miércoles, 25 de enero de 2012

Correr y escribir


Amiga,

Tengo días leyendo, entre otros libros, el texto de Joyce Carol Oates que se llama La fe de un escritor. He sentido varias veces el impulso de traducirte algunos de sus fragmentos y me he distraído después con otras lecturas. Pero hoy me senté a traducir el fragmento que se llama "Correr y escribir" porque sé que va a interesarle mucho a nuestra amiga Gina, aunque a ti no te va a hacer mucha gracia, siendo como eres enemiga jurada del ejercicio físico. Así que esta vez uso nuestro blog para hacerle llegar a otra amiga un texto que sé que le va a decir mucho más de lo que te va a revelar a ti.

Pero antes una línea sobre la traducción. No es nada fácil traducir a Joyce Carol Oates. Tal vez por eso gran parte de su obra sigue sin circular en español. La dificultad tal vez esté en que su flujo de pensamiento no se atiene a una lógica de causa-efecto. Sus ideas fluyen sin orden y el traductor tiene todo el tiempo la tentación de "ordenar" ese flujo, de darle una mayor consistencia, de hacerlo entrar en razón. No me he sentido ajena a esa tentación y he enmendado varios saltos abruptos y cambiado con frecuencia una puntuación enrevesada por una que me resulta más clara. Aún así, he tratado de respetar la carrera del texto, sus saltos y sus aparentes inconsistencias. Espero que la traición no supere el esfuerzo de ser fiel.

Correr y escribir, por Joyce Carol Oates


¡Correr! Si hay una actividad más feliz, más emocionante, más nutritiva para la imaginación no logro pensar cuál puede ser. Al correr, la mente vuela junto con el cuerpo; la misteriosa fluorescencia del lenguaje parece palpitar en el cerebro, siguiendo el ritmo que los pies y el movimiento pendular de los brazos. De manera ideal, el escritor que es también corredor recorre el territorio de sus ficciones, como un fantasma que atraviesa un paisaje real.

Debe haber algún tipo de analogía entre correr y soñar. La mente que sueña no tiene cuerpo, tiene poderes especiales para moverse y, al menos en mi experiencia, con frecuencia corre o se desliza o “vuela” por la tierra o el aire. (Dejando a un lado la conocida e insatisfactoria teoría de que los sueños no son más que compensaciones: vuelas en sueños porque en la vida real apenas te arrastras; te desplazas por encima de todos mientras duermes, porque en la vida real otros están por encima de ti). Es posible que esos triunfos del desplazamiento que parecen cuentos de hadas sean residuos atávicos, memorias alucinatorias de un ancestro distante para el que el ser físico, sobrecargado de adrenalina en situaciones de emergencia, no podía distinguirse del ser espiritual o intelectual. Al correr, el “espíritu” parece impregnar el cuerpo. Del mismo modo que los músicos experimentan el extraño fenómeno de la memoria táctil en la punta de los dedos, el corredor parece experimentar en los pies, en los pulmones, en el pulso acelerado, una extensión del yo que imagina. Los problemas estructurales que me planteo al escribir en una mañana de trabajo larga, confusa, frustrante y con frecuencia deseperanzada, por ejemplo, puedo casi siempre desentrañarlos corriendo en la tarde. En los días en los que no puedo correr, no me siento yo misma, y el yo que se me revela en esos momentos me gusta mucho menos que el otro. Y la escritura continúa siendo frustrante y confusa en medio de una revisión sin fin.

Es sabido que a muchos escritores y poetas les encanta estar en movimiento. Si no corren, suben montañas; si no suben montañas, caminan. (Como saben todos los corredores, caminar, incluso muy rápido, es apenas un sustituto de correr. Es una actividad a la que tarde o temprano todos tenemos que recurrir cuando las rodillas nos fallan, pero al menos es una opción.) Los grandes poetas románticos ingleses se inspiraron claramente en sus largas caminatas, en todos los tipos de climas: Wordsworth y Coleridge en el idílico Lake District, por ejemplo; Shelley (“Yo sigo adelante hasta que algo me detiene y nunca nada me detiene”) durante sus cuatro intensos años en Italia. Los trascendentalistas de la Nueva Inglaterra, de los cuales el más famoso fue Henry David Thoreau, eran intensos caminantes. Thoreau se jactaba de haber viajado mucho estando en una misma ciudad, y en su elocuente ensayo titulado “Caminar” reconocía que necesitaba pasar más de cuatro horas al día fuera de casa, caminando; si no, se sentía “como si hubiera cometido un pecado por el que era necesario pagar un alto precio”. El texto que más me gusta sobre el tema es “Caminatas nocturnas” de Charles Dickens, que Dickens escribió algunos años después de haber sufrido un caso extremo de insomnio que lo impulsó a salir a las calles de Londres durante toda la noche. Escrito con la brillantez típica de Dickens, este inquietante ensayo parece apuntar más allá de lo que las palabras revelan; Dickens asocia su terrible inquietud nocturna con la sensación de no tener casa, y por lo tanto de sentirse fuera de sí mismo. Se trata de una identidad nueva e impersonal, que él califica como “callejera”, y que lo impulsa a caminar y caminar y caminar en la oscuridad y bajo la lluvia persistente. (Nadie ha captado la romántica desolación, el éxtasis de estar al borde de la locura, mejor que Dickens, quien ha sido erróneamente considerado como un dispensador de historias populares y sentimentales.) No es ninguna sorpresa que Walt Whitman haya caminado largas distancias, porque es posible sentir el pulso del caminante en sus poemas encantatorios y casi sin aliento, pero puede ser sorprendente descubrir que Henry James, cuyo estilo se parece más al ritmo de una intrincada labor de tejido que a la fluidez del movimiento, también adoraba caminar largas millas por Londres.

