domingo, 8 de marzo de 2009

La lectora

Amiga,

La semana pasada fuimos a ver THE READER (Stephen Daldry, 2008). Entiendo que en español la titularon “El lector”, pero podría llamarse del mismo modo la lectora. Porque cada protagonista es a su vez, en un tiempo distinto, lector o lectora. Y es que esta es –entre otras cosas- una película sobre saber o no saber leer y, por eso mismo, es una película sobre el poder del saber o sobre la culpa del saber, que si a ver vamos es lo mismo.

Como seguramente sabes, la película cuenta la historia de un joven llamado Michael Berg, que durante la segunda postguerra –la que se oscurece con la memoria del holocausto- se enamora en Berlín de una mujer mayor, aunque bastante joven todavía –interpretada por Kate Winslet-, de la cual no sabe absolutamente nada. Tiempo después el joven, ya universitario, estudiante de derecho, descubre que la mujer está siendo juzgada por crímenes de guerra. Ella ha sido miembro de las SS y guardia -¿guardiana?- de una de las prisiones satélites del campo de Auschwitz, donde los nazis retenían a los judíos que eventualmente irían a parar a los hornos de exterminio.

Cuando nos enteramos de este terrible pasado ya la película ha desplegado ante nosotros, en una hora larga, la relación de este joven inexperto y totalmente entregado con la misteriosa mujer llamada Hanna. Es una relación desigual que poco a poco va estableciendo sus leyes y entregando sus saberes. En principio, el don que Hanna otorga es el de su cuerpo, lo que le permite establecer la ley del que más sabe, porque es ella la que ha vivido y porque está en su espacio y lo rige con mano dura.

Sin embargo, lentamente, el balance de poder se desliza hacia el muchacho que tiene un saber otro, que en cierto sentido intercambia con Hanna. Es el poder de descifrar la letra. A medida que la relación avanza, la mujer le pide al muchacho que le lea todo lo que le caiga en las manos. Poco a poco, las escenas de lectura van superando en intensidad e interés las escenas amorosas, lo que es –en sí mismo- un logro extraordinario de la película. En esas escenas de lectura vemos a Hanna asombrarse, reír, llorar a moco tendido. Nos conmueve su entrega a la ficción, al mundo misterioso de las palabras. Y en ese momento no sabemos hasta qué punto se trata de una entrega fascinada por el misterio de no saber, de no tener acceso a un saber que es de otros.

Cuando la relación termina de manera brusca, el joven Michael se queda sin explicaciones en medio de un espacio vacío. Un espacio que parece llenarse lentamente con otro tipo de saber. Ya no la educación sentimental que le ofrecía Hanna, sino el duro aprendizaje de las leyes escritas que deben regir la conducta humana. En este otro lado de la hitoria, las leyes están siempre marcadas por la letra y la letra es implacable. Es entonces que llegamos al juicio en el que se establece quién es culpable de qué.

Ante las evidencias presentadas en este juicio el protagonista debe también producir un veredicto, que no tiene nada que ver con la justicia oficial. Su veredicto tiene que ver con perdonarse a sí mismo por haber amado a una supuesta asesina. Y tiene que ver con preguntarse quién es el verdadero culpable, dada la evidencia de que aquella mujer que amaba las historias que le leían, tanto su joven amante como las jóvenes prisioneras que enviaba luego a morir a los hornos, es una analfabeta. Su secreto máximo es no saber leer y antes de revelar ésta, que es su más íntima vergüenza, prefiere aceptar la culpa y admitir una responsabilidad que no le pertenece.

Y es aquí donde esta historia casi privada se convierte en la terrible y dolorosa historia de un genocidio. La película parece buscar un modo de explicar la participación de miles de personas en la masacre de judíos durante la segunda guerra. Y la respuesta parece al mismo tiempo simple y tremendamente difícil de aceptar. Porque Hanna, la guardiana analfabeta, tiene una virtud particular. Es una mujer entregada al trabajo, con una ética de la eficiencia que bordea el perfeccionismo maniático.

No creo que sea exagerado decir que en esta película la culpa recae sobre esa mezcla de eficiencia con ignorancia que echó a andar una máquina de muerte. El cumplimiento ciego del deber, unido a la incapacidad de medir las consecuencias de una eficiencia a toda prueba, termina siendo la explicación para el extendido horror del holocausto. Y no se trata aquí de explicar las razones filosóficas o políticas del nazismo. Se trata de un ejercicio de micro-política: ¿quién hizo qué en el día a día de la masacre?, pero también ¿quién sabía qué? Por eso te decía al principio que, en el fondo, ésta es una reflexión sobre el poder del saber o sobre la culpa del saber.

En la respuesta que esta película ofrece se amontonan fantasmas y esqueletos difíciles de sacar a la luz. Porque, a fin de cuentas, no se trata sólo del pueblo alemán, de su empeño en dividirse y autodestruirse en función de una ideología construida sobre la segregación. Se trata de la naturaleza humana. De la tendencia que tienen todos los seres humanos a dividirse y autodestruirse en función de una ideología construida sobre la segregación.
Y a esa tendencia se opone un ideal letrado. La pasión por la lectura es la que ofrece la solución imaginaria a este conflicto. Los dos protagonistas tienen algo en común que va más allá de sus historias personales, de sus posiciones frente a la guerra y al holocausto, de la línea que separa a culpables e inocentes. La pasión por la lectura resuelve el conflicto convirtiendo a la asesina en lectora y en cierto sentido reivindicándola.

Pero los ideales letrados están lejos de resolver el dilema –digamos- universal que hay detrás de esta pequeña historia. Y esa es tal vez la incomodidad que me produce la solución pacificadora de esta película. Usar el amor al arte para probar la inocencia de un sujeto es caminar por un borde demasiado fino. En estos tiempos en los que hay tanto líder mesiánico por ahí gritando a voz en cuello que el holocausto nunca sucedió, tal vez sea discutible que a la industria del entretenimiento le dé por glamorizar a los nazis de bajo rango, que fueron tan eficientes que lograron matar a seis millones de judíos sin que el mundo exterior se enterara.

Y sin embargo, uno sale de esta película preguntándose no sólo quiénes fueron culpables y por qué, sino también cuántos de nosotros no nos hubiéramos considerado perfectamente inocentes, porque amamos la lectura y hacemos nuestro trabajo de manera eficiente. Como te digo, aquí hay un borde demasiado fino para poder caminar sobre él con un mínimo de seguridad. Y no puedo evitar preguntarme si a cuenta de construir estos lugares de ambigüedad no estamos permitiéndonos olvidar un par de cosas fundamentales. Como el hecho simple de que la vida de un ser humano vale tanto como la vida de otro ser humano, sea quien sea cualquiera de los dos y sean cuales sean sus saberes.

No creo que la discusión se acabe aquí, pero esta nota ya va demasiado larga, así que no sigo. Me gustaría leer el libro, escrito por Bernhard Schlink (1995), que dio origen a la película y tener una idea más clara -menos cinematográfica- de la discusión que la novela plantea. Pero con las imágenes y los diálogos que tengo a mano, la única conclusión a la que puedo llegar es ésta: cuando se trata de cuestiones fundamentales, como el derecho a la vida de una o de seis millones de personas, la ambigüedad es un refugio demasiado peligroso.

Ojalá podamos conversar pronto, delante de un buen café, sobre estas y otras cosas.

Te abraza,
r

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