Amiga,
Ayer
entregué por fin mi último trabajo de este semestre. Lo entregué
ya sin ningún ánimo y sin esperanza alguna. Las notas que he
recibido no han sido nada alentadoras y he pasado días deprimida por
no haber sido capaz de hacer un mejor trabajo. Tenía la tonta
esperanza de sacar notas decentes al menos en dos de las seis
materias que estoy cursando. Y resulta que estoy pasando con las
mínimas notas. Eso me ha hecho repensar la vida entera.
No
exagero. He pasado la mayor parte de mi vida en salones de clase,
sentada detrás de un pupitre como estudiante o detrás del
escritorio como profesora. He recibido toda clase de calificaciones,
notas, evaluaciones, la mayoría de ellas bastante por encima de la
media. Jamás me ha quedado una materia, nunca fui a un examen de
reparación. Ni siquiera en bachillerato donde permanentemente
llevaba matemáticas "arrastrando" hasta el último examen,
cuando milagrosamente me salvaba de pasar todo agosto estudianto para
reparar en septiembre.
He
corregido cientos de trabajos, exámenes, proyectos de investigación.
He evaluado tesis de maestría y doctorado. He escrito al margen de
muchísimos trabajos miles de comentarios de todo tipo. He puesto
notas de todos los calibres, algunas de las cuales me parecían
estrictas, otras más bien regaladas, la mayoría pensé que eran
justas. Con todo esto lo que quiero decir –tal vez reiterar, porque
ya lo he dicho antes– es que he estado en los dos bandos de esta
máquina de producir gente educada.
Lo que
significa que sé cómo funciona. O más bien, creía que sabía.
Ahora no estoy tan segura. Llevo una semana pensando por qué esta
vez me ha costado tanto dar con la clave de lo que podríamos llamar
una buena nota. No hay una sola respuesta, claro. Pero he llegado a
la conclusión de que la educación funciona como toda otra
institución que tiene sus libros sagrados, sus rituales, sus
guardianes y sus sacerdotes. Se trata básicamente de una cultura, de
un lenguaje que tienes que saber articular. Y aprender un lenguaje
nuevo no es fácil. A veces ni siquiera es deseable.
Yo me
había confiado en mi experiencia y pensaba que bastaba con aceitar
mis desusados músculos académicos y todo andaría sobre ruedas. Lo
que no tomé en cuenta es que mis músculos habían sido entrenados
para otro tipo de ejercicio, para seguir con la metáfora deportiva.
Y ahora que debo mover otros músculos me ha costado adaptarme.
Porque en nuestro sistema se premia la creatividad, la capacidad de
ir más allá, de ver otras cosas, de no seguir modelos
predeterminados. Al menos así fue durante mis años universitarios,
con muy pocas excepciones. Aquí se premia la capacidad de imitar, de
no salirse del molde, de no dar sorpresas, de no pasarse-de-listo.
Te
pongo un solo ejemplo: los epígrafes. Toda la vida he
usado epígrafes. Me gusta encabezar mis trabajos con una frase de
alguien más. Es como convocar a una musa, a un ángel tutelar. Lo he
hecho en mis cuentos, en mis crónicas, en mis artículos y en mis libros. He usado desde poemas hasta
líneas de canciones, desde titulares de prensa hasta cesudas y
complicadas frases de filósofos. Los epígrafes son divertidos,
evocadores, creativos casi siempre, nunca aburridos.
Pues,
amiga, no se me ocurrió nada mejor que usar un epígrafe para mi
tratajo de Teoría de la Traducción. Era un epígrafe de lo más
bonito. Era la frase preferida de uno de los teóricos más
reconocidos de la escuela de los funcionalistas alemanes, un tal
Vermeer. Era una frase de Alexander
von Humboldt que decía: “Everywhere
advances in knowledge are preceded by an anticipatory intuition”
–que traducido a la diabla quiere decir algo así como que una
intuición premonitoria antecede los avances del saber en todas
partes. Yo estaba orgullosísima de mi epígrafe. Tal vez no me
sentía muy bien con el resto del ensayo, pero por el epígrafe
hubiera roto lanzas, como se decía antes.
Y
aquí viene mi total desconcierto. La profesora que corrigió mi
trabajo (y aparentemente también el segundo corrector –porque aquí
te corrigen dos veces) me hizo una muy constructiva crítica al
respecto: me dijo que los epígrafes son pretenciosos. ¡Pretenciosos!
¡¿Pretenciosos los epígrafes?! ¿Me quieres explicar qué
significa eso?
Te
voy a decir lo que creo después de una semana de darle vueltas al
asunto. Creo que sólo un sacerdote que ha perdido el sentido del
humor puede decirle a un creyente que su fe absoluta en la belleza de
una frase es pretenciosa. Si el templo en el cual estás pidiendo
entrada y refugio está hecho de palabras, sólo el amor a las
palabras te puede dejar entrar a él. Si el guardián de las puertas
es incapaz de ver eso, estamos delante de un profundo y terrible desencuentro. Y el resultado de ese desencuentro es el
desmoronamiento de la fe.
¡Están tratando de privarme de la única fe que me queda, amiga!
Esta
es sin duda otra cultura y el lenguaje en el que esa cultura habla
–no me refiero al idioma, por supuesto– es el lenguaje de la
uniformidad. O entras por el aro o te quedas fuera. Los rituales son
estrictos y no se puede jugar a cambiarlos. Así que mi propósito
para el semestre de tortura que me queda es este: voy a pasar mis
materias lo mejor que pueda. Pero en lo que este tiempo de penitencia
se termine, le daré la espalda para siempre a ese templo y me iré
a ejercer mis rituales a otra parte. Bien lejos. Donde pueda usar
muchos epígrafes cada vez que me venga en gana. Y nadie tenga el
derecho de decirme que acudir a las musas es una forma de la
pretensión.
Te
mando un abrazo desconsolado,
r
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