miércoles, 13 de agosto de 2014

De libros y otras memorias



Amiga,

Ya no sé a dónde se me va el tiempo. O más bien sí. Se me han ido casi tres meses metida de cabeza en la traducción de un libro. Lo disfruté mucho, pero en el proceso me di cuenta de que hay una definición muy clara de lo que es entrar en la "edad madura": es esa época de la vida en la que no puedes hacer varias cosas a la vez. Será por eso que se dice que envejecer es volver a ser niños.

El caso es que estoy regresando de ese largo viaje por un libro que era de otra persona y que ahora es también un poco mío. Y me cuesta concentrarme otra vez en mis propios pensamientos, en mis propias palabras, en los sonidos que no me resultan ajenos. Es un regreso a tientas. Y para ayudarme a volver estoy entregada a escuchar y ver a otros autores hablar sobre sus obras en la feria del libro de Edimburgo.

Creo que lo he dicho en este blog nuestro antes, el culto a los autores y a sus obras me parece una de esas prácticas destinadas a desaparecer. Y, sin embargo, cada vez que entro a la plaza en la que se celebra la feria del libro me pregunto si de lo que se trata es de una nueva forma de celebridad, muy lejana a la que perseguía –por ejemplo– a Dickens. En esta encarnación del culto a los sacerdotes de la letra el libro es lo de menos. La mercancía que se vende es más bien una forma de contacto, de conexión: la experiencia de estar en presencia de los hacedores de otros mundos. Mundos que se compran y se venden.

Cuando entras al café donde se reúnen los que son y los que están, todo el mundo te mira para ver si eres o no una celebridad. Como se trata de una cultura que presume de alternativa, sus cultores no se diferencian de la "gente común." Jackie Kay, la más celebrada poeta escocesa, se parece a cualquier señora a punto de retirarse que se asoma a los estantes de la librería a ver qué novedades hay. Así que es necesario mirar dos veces a todo el que te pasa por al lado, porque en cualquier instante puedes entrar en contacto directo con la celebridad. Y ante ese contacto la clave es siempre la misma: permanecer impasible.

Sólo en un lugar se permite una muestra mínima de emoción, un rubor, una risita nerviosa: cuando después de una larga y lenta fila te toca extenderle a tu autor favorito el libro que quieres que te firme. Ahí se te permite descomponerte un poco. Después no. Cuando sales de la fila y te desprendes con reticencia del contacto con la celebridad, te toca recomponer las facciones y salir de allí como si no hubieras sido bendecido por la gracia de respirar el mismo aire que tus dioses.

Ayer, mientras esperaba que un joven miope preparara con meticulosa lentitud mi café con leche descafeinado, estuve observando a los que se acercaban a Jackie Kay para pedirle que estampara su firma de alguno de sus libros. Ella conversaba con todos con un entusiasmo envidiable. Los que venían a rogar la venia de su nombre la miraban con una mezcla de admiración ilimitada y contención impuesta. Lo que me pareció más interesante fue que, una vez superado el trámite de la firma, los reverentes lectores volvían al mundo real sin poder expresar su entusiasmo.

Casi todos andaban solos, así que no tenían de inmediato a quién contarle su hazaña. Los que iban acompañados se limitaban a mirarse y compartir una sonrisa tímida. La sonrisa del que acaba de hacer una travesura y no puede hacer alarde de ella. Mientras los miraba llegar frente a su ídolo, extender el libro, intercambiar palabras, esperar en pose recatada y salir, me acordé de mis propias incursiones en las filas de los reverentes.

Hace un par de años le declaré mi amor incondicional a Junot Díaz y mi admiración agradecida a Andrés Neuman, siguiendo la misma danza de los que hoy se rendían frente a Jackie Kay. Con una diferencia, yo hablé con mis autores en español, un poco a los gritos –aunque me apene admitirlo–, y hasta me atreví a abrazar a Junot Díaz y a darle un beso a Neuman. Nada de contenciones.

Ahora soy más vieja y más sabia. Ya no hago colas para que me firmen libros. Me limito a entrar con discreción en las salas en las que los escritores hablan de sus obras y a sentarme en un rincón oscuro a escuchar y mirar. Mis pretensiones no van más allá de las del visitante incrédulo que observa sin ninguna emoción particular el modo como los vitrales reflejan la luz en una solemne catedral gótica.

Y recuerdo. Porque esa es ya la única otra cosa que puedo hacer al mismo tiempo que otra. Recordar. Me acuerdo del tiempo en el que esa danza también tenía sentido para mí. Pero es un recuerdo despojado de nostalgia.

Cuando regreso a casa abro el libro que estoy leyendo en mi lector electrónico y sonrío. Porque he mirado en un mismo día el pasado y el futuro.

Te mando un abrazo antiguo como un libro,
r


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