Yo también caminé (y corrí) por largas millas en Londres hace unos años. La mayoría de las veces en Hyde Park. Sin importar el clima que hiciera. Estaba acompañando a mi esposo durante su año sabático y vivíamos en una calle de Mayfair que daba a la esquina de los oradores. Sentía tanta nostalgia por América y por Detroit, que corría compulsivamente; no para descansar de la intensidad de la escritura, sino como un ejercicio que formaba parte del proceso mismo de escribir. Porque mientras corría en el Hyde Park, estaba corriendo en Detroit, imaginando los parques y las calles de la ciudad, las avenidas y las autopistas, con una claridad visual tal que al regresar a nuestro apartamento sólo tenía que transcribir lo que había visto para recrear Detroit en mi novela Do with me what you will –Has conmigo lo que quieras– de una manera tan fiel como habría sido capaz de hacerlo mientras vivía en esas mismas calles. ¡Qué experiencia tan impresionante! Sin los intervalos para correr no creo que hubiera podido escribir esa novela; y sin embargo, qué absurdo –se podría pensar– estar viviendo en Londres, una de las más hermosas ciudades del mundo, y estar soñando con Detroit, una de las más problemáticas ciudades que existen.

Tanto correr como escribir son actividades altamente adictivas, y para mí ambas están vinculadas de manera inextricable con el despertar de la conciencia. No puedo recordar un tiempo en el que yo no estuviera corriendo y no puedo recordar un tiempo en que no estuviera escribiendo. (Antes de que pudiera escribir lo que podríamos llamar palabras humanas, yo imitaba ávidamente la escritura de los adultos con mis garabatos infantiles. Mis primeras “novelas” –que me temo que mis padres todavía guardan, en un baúl o una gaveta en nuestra vieja granja en Millersport, New York– consistían en libretas llenas de garabatos con dibujos de animales como gallinas, caballos y gatos parados sobre dos patas. Porque para entonces yo no era capaz de dibujar personas y estaba muy lejos todavía de comprender la psicología humana.) Mis memorias más antiguas de caminatas por el campo tienen que ver con la sensación especial de soledad que sentía al correr o escalar en nuestra plantación de peras y manzanas, o a través de los altos sembradíos de maíz, movidos por el viento, que se levantaban sobre mi cabeza, o a lo largo de los caminos que usaban los granjeros o a las orillas del río Tonawanda. Durante toda mi infancia, corriendo o caminando, exploré incansablemente el campo: las granjas vecinas, los antiguos graneros que escondían tesoros inesperados, las casas vacías y las propiedades abandonadas de todo tipo, algunas de ellas supuestamente peligrosas, como los tanques de agua y los pozos cubiertos con precarios tablones de madera. Estas actividades están íntimamente relacionadas con el impulso de contar historias, porque siempre hay un yo fantasma, un yo “ficticio”, en ese tipo de escenarios. Por eso creo que cualquier forma de arte es una especie de exploración y transgresión. (Nunca vi un signo de NO PASAR que no fuera un reto para mi temperamento rebelde. Esas señales, ubicadas debidamente en árboles y cercas, para mí significaban más bien, ¡PASA DE UNA VEZ!) Escribir es invadir el espacio ajeno, aunque sea para perpetuarlo; escribir es incitar a la censura más rabiosa de parte de quienes no escriben, o de quienes no escriben de la manera que uno lo hace y se sienten amenazados por un tipo de escritura diferente. El arte, por naturaleza, es un acto de transgresión y los artistas deben aceptar ser castigados por eso. El castigo será más devastador mientras más original e incómodo sea el arte.

