miércoles, 10 de noviembre de 2010

Mudanzas y desarraigos


Amiga,

Supe que estás buscando casa. Qué cosa horrible es buscar donde vivir o, mejor dicho, quedarse sin un lugar donde vivir. Comparto contigo la angustia y la sensación de orfandad que se le viene a uno encima cuando hay que pasar por ese cambio abrupto que implica deshacerse de hábitos que nos ha costado construir, abandonar la tibieza de lo cotidiano, destruir el equilibrio precario del día a día. Te acompaño en la angustia y en la espera.

Comparto también, por otro lado, la sensación de aventura y de riesgo, la apertura hacia el qué vendrá, hacia lo inesperado y lo posible. Porque esas dos cosas entran juntas y revueltas en el desarraigo. Y toda mudanza es un desarraigo, un pequeño exilio. Cada vez que metemos en cajas y en maletas nuestros bártulos y levantamos vuelo y desbaratamos el nido estamos de algún modo desterrándonos.

Y cada destierro nos quita de encima una piel vieja y nos obliga a construirnos una nueva piel. Tal vez por eso, nosotras, que nos hemos desarraigado tantas veces, vivimos a la intemperie. Porque no nos hemos dado tiempo de crear corazas. Porque con cada nuevo despojo y con cada nueva piel aprendemos lo que vale ser vulnerable: ser capaz de empezar siempre otra vez, sabiendo cómo será todo.

Primero: la tristeza. Dejar el lugar del hábito da susto, da furia, pero sobre todo da un dolor hondo. Pero después va llegando, poco a poco, una vez que se encuentra el nuevo espacio, la aventura de reconocer los objetos viejos en los nuevos espacios, experimentar con los lugares en los que caben o no las cosas, cocinar la primera comida con la incomodidad de no saber dónde está nada. Reconstruir las rutinas cotidianas, aprenderse de memoria las calles nuevas, asimilar los olores sorpresivos, los ruidos que al principio parecen ajenos y después se van a volver sonidos de fondo…

Porque después del destierro nos espera siempre un nuevo arraigo. Y en ese nuevo espacio que vamos armando habrá un lugar para lo que hemos sido al lado del lugar en el que va a entrar la vida que está por venir. Y habrá un tiempo de desajustes y de sentirse como fuera de lugar. Sobre todo en las mañanas, cuando despertamos sin saber dónde estamos. Y en las tardecitas, cuando al mirar por la ventana no reconocemos el árbol que asoma detrás de un techo. Pero en medio de esos dos sustos el día a día va a reconocer su cauce.

Y así, de tristeza en tristeza, de susto en susto, de incomodidad en incomodidad, iremos domesticando el nuevo espacio hasta hacerlo nuestro. O hasta que el espacio nuevo nos acoja y podamos volver sentirnos en casa. Porque llega el día —siempre llega el día— en que al prepararnos una taza de café descubrimos que ya podemos alargar la mano para agarrar el azúcar y el azúcar siempre está ahí, como están la silla y la mesa y los libros y la ropa en el closet. Llega el día en el que, al mirar por la ventana, sentimos que el vecindario nos pertenece y que todo ha cobrado ya un aire familiar y hasta monótono.

Espero, amiga, que la búsqueda te sea leve. Y que mientras buscas no te desesperes. Porque hay un futuro en ese lugar nuevo que te espera del otro lado de la angustia. Y esperar por el futuro es tal vez la única forma de fe que todavía nos queda.

Te mando un abrazo grande como una casa,
r

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