lunes, 24 de mayo de 2010

El ruido y la furia


Amiga,

Este fin de semana aprovechamos el clima extraordinario que está haciendo —sol y ¡calor!— y nos fuimos a la playa. Como te comenté el verano pasado, las playas aquí pueden ser mucho menos limpias de lo que se ven en las fotos. Así que hice primero una rigurosa investigación para asegurarme de que, esta vez, el agua estaría lo más limpia que se puede de este lado del mundo …y con esa garantía a mano, comenzamos nuestra aventura playera.

El objetivo era la playa de un pueblito que se llama Burntisland. El pueblo está del otro lado del estuario del río Forth, casi frente a Edimburgo. Pero para llegar allá desde nuestro pueblito hay que agarrar un autobús y dos trenes. En un día normal, sin contratiempos de ningún tipo, se puede estar del otro lado del río en un poco más de una hora. De ida tuvimos suerte y apenas pasadas las once ya estábamos frente al mar.

Lo primero que tuvimos que aprender fue a pronunciar la extraña palabra que da nombre al lugar a donde pretendíamos ir. Nos costaba tanto recordar el nombre que nos lo llevamos anotado en un papelito por si acaso. Y menos mal que tomamos esa simple precaución, porque cuando quisimos comprar el pasaje en el tren, la amable señora que esperaba nuestras instrucciones con la máquina de imprimir pasajes en la mano no entendía para dónde queríamos ir. Solución: mostrar el papelito.

Cuando escuchamos el modo como la vendedora de boletos pronunció el nombre, se nos iluminó la mente. “Burnt-island”. En nuestra memoria auditiva, habituada a los sonidos de un idioma menos complicado, no habíamos dado con la idea de que el nombre del pueblo estaba conformado en realidad por dos palabras: la palabra isla —island— y la palabra quemada —burnt. Íbamos pues a una isla quemada y ya no se nos iba a olvidar el nombre nunca más.

Al llegar a la playa entendimos la razón del nombre. Frente a la costa hay, en efecto, una isleta de roca oscura, que parece el pedazo chamuscado de un castillo o de un barco hundido. Pero el resto del pueblito no tiene nada que ver con la imagen que evoca el nombre. Es un lugar más bien alegre, orgulloso de su historia, con iglesias y castillos en los que se alojaron o firmaron documentos o pronunciaron discursos notables personajes cientos de años atrás. Y con la típica calle principal llena de tienditas coloridas, restaurantes y bares.

Pero como todos los mini-pueblos de los alrededores, parece más bien un satélite de la capital que cobra vida los fines de semana con sol, en los que todo el mundo se va a la playa y se alborota con el exceso de calor. No me voy a quejar. La pasamos bien. Lyo se dio un chapuzón de cinco segundos en el agua helada y yo me alegré de poder mirar lejos y mojarme los tobillos hasta que se me congelaron los pies y me dolieron los dedos.

Sin embargo, estar en una playa escocesa a casi treinta grados centígrados no es una experiencia agradable. Más que nada porque hay gente alrededor de ti, mucho más cerca de lo estrictamente necesario …y porque ¡gritan! Nos movimos de un sitio a otro, una y otra vez, tratando de escapar de madres gritonas, niñitos llorones, adolescentes escandalosos, padres regañones. Pero no hubo manera. A cualquier lado que nos movíamos nos seguían, como moscas, seres necesitados de establecer su lugar en el mundo a través de alguna forma de ruido.

Logramos un mínimo de paz en la tardecita cuando, después de una vuelta para almorzar y una siesta en el parque, volvimos a la orilla de la playa para despedirnos del mar ¡y nos encontramos con que el mar se había ido! La marea había bajado tanto que se podía ver el piso de arena hasta la famosa isla quemada. Y para allá nos fuimos a caminar, con los zapatos en la mano, hasta acercarnos al borde del agua, cientos de metros orilla adentro.

A mí me sigue fascinando el fenómeno de las mareas, por más predecible y científicamente explicable que sea. Eso de que el mar se retire de su lugar y se vaya lejísimo, dejando como desnudo el pedazo de tierra en el que estaba, las algas huérfanas, los caracoles a la intemperie, me parece simplemente un milagro. Una cosa como voluntaria, como si el mar estuviera vivo. Y aquí las mareas son abruptas y totales, lo que las hace aún más sorprendentes.

Después de caminar hasta el borde de la marea nos paramos a mirar lo cerca que se veía desde ahí la ciudad. Estar en ese borde en el que el mar se detiene a esperar que le toque su turno para volver a ocupar el territorio que le pertenece me resulta una experiencia angustiosa. Tal vez porque uno de mis sueños más viejos y más recurrentes tiene que ver con una ola inmensa que se levanta de pronto y me atrapa. El caso es que el sonido de esa especie de corriente submarina que está esperando ahí para avanzar me da un susto irracional. Así que me siento más cómoda viendo el fenómeno de lejos.

Ya en la orilla, nos dedicamos a ver cómo el agua volvía a su lugar y a las siete nos fuimos caminando con calmita hacia la estación. Nuestro tren debía salir para Edimburgo pasadas las siete y media, pero cuando llegamos a la estación los monitores anunciaban que había problemas con las señales en el sistema de trenes de la ciudad y que nuestro tren había sido cancelado. Tuvimos que esperar una hora al tren siguiente.

Ya en Edimburgo, muertos de hambre, esperamos otra hora el autobús que hay que agarrar para llegar hasta el pueblito en el que vivimos. Total, tres horas para hacer un trayecto que en carro no hubiera significado más de cincuenta minutos. Como siempre que pasamos por estos percances con el transporte público, juramos proponernos sacar nuestras licencias y comprar un carrito, aunque sea usado y pequeñito, pero que nos lleve y nos traiga sin tantos dramas.

A pesar del ruido y la furia —como diría el poeta— la pasamos bien y recargamos las pilas. No sabemos cuándo va a volver a hacer un tiempo tan espléndido como el de este fin de semana. Así que hay que guardarse dentro el azul hasta la próxima vez. Mientras tanto, puedes ver las fotos de la playa llena —arriba— y la playa vacía —aquí abajo. ¡Es un espectáculo!

Te mando un abrazo grande como una marea,

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