Si escribir implica castigo, al menos para algunos de nosotros, el acto de correr, incluso cuando somos adultos, puede evocar recuerdos dolorosos de haber sido, hace tiempo, cuando éramos niños, perseguidos por gente que quería atormentarnos. (¿Hay algún adulto que no tenga el recuerdo de alguien que lo atormentó? ¿Hay alguna mujer adulta que no haya sido, de una u otra manera, molestada sexualmente o amenazada?) ¡Esa descarga de adrenalina que parece una inyección directa al corazón! Cuando era niña asistí a una escuela rural en la que todos los grados estaban reunidos en un mismo salón. Eran ocho grados muy diferentes a los que les daba clases la misma maestra sobrecargada de trabajo. No había manera de escapar a las bromas, los golpes, los pellizcos, las bofetadas, los rasguños, ni a las patadas o los insultos que eran comunes en el patio de la escuela, más allá del santuario del salón de clase, porque en esos años no había ninguna ley que protegiera a los niños contra semejante maltrato. Esa era la época en la que un hombre podía golpear a su mujer y a sus hijos, y la policía muy rara vez intervenía a menos que hubiera algún herido grave o un muerto. Con frecuencia, mientras estoy corriendo en los más idílicos paisajes, me acuerdo de la niña que, hace décadas, corría atacada por el pánico. Yo fui una de esas niñas sin suerte que no tenía hermanos mayores que la defendieran contra la crueldad sistemática de los compañeros de clase, así que mi única defensa válida era salir corriendo. No creo que me hubieran elegido a mí particularmente para molestarme porque yo tuviera buenas notas o algo así. Años después entendí que se trataba de un abuso de género y que no era nada personal. Es un acto que debe prevalecer a lo largo de las especies y nos permite comprender las experiencias de los otros, experimentar una sensación parecida a lo que debe ser el verdadero pánico, el auténtico sufrimiento y la real desesperación. El abuso sexual nos parece el más odioso tipo de abuso y es con seguridad el tipo de abuso que alimenta el olvido reparador.

Más allá de las palabras impresas, en mis libros están siempre presentes los lugares que me permitieron imaginar los libros y sin los cuales esas historias no podrían existir. En algún momento en 1985, por ejemplo, corriendo a lo largo del río Delaware, al sur de Yardley en Pennsylvania, miré hacia arriba y vi las ruinas de un puente ferroviario y recuperé en un instante el recuerdo vivo, visceral, de haber cruzado un puente peatonal que estaba al lado de una línea de tren muy parecida a la que estaba viendo, por encima del Canal Erie, en Lockport, New York, cuando yo tenía entre doce y catorce años. En ese momento vi la posiblidad de una novela que sería después You Must Remember This –Tienes que recordar esto– ubicada en una mítica ciudad al norte del estado de Nueva York muy parecida a la original. Pero con frecuencia ocurre lo contrario: me encuentro corriendo en un lugar tan enigmático, entre casas tan misteriosas, que estoy obligada a escribir sobre esos lugares, para hacerlos vivir en la ficción, como se dice. Soy una escritora totalmente fascinada por los lugares. Gran parte de mi escritura es una manera de aliviar la nostalgia por mi lugar de origen, y los espacios que habitan mis personajes son tan cruciales para mí como los personajes mismos. No podría escribir ni siquiera un cuento corto sin ver con total claridad lo que los personajes están viendo.

Las historias nos llegan como expectros que exigen ser encarnados. Cuando corro, mi consciencia se expande de tal modo que puedo mirar lo que estoy escribiendo como si viera una película o un sueño. Con muy poca frecuencia invento algo frente a la máquina de escribir, lo que hago es recordar lo que he visto mientras corría. No uso computadora sino que escribo largos fragmentos a mano (Sí, ya sé, los escritores son locos). Para el momento en que me siento a tipear formalmente lo que he escrito, ya lo he visualizado varias veces. Nunca he concebido la escritura como un simple arreglo de palabras sobre la página sino como el intento de darle cuerpo a una visión, a un complejo de emociones, a una experiencia cruda. El esfuerzo del arte que perdura es el de evocar en el lector o el expectador las emociones apropiadas a ese esfuerzo. Correr es una meditación. De una manera práctica me permite hojear en mi mente las páginas que acabo de escribir, buscando errores y formas de mejorar el texto. Mi método consiste en una revisión continua. Mientras escribo una novela larga, cada día vuelvo a reescribir las primeras partes para mantener una voz consistente y fluida. Cuando escribo los últimos dos o tres capítulos de una novela, reescribo simultáneamente los primeros capítulos para que, idealmente al menos, la novela sea como un río que fluye de manera uniforme, con cada pasaje funcionando de manera simultánea con todos los demás. Los sueños pueden ser vistos como fugas temporales hacia la locura que, debido a alguna oscura ley de la neurofisiología, nos permiten mantenernos alejados de la verdadera demencia. Del mismo modo, la actividad gemela de correr/escribir conserva al escritor en un estado de razonable cordura y, aunque sea de un modo ilusorio y temporal, le hace mantener la esperanza de que tiene todo bajo control.


Hasta aquí el texto de Joyce Carol Oates. Aunque me resulta imposible correr, me identifico con los ejemplos de autores que necesitan caminar para poder imaginar mejor el mundo que están tratando de construir. Mis caminatas por el parque, de las que tanto te he hablado en este blog nuestro, son a veces el único momento del día en el que recobro la fe en este oficio ingrato de tratar de contar historias.

Te dejo aquí un abrazo andariego,

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