miércoles, 23 de junio de 2010

De vuelta


Amiga,

Estoy aquí sentada frente a mi laptop, mirando el cielo nublado por la ventana a medio abrir y tratando de hacer un balance de mi visita a la tierruca. Tengo una de esas gripes transoceánicas que sólo se pueden agarrar en los aviones y mi ánimo no es precisamente amable. Pero aún así insisto en tratar de escribir algo que de algún modo deje constancia del viaje de ida y vuelta.

Mi primera reacción mientras esperaba en el aeropuerto, por horas de horas, fue de una especie de alivio. Ya no me siento segura en mi propio país y eso me pone triste. Antes de embarcar, tuve que bajar a la zona de carga de Maiquetía a abrir mi maleta, porque había en ella algo sospechoso: libros. Los guardias nacionales que te obligan a abrir tus maletas en el aeropuerto parecen aves de rapiña en busca de presas fáciles. El guardia que te pregunta por qué vives fuera del país, y cuándo tienes pensado volver, suena como uno de esos personajes de películas de espías, detrás de una cortina de hierro que se supone que ya no existe más.

No me sentí cómoda. No me sentí segura. Quería salir corriendo de una vez y llegar a un lugar en el que la arbitrariedad tuviera al menos una cara más amable. Un lugar en el que funcionaran los cajeros automáticos, en el que no tuviera que mirar cada tanto por encima del hombro, en el que tuviera internet en casa las veinticuatro horas del día, en el que pudiera ver la televisión sin exponerme a interminables cadenas, en el que nada de lo que se hace de manera cotidiana pareciera un delito.

Ya en el avión, con más de diez horas para hacer balance, pude pesar y medir con calma los afectos que se quedaron atrás, las demostraciones de cariño, las risas, los cuentos, las promesas de volver. No sentí nostalgia, porque todo estaba todavía demasiado cerca. Más bien sentí alivio de poder descansar de la queja permanente. A ratos tuve la sensación de que en la tierruca toda conversación comienza y termina en la queja política. Es una desgracia.

Pero, por suerte, hay también planes, ganas de hacer cosas, jirones de esperanza por aquí y por allá. En Caracas todo parece estar igual. La gente soporta la vida lo mejor que puede, sin demasiadas angustias. En Mérida, me pareció que había un empuje y unas ganas de hacer cosas que iba más allá de la supervivencia. Aunque no puedo evitar recordar las repetidas conversaciones en las que las ganas de hacer algo terminaban en planes de huida.

Me preocupa que en demasiados casos la esperanza esté puesta en irse lejos. No soy yo quien va a lanzar la primera piedra contra el exilio. ¿Cómo podría? Pero la idea de que la única solución que queda es irse me parece engañosa. No sé. Tal vez lo que pasa es que prefiero imaginar que alguien se planta y echa raíces sin tanta quejadera y tanto llanto. La desesperanza es una cosa horrible y, si se trata de hacer balance, lo que vi en la tierruca fue mucha, demasiada, desesperanza.

Y entiendo por qué, entiendo cómo, pero no me resigno. Creo que a la gente en la tierruca le hace falta horizonte, mundo abierto, perspectiva. Están demasiado encerrados en sí mismos. Y la lucha diaria, hora a hora, contra adversidades tan duras que son imposibles de obviar, hace que ese horizonte se desaparezca. Y lo que hace falta no es horizonte para irse, sino para quedarse.

Sin embargo, ahora que estoy de regreso, en este lado del mundo que parece ofrecer una perspectiva más ancha, siento como si hubiera estado quince días encerrada en una pecera. Un espacio limitado, con una densidad otra, que no te permite airearte, circular libremente, pensar en otra cosa. Un lugar acotado por la necesidad y la escasez. Un territorio marcado por la insatisfacción. Una especie de cárcel.

Nunca pensé que el exilio iba a sentirse como una forma de liberación. Hasta ahora, mi separación de los lugares y los afectos que sentía más míos había sido dolorosa. Ahora ya no sé. Ahora que siento alivio de estar lejos me he quedado como suspendida en una nostalgia que no tiene raíz. Y este es un desarraigo frío, inconsecuente, duro como una piedra.

He llegado por fin a este otro lado del exilio. Y ya no quiero volver. Ya no sé ni siquiera si quiero seguir escribiendo sobre este exilio.

Te abraza distante,

r

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