lunes, 4 de octubre de 2010

Seis años



Amiga,

Hoy he iniciado el día con un ritual que he repetido todos los 4 de octubre desde hace seis años. Encendí una vela delante del retrato de mi hermana y traté de recordarla de la mejor manera posible.

En años anteriores este ritual terminaba siempre con una tristeza terca y dura que me era difícil soportar. Pero esta mañana me di cuenta de que la tristeza, más tarde o más temprano, termina retrocediendo, para dar paso a una especie de paz.

Así que hoy, en vez de sentarme a llorar frente a la imagen de mi hermana, decidí recuperar algunos recuerdos que me permitieran mantenerla viva en mi memoria y, en lugar de lamentar su muerte, decidí celebrar su vida.

Me acordé de las veces que viajamos juntas. Sobre todo de aquella vez que fuimos a Apure a quedarnos en carpa en el medio de la sabana. Antes de agarrar rumbo a lo desconocido teníamos que dormir en San Fernando y no se nos ocurrió mejor idea que aceptar la sugerencia de mi papá —apureño por los cuatro costados— de quedarnos en un hotel del que nos dió todas las señas. Nunca encontramos el famoso hotel, que debió desaparecer años atrás. Y después de horas de deambular, cuando ya se había hecho de noche, decidimos quedarnos en el primer hotel que encontramos.

Mientras nuestros respectivos maridos resolvían lo de las habitaciones, Rebeca se asomó a la camioneta donde yo los esperaba, acompañando a Patricia, que tenía apenas unos dos años y estaba dormida. Rebeca venía doblada de la risa. Yo no entendía de qué se reía y cuando ella trataba de hablar y reirse al mismo tiempo era imposible entender nada. Al final logré descifrar que se reía del nombre del hotel. Por más que intento no me puedo acordar del nombre, pero sí me acuerdo que Rebeca estuvo años contando el cuento de aquel lugar, que parecía más bien un burdel de ínfima categoría. Se llamaba algo así como “El Matadero”.

También me acordé de cuando fuimos al matrimonio de Yndhibeth, una prima nuestra que se casaba en el templo votivo de la virgen de Coromoto. No sé si has estado ahí, pero eso es mucho más que una iglesia, es un lugar gigantesco, hecho para albergar multitudes. Veníamos tarde, porque salir con Rebeca era un ejercicio de paciencia, a última hora siempre se tenía que devolver a buscar algo que se le había quedado y siempre miraba el reloj con toda calma y anunciaba que todavía teníamos tiempo, aunque lleváramos media hora de atraso. Cuando llegamos, vimos que la boda había empezado y entramos apuradas a la iglesia.

Yo andaba con una cámara y quería tomar fotos antes de que la ceremonia se terminara, así que me adelanté, con mi cámara en la mano, y un par de veces intenté enfocar a los novios. Pero estábamos lejísimo y no era posible, así que seguí caminando casi hasta llegar al altar. Cuando pudimos ver con claridad a los novios nos dimos cuenta de que no eran ellos. Rebeca no se pudo contener y lanzó una carcajada inmensa que retumbó en la bóveda del templo con un eco casi siniestro. La carcajada nos dio todavía más risa y tuvimos que salir por una de las puertas laterales casi corriendo, para no interrumpir más la boda ajena. Pero los familiares de los novios desconocidos con seguridad estuvieron escuchando nuestras carcajadas por un buen rato hasta que logramos calmarnos.

Con esos recuerdos de mi hermana riéndose he pasado este día, sorprendida de sentir que de verdad, con el tiempo, el dolor se cura. Aunque queden en pie la nostalgia y una aguda sensación de vacío, que tal vez no se acabe.

Te mando un abrazo menos triste que antes,

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