miércoles, 11 de marzo de 2009

Extrañar el calor


Amiga,

Después de cinco meses de frío el cuerpo comienza a rendirse, a tirar la toalla, como decimos en criollo. Y mi manera de rebelarme ante el frío que no cesa es encerrándome, enconchándome cada vez más, si es que eso es posible. Desde el domingo no salgo a caminar al parque. Desde el domingo me niego a llenarme los zapatos de barro y a empaparme de esa lluvia menuda que te hiela los bordes de los dedos y te congela hasta el pelo.

Miro desde mi ventana el cielo gris, siempre gris desde la mañana hasta la noche –a pesar del sol de ayer-, y pienso que no es humano vivir bajo este clima. Me refugio en mis libros. Leo sobre memoria y diferencia, sobre olvidar y recordar. Porque estoy tratando de reconectar los cables de mi cerebro académico para ver si logro organizar una charla sobre algunas de las cosas que he investigado en un tiempo que me parece ya remoto.

Veo a saltos algunos pedazos de la película Secuestro Express y por un rato vuelvo a Caracas. Las calles del centro, la Avenida Libertador, Parque Central, Las Mercedes y las autopistas. Me acuerdo que mi vecina me preguntó si nosotros teníamos en Venezuela buenas carreteras, si se podía viajar por todo el país. Pues sí, tenemos buenas carreteras, le dije. Se puede viajar de punta a punta del país gastando más bien poco, porque tenemos grandes autopistas y, como producimos petróleo, la gasolina cuesta menos que el agua mineral. Nadie le cree a uno cuando uno dice esas cosas.

Leo entrevistas y reseñas de Secuestro Express. Está todo tan cerca y tan lejos. Me acuerdo de las conversaciones que tuve con colegas, amigos y estudiantes sobre la película. ¿Cómo hablar aquí de esas imágenes? Una de las cosas que me aterra de dar clases sobre América Latina en este país es precisamente sentir al mismo tiempo esa sensación de cercanía y extrañamiento que produce ser de un lugar que es al mismo tiempo tu objeto de estudio.

Cuando estás en Caracas, o en Buenos Aires o en México, estudiar la literatura y la cultura del lugar, ver las películas que hacemos, escuchar nuestras canciones en la radio mientras soportamos una interminable cola, es algo que no tiene que explicarse, que viene dado. Como el clima perfecto, la luz perfecta, el calor insoportable. Pero si estás aquí, en este otro lado de la geografía y de la historia, hablar de tu propia cultura termina siendo un acto de traición.

Es como esa imagen que usa Francisco Casavella para explicar el papel del escritor: la idea del guía mestizo, que viaja a territorio apache y regresa con noticias de un lugar otro, que está lejos y es vagamente amenazante. La tragedia es que perteneces a aquella cultura de la que traes noticias, pero vives en la otra y te ganas la existencia al traducir tu cultura a los términos en que ‘el hombre blanco’ entiende. Eres al mismo tiempo un traductor y un especimen, una muestra etnográfica y un vínculo. Nunca me he sentido cómoda en ese papel.

Ahora que vuelve toda esa incomodidad, porque estoy tratando de retomar mi trabajo académico, entiendo que –como dice mi amiga Gina- puedo regresar de ese territorio remoto desde otro lado. Entre otras cosas porque ya no estoy allá. Estoy en este helado invierno eterno, mirando las calles de Caracas en la pantalla de mi laptop. Y ya no lloro. Sólo me quejo aquí, contigo, por hábito y por necesidad de escribir lo que siento.

Y porque llevo cinco meses luchando contra el frío que no cesa y extraño el calor y los cielos despejados y el olor del centro de la ciudad, en el camino que va de la Plaza Bolívar a la Biblioteca Nacional, que es una de mis caminatas favoritas... y la vista del Ávila desde mi ventana. Y extraño que suene el teléfono y alguien me recuerde que hay algo que debo hacer, un lugar a donde debo ir. O que simplemente suene el teléfono y una voz conocida me salude y me pregunte cómo estoy.

Las cosas que uno extraña después de cinco meses de frío, amiga.
Conversar largo contigo, por ejemplo.

Cariños,
r

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