martes, 5 de febrero de 2008

Tribulaciones de una consorte (apurada)

Amiga,

Después de días encerrada porque el clima simplemente se niega a mejorar, me dejé animar por la idea de acompañar a Lyo a la ciudad. Entre una reunión a mediodía y una clase al final de la tarde tendríamos tiempo para ir al cine y ver una película interesante en la cinemateca (se llama Filmhouse, pero le decimos cinemateca entre nosotros). Salir en medio de la semana implica acomodar entre los horarios de trabajo el tiempo para hacer algo fuera de lo común. Suena divertido, pero no siempre lo es.

La primera señal de que las cosas no iban a ser tan sencillas la tuvimos justo al salir: comenzó a nevar! Paciencia, pensé, en lo que llegue el autobús estaremos calentitos y secos por cuarenta minutos antes de tener que enfrentar otra vez el frío en la ciudad. Pero a veces los horarios de los autobuses no funcionan con la exactitud británica con que deberían y justamente era uno de esos días: esperamos más de quince minutos. Ya sé que para los estándares de nuestro transporte público, allá en la tierruca, esperar un autobús por quince minutos es lo más normal del mundo; pero no aquí donde los autobuses tienen horario y todo el mundo espera que se comporten como debe ser. Lo bueno es que el autobús eventualmente llega, y siempre funciona la calefacción y siempre hay puesto donde sentarse y esperar que la ropa se seque y poco a poco el frío moleste menos.

En el camino parece que el tiempo mejora, así que cuarenta minutos después nos bajamos en la ciudad con buen ánimo. Caminamos por Princes Streeet hasta encontrar la esquina donde tenemos que subir hasta George Street. Hay un viento que parece querer decir “te dije que no salieras hoy”. Mientras Lyo asiste a su reunión, yo lo espero en una de las librerías más grandes de la ciudad. Las librerías aquí son tan enormes que al entrar uno se siente sobrepasado por la capacidad humana de producir discursos, palabras, imágenes, historias... pero aún así es un gusto curiosear. Siempre miro primero los estantes de los libros más vendidos a ver qué me llama la atención. Leo los resúmenes en la parte de atrás de los títulos que me suenan más interesantes, si algo me parece que de verdad vale la pena leo el primer párrafo o la primera página. No estoy con ánimo de comprar, así que no tomo nota mentalmente de ningún texto en particular, sólo trato de acordarme de que tengo que comprar la última novela de Ian McEwan que sigue en las listas de los más vendidos. Luego paso a los estantes marcados como “Fiction”. La palabra "Literatura" sirve aquí para muchas cosas, así que se usa "ficción" para nombrar algo que para nosotros parece mucho más serio y de ese modo se confunden best sellers con obras de Shakespeare. Me llama la atención que aquí hay toda una sección de Scottish Fiction, textos escritos por escoceses o sobre Escocia. Entre los libros me sorprende un nombre latino: Diana Gabaldón. No tengo idea de quién es y leo una por una las contraportadas de los libros. Trato de recordar su nombre para después, porque me parece curioso que la hija de un mejicano se haya dedicado a escribir novelas de aventuras ubicadas en las tierras altas de Escocia.

Miro hacia afuera y veo que comienza a nevar otra vez. Sigo mi recorrido por los anaqueles en orden alfabético. Veo una traducción al inglés de la última novela de Vargas Llosa y reviso la sección donde están los libros de Virginia Woolf. Después me detengo en los estantes de literatura para adolescentes. Me distraigo leyendo las cartas de Beatrice, uno de los personajes de Lemony Snicket. Es una edición ingeniosa, porque viene en una carpeta y cuando se abre puedes ver las cartas y hay pistas impresas en un poster que se deben seguir para descubrir un misterio. Todo el texto está pensado como un rompecabezas, pero también como un archivo de pruebas, una especie de archivo policial que debe desplegarse en una mesa para poder cubrir visualmente todo el material.


Cuando estoy frente a los estantes de novelas gráficas, Lyo llega apurado y hay que salir corriendo a la cinemateca porque es casi la una de la tarde y la película comienza a la una y media y apenas vamos a tener un poco menos de media hora para almorzar. Ha dejado de nevar y de llover, pero el viento continúa y es realmente difícil caminar. Lyo me jala por una mano y yo siento como si caminara por uno de esos túneles de viento que se usan para probar la resistencia de algunos diseños de carros. Con este viento no hay paraguas que valga, así que cuando empieza a llover no hay que quejarse, sólo mantener la vista fija en el suelo y agradecer que la chaqueta sea impermeable. Al llegar a la cinemateca parece que hubiéramos caminado media hora, pero sólo han sido unas cuatro cuadras y menos de diez minutos. Compramos las entradas y, por suerte, descubrimos que la película empieza quince minutos más tarde y que eso nos da más de media hora para comer. Pedimos nuestro plato favorito –garbanzos al curry- en el restaurant de la cinemateca y esperamos... y esperamos... pasan más de quince minutos y seguimos esperando. Yo he estado leyendo la programación de Febrero y trato de tomarme el asunto con calma. A Lyo está a punto de darle un ataque. Los dos miramos el reloj cada minuto. Cuando finalmente llega nuestra comida tenemos menos de diez minutos para comer y salir corriendo a la sala 3, donde pasan la película que vinimos a ver: Lust, Caution de Ang Lee.

