incómodo anuncié que esa mañana había terminado de escribir un cuento y que estaba de lo más complacida con el resultado final. Un rato después Jill me preguntaba, en su mejor tono de consumada eficiencia, qué iba a hacer con lo que estaba escribiendo en general, y con ese cuento que acababa de escribir, en particular. Pues lo primero que voy a hacer es subirlo a mi blog, dije, en mi pobre inglés, que muestra muy poco de mi cuidada formación humanística.

Y entonces expliqué que escribo blogs y que tengo cuatro en el aire –tenía, porque acabo de desincorporar dos, por si no lo has notado. Les conté cómo y por qué mi blog de cuentos se llama “Cuentos de la Caldera Este” ...y luego me lancé a pontificar sobre el futuro de la escritura, que yo imagino como un lugar en el que los libros ya no existen y la gente escribe y publica sólo en la web y por puro amor al arte. De pronto sentí que había ido demasiado lejos y me quedé callada, esperando en el fondo que alguien estuviera de acuerdo conmigo y me felicitara por ser una pionera en el mundo futuro de la escritura intangible.

Pero estas conversaciones nunca toman el rumbo que uno espera. Así que Jill se embarcó en una disertación muy articulada sobre cómo es necesario que los autores escriban para la industria editorial, que es la que paga por libros de buena calidad y es la que mantiene el estandar para que el nivel no decaiga y no termine por considerarse válida cualquier cosa que cualquier bicho de uña decida escribir. Me pareció un argumento de lo más anticuado y empresarial, pero mi pobre inglés no me permitió organizar, en el momento, las miles de objeciones que se me ocurrieron todas juntas y que hubiera podido hacer si se estuviera hablando en español.

Así que sólo pude apelar, más adelante en la conversación, al caso de Dan Brown, que por alguna razón entró en la conversación, cubierto con el típico tono condescendiente con el que suelen referirse los intelectuales a los autores de best-sellers. Si la industria editorial es la que dicta lo que es y lo que no es buena literatura, dije lo mejor que pude pero seguramente con palabras más torpes, el caso de Dan Brown sería a fin de cuentas la norma de lo que todos deberíamos estar leyendo y escribiendo. El autor que gana más dinero sería el modelo a seguir.

Se me concedió el punto. Pero era obvio que mis niveles de argumentación no alcanzaban para alargar el tema más allá. Conversamos sobre muchas otras cosas, entre ellas los recuerdos de Peter de un mundo que parece prehistórico y su clara memoria del día en que un personaje motorizado de su pueblo natal le mostró una cosa llamada plástico que fabricaban en una industria cercana y que nadie sabía muy bien para qué serviría en el futuro. Pero yo me quedé en cierto sentido colgada en mi tema.

De todos modos, fue una noche agradable y debo admitir que valió la pena conocer a Jill y volver a ver a Peter. Al despedirnos Jill me deseó suerte con mis pequeñas historias. No pude evitar sentir el dejo de lástima y burla que había en su cuidado tono académico. Yo también lo he usado una y otra vez para lamentarme de mi propia suerte. Y lo usé muchas veces con mis estudiantes a los que les recomendé siempre, con total honestidad, que si se iban a dedicar a escribir ficción o poesía o teatro o cualquier otra cosa, no se metieran en la academia.

Tanto antes como ahora sigo creyendo que la academia está demasiado llena de certezas para permitirle un respiro a quienes quieren crear objetos nuevos, sean cuales sean. A veces es útil tener certezas. Otras veces lanzarse al vacío es lo único que garantiza que no nos quedemos siempre presos en el mismo punto. Pero cuando estás en el borde mismo entre una clara certeza y la total incertidumbre cualquier conversación inocente sobre la validez del oficio que pretendes ejercer puede lanzarte directo al pánico.

En esas andamos.

Cariños,
r

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