martes, 14 de octubre de 2008

Fin de semana



Amiga,

El mundo está en crisis, la economía mundial se viene abajo, las bolsas se desploman de un extremo al otro del planeta... y en ese escenario apocalíptico ¿qué hacen los parisinos? ¡Compran! ¡Compran, comen y beben, como si el mundo se fuera a acabar mañana!

Teníamos un plan típico de fin de semana: compraríamos un par de cosas, almorzaríamos rico y terminaríamos el día en el cine. Pensamos que era un plan sencillo y pretendíamos hacer todo lo más lejos posible de las hordas de turistas. Hemos aprendido que los fines de semana el ritmo de la ciudad baja así que esperábamos que sería un sábado tranquilo. Pero nos equivocamos. Nos encontramos con una multitud de compradores enardecidos, con los restaurantes y los cafés atiborrados y con una sala de cine tan llena que por primera vez en casi doce años que tenemos de asiduos cinófilos nos tocó sentarnos en filas diferentes. No nos quedó otra que preguntarnos si se debía al buen clima del fin de semana, o si se trataba de una revancha frente a los mensajes que los medios han estado difundiendo los últimos días acerca del fin de la prosperidad del primer mundo.

Las multitudes que encontramos en la calle estaban compuestas en su gran mayoría por parisinos demasiado abrigados para el clima casi veraniego que estaba haciendo. Yo, que soy friolenta, me estuve quitando trapos de encima todo el día y no podía entender el termostato de esas jovencitas con chaquetas negras hasta las rodillas, inmensas bufandas de lana ...¡y hasta guantes! Dentro de las tiendas alguien decretó que estábamos ya en el más frío de los inviernos y, como resultado, las calefacciones andan a toda mecha aunque afuera esté haciendo 25 grados. Y aún así, las multitudes que veían ropa, se probaban trapos y hacían largas colas en cada una de las cajas eran inmunes al calor sofocante. No parecía implicar ningún sacrificio hacer toda aquella agotadora actividad cocinándose a fuego lento y acompañados por la mitad del género humano que había decidido hacer exactamente lo mismo.

En el restaurant al que fuimos a comer, que era mucho más grande por dentro de lo que parecía por fuera, la cantidad de gente también era sorprendente. Por suerte se trataba de uno de esos lugares en los que te atienden tres y cuatro funcionarios de distinto rango y condición, que uno está seguro que no se llaman mesoneros o ‘meseros’, sino que ostentan algún título que soy incapaz de nombrar por crasa ignorancia de las jerarquías del mundo de la cocina, pero que aquí parecen generalizarse bajo el título de ‘serveur’. Comimos rico, aunque en medio de la multitud nos sentimos empujados literalmente a un borde, porque como éramos sólo dos miserables seres, nos sentaron en una mesita ínfima, en la pata de una escalera, y desde allí vimos pasar platos y más platos para arriba y para abajo, como si el universo entero se hubiera congregado a comer en el mismo lugar que nosotros habíamos elegido.

Nos tomamos el 'creme' de la tarde en una de esas plazas donde convergen varias calles y en cada esquina hay un café y aún así no había una sola mesa libre. Tuvimos la suerte de que un par de jovencitas abandonaran justo a tiempo la minúscula mesa en la que nos sentamos. Pero ni los tiempos de crisis ni el buen clima pueden hacer cambiar de humor a los ‘garçones’ que sirven en los cafés. Y esta ley es igual tanto para los días de abarrotamiento como para los días de plácida ausencia de comensales. No pudimos lograr que el jovencito de peinado neo-punk que nos atendía nos sirviera un miserable vaso de agua con el café, aunque se lo pedimos tres veces de todas las maneras que hemos aprendido a pedir ‘de l´eau’.

Hicimos tiempo en nuestra minúscula mesa, a pesar de la carencia de agua, porque nos pareció de lo más normal llegar a la sala a cinco minutos para la hora. ¡Craso error! Para entrar a la sala no había una cola sino un río de gente empujándose. La sala era inmensa y aún así sólo conseguimos sentarnos en fila india, uno adelante y el otro atrás. Estábamos presenciando lo que es el fenómeno Woody Allen, según me enteré después. Fuimos a ver su última película: ‘Vicky, Christina, Barcelona’ que se está estrenando aquí esta semana en decenas de salas. Según parece, todas estaban igual de llenas. (No que la película lo merezca, todo sea dicho. Pero esta no es una entrada en la que me voy a poner a hacer crítica de cine.)

Al salir, vimos más y más colas de gente para entrar a los cines y no había ni un restaurant sin comensales ni un bar sin alegres bebedores. En fin, amiga, que si el mundo se va a acabar gracias a la crisis, la debacle no parece que vaya a comenzar por aquí. O, si lo hace, encontrará a los parisinos gastando sus devaluados euros en la calle!

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