Comemos lo más rápido que podemos y nos levantamos en carrera. Me tranquiliza saber que una vez sentados en la sala vamos a tener tiempo de digerir el almuerzo en dos horas largas de película. Cuando entramos en la sala ya están pasando las propagandas de las películas que vienen. Por suerte estamos a mitad de la semana y a mitad de la tarde, así que no hay muchos puestos ocupados y encontramos un par de asientos en el centro. Sin embargo, siempre nos sorprende que todas las veces que hemos venido a este cine hay gente a cualquier hora del día o de la noche. Lyo dice que aquí hay demasiada gente que no trabaja. Yo le insisto en que no es eso, sino que hay personas con horarios flexibles, como los que trabajan en las universidades. Tomando en cuenta que esta es una ciudad universitaria, eso puede implicar una cantidad sustancial de gente. Pero esta conversación sucede después. Entrar en una sala de cine en este país es una experiencia que no puede menos que calificarse de “civilizada”. En las salas de cine NO SE HABLA. Para todos aquellos que hemos aprendido en las cinematecas ese código de comportamiento, esta puede ser una observación ociosa. Pero para cualquier hijo de vecino que asista a una sala de cine venezolana puede resultar una revelación. En nuestras salas de cine la gente no sólo conversa con quien esté al lado, la gente incluso habla por el celular!... y si tienes la osadía de pedir silencio, el que habla puede incluso decidir hablar más alto para dejar en claro su derecho a molestar al resto del universo. Pues aquí no. Aquí cada quien se comporta como debe ser.

La película que estamos viendo hoy es larga, lenta, no se puede decir que fastidiosa, porque está muy bien hecha y su estética proclama, a gritos, que es de un director reconocido: todo en ella es perfecto. Todo menos la historia que para mí es insostenible. Cuando después de casi tres horas la película termina y antes de que comiencen a pasar los créditos Lyo me dice que tenemos que salir volando porque su clase comienza en menos de una hora. Al volver al frío de las cinco de la tarde yo simplemente dejo de pensar. En esta época del año el sol se oculta cerca de las cuatro y media, así que estamos en una especie de entrepenumbra y en un minuto se va a hacer de noche. En la acera, en el medio de la lluvia y el viento, Lyo me dice, “déjame pensar” como si yo pudiera hacer otra cosa. Tenemos que decidir entre agarrar el autobús o montarnos en un taxi. Lo más lógico es un taxi, pero no tenemos efectivo, así que Lyo corre hasta la esquina donde hay un cajero mientras yo lo espero muerta de frío. Después cruzamos la calle en volandas sin respetar los cruces legales, pero el taxi que habíamos visto vacío al salir está ahora lleno y acaba de arrancar con sus alegres pasajeros dentro.

Caminamos dos cuadras para agarrar otro taxi en una esquina en la que es posible cruzar a la izquierda inmediatamente y evitar la cola del centro. Lyo se adelanta cuando ve un taxi vacío y yo corro para alcanzarlo. Finalmente estamos en camino y estamos bien de tiempo. Pero el taxista no cruza en la esquina sino que sigue directo hacia el centro y quedamos atrapados en la cola que pretendíamos evitar. Otra vez miramos los relojes sacando cuentas para saber si llegaremos o no. Lyo tiene que sacar antes de la clase unas fotocopias porque hoy hay un examen y el material no está listo, así que tenemos que estar ahí al menos quince minutos antes. Cuando salimos de la cola ya calculamos que vamos a poder llegar a tiempo y creo que es el único momento del día en que nos desaceleramos. Decidimos que yo me quedo en la universidad hasta que Lyo termine su examen y después nos vamos juntos a la casa en autobús. Cuesta entre ocho y doce libras ir desde el centro de la ciudad a la Universidad. No es mucho, pero no es algo que puedas hacer todos los días porque te arruinas.

Después de la clase Lyo tiene que resolver el papeleo del examen y dejar todo ordenado para la preparadora que se encarga de corregir (qué envidia tener alguien que corrija por ti! esto sólo lo puede entender alguien que haya dado clase a más de ochenta estudiantes en un trimestre y que jamás haya tenido un preparador que le corrija los exámenes). Miramos los horarios y decidimos que nos vamos en el autobús de las siete y veinte. Cuando salimos de la oficina de Lyo es noche cerrada y sigue lloviendo. Caminamos hasta la parada por el medio de un bosque de árboles enormes y pelados. Discutimos la película y Lyo dice que a pesar de la lluvia, del viento y el frío, ha sido una tarde agradable. Dice que tengo que escribir en mi blog todo lo que pasó hoy, porque le parece divertido que hayamos pasado toda la tarde pegando carreras, así que esta nota es casi por encargo.

Pero yo no estoy tan segura de que haya valido la pena el apuro, así que mientras esperamos el autobús en la parada, congelados, establezco una nueva ley: nunca más vamos a ir al cine si tenemos un compromiso después. Espero que esa ley se cumpla, aunque sea para que yo no tenga que escribir otra nota tan larga y fastidiosa como ésta.

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