jueves, 25 de septiembre de 2014

De aspavientos y malacrianzas


Amiga,

Estoy casi llegando de Cambridge donde presenté una ponencia sobre el libro Historia menuda de un país que ya no existe, de Mirtha Rivero. La conferencia, organizada por la Venezuela Research Network, fue un momento perfecto para encontrarnos venezolanos de adentro y de afuera, así como gente de otras partes interesada en analizar la cultura y la política venezolanas, en el amplio sentido de los dos términos.

No viene al caso comentarte con detalles el lado académico del evento. Lo que sí quería era contarte del fenómeno curioso de las identidades que se ha estado produciendo en estos últimos años en los que tantos venezolanos se han ido y han terminado enseñando en las universidades algún aspecto de la tierruca. El primer resultado de esta diáspora académica, creo, es la necesidad de fraguar espacios de diálogo con los que quedaron allá. El segundo, la creación de una nueva generación de apasionados por el estudio de lo nuestro.

En el primer caso, el de la búsqueda de lugares de contacto, de espacios de encuentro, creo que se trata de responder a una necesidad humana de juntarse con lo semejante. Pero basta con que se junte un grupo de venezolanos para que las diferencias broten casi de inmediato. Y no hablo de la diferencia política que divide a la gente en dos bandos claramente delimitados. Más bien estoy pensando en las diferencias de tono, de registro discursivo. Los que siguen allá continúan utilizando un tono crispado y prepotente de hablar, de gesticular, de plantarse ante el mundo que ya hemos olvidado los que estamos afuera.

No le atribuyo ninguna virtud a ese apocamiento del tono y de la gestualidad. Los exiliados nos hemos encogido bajo el peso del mundo al que hemos tenido que enfrentarnos. Hemos aprendido que ocupamos un espacio minúsculo y que a nadie le importa quiénes somos ni qué pensamos. Nos hemos acostumbrado a andar por ahí sin que nadie nos note. Decimos lo que pensamos en un tono menor, sin arrebatos, sin énfasis. Tenemos un ego desinflado, moldeable, pequeñito. Hemos dejado de sentir que el mundo empieza y termina en nuestro ombligo.

La malacrianza es algo que hemos olvidado los que estamos afuera. No podríamos sobrevivir en este mundo inhóspito si anduviéramos por ahí exigiendo protagonismo. Hemos tenido que descubrir, muchas veces en otro idioma, los tonos correctos para comunicarnos con el mundo y eso nos ha hecho menos seguros, más modestos. Estamos aprendiendo todo de cero y a veces nos sorprendemos descubriendo el agua tibia. Estamos obligados a preguntar y a escuchar. A seguir instrucciones al pie de la letra. Nos hemos resignado a responder sólo cuando se nos pregunta y siempre con muchas dudas por delante. Gajes del exilio.

Tal vez por eso, en reuniones como éstas miramos los toros desde la barrera y nos asombra y nos escandaliza lo que calificamos como falta de maneras de nuestros colegas. Nos asombra que interrumpan cuando otro habla y que hagan gestos de desaprobación sin disimular en lo más mínimo. Nos escandaliza que, sin más ni más, alguien se pare y se vaya en medio de una discusión, porque no le han dado la palabra o porque se ha acabado el tiempo y la moderadora ha cerrado el debate, pidiéndonos que terminemos de conversar en el pasillo mientras tomamos café.

Pero aún así nos alegra reencontrarnos. Durante las primeras pausas, en la mesa del café, al principio no nos mezclamos mucho. Cada quien parece estar aferrado a su trinchera. Pero luego hay otras pausas y otros momentos para comer y fumar. Entonces nos tanteamos y nos acercamos a cada grupo a ver de qué se habla y todo parece fluir sin tantas trabas y se nos olvidan las lecciones que hemos aprendido y terminamos enfrascados en conversaciones a gritos en las que todos se interrumpen unos a otros y abiertamente se descalifican sin tapujos.

Me alegró recuperar por un par de días ese tono enfático. Esa pasión con la que atacamos y nos defendemos cuando estamos entre nosotros. Porque recordé en la piel, en la garganta, ese modo de ser bullicioso y maleducado, que no tiene que ser ni bueno ni malo sino que parece como de otra parte, de otro tiempo. Un tono y un énfasis que ahora ya no me creo capaz de sostener por mucho más de un par de días. Hablamos de memorias y de nostalgias, pero sobre todo se habló de política, como es inevitable entre nosotros.

Sin embargo me alegró, sobre todo, ver y escuchar a los jóvenes que están abordando el estudio de la cultura venezolana sin las taras de los viejos. Entre los jóvenes la discusión sobre el régimen y su caudillo es sólo un detalle tangencial. Lo que cuenta en verdad es otra cosa. Mientras los viejos no pierden ocasión de embarcarse en largas y enrevesadas discusiones sobre el cómo y el por qué y el hasta cuándo del régimen que nos agobia, los jóvenes discretamente observan y sonríen y se van a un rincón a hablar de otra cosa sin tantos aspavientos. Saben que el futuro les pertenece.

Te mando un abrazo maleducado y gritón,
r


2 comentarios:

Raquel Rivas Rojas dijo...

Anoto aquí el comentario que me hizo Eliza por correo:

"Yo en cambio, aquí adentro, observo a esos jóvenes tan amoldados, amiga, tan "neutrales" porque ese régimen que a nosotros nos oprime, a ellos les parece "natural" Y algunos, también hemos tenido que hablar bajito, en nuestro propio clima e idioma. Percepciones."

Luz Marina Rivas dijo...

Qué interesante la experiencia de observarse desde afuera. Qué claridad la tuya de ver cómo nos vamos callando. Imagino que esa manera "maleducada" y frontal de hablarnos venía de confiar en que no había peligro entre los semejantes, que el diálogo democrático incluía la pasión desbordada. Por el comentario de Eliza, puede notarse que ahora se confía menos, que el miedo puede acallar como también lo hace la incertidumbre de los espacios nuevos. Cambios de la cultura por cambios en el entorno. Un abrazo.