Amiga,
Te escribo en medio de un ventarrón
que hace que la casa toda cruja como un barco en medio de la
tormenta. Hay una alerta amarilla porque los mares van a estar
encrespados. Los cielos bajos son de un blanco que asusta. No hay
una pizca de azul en el horizonte. El termómetro marca tres grados.
Se anuncia nieve.
Así son los diciembres por aquí.
Preñados de vientos. Inundados de lluvias contra las que no valen ni
paraguas ni impermeables. En medio del ventarrón la lluvia no cae
sino que revolotea en todas direcciones. Salí el domingo, con mi
chaqueta de invierno que olía a closet. Me olvidé de los guantes y
me dio algo de frío en las manos. Pero aparte de eso, no me
atormentó demasiado el clima infame. Y me descubrí pensando que en
realidad no se siente tan mal estar afuera.
El viento te moja la cara. Las ropas
se inflan y desinflan alrededor de tu cuerpo, como si en vez de gente
fueras el mástil de una vela rota. Más allá de eso, es sólo
frío y agua. Nada que no se pueda remediar. Eso es lo que piensas
cuando estás afuera, cuando te das cuenta de que has hecho esto
antes, cada invierno. Y por lo tanto lo puedes hacer otra vez.
Sobrevivir el invierno. Porque hay un punto en el que dejas de ser un
bicho del trópico. Cuando estás afuera.
El problema real es cuando estás
adentro. En la tibieza de la casa que resiste el frío con la
calefacción a todo lo que da, te acuerdas de tu árbol genealógico.
Te pasan por la mente las playas de Falcón, los calorones de
Guanare, la resolana de Baquisimeto, la Avenida
Baralt en pleno mediodía. Miras por la ventana y ves las matas
estremecidas por el viento y dejas para mañana la caminata obligada
de cada día. Piensas que puedes arreglártelas sin servilletas o que
en realidad no hace falta comprar huevos porque todavía queda uno,
íngrimo, en la nevera.
Cuando estás adentro, mirando la
tormenta desde la ventana, te olvidas que has pasado por esto antes y
que lo has superado. Te acobardas. Te refugias en la memoria de
lugares cálidos. Te preparas un cafecito con leche y buscas algo que
leer que te recuerde el verano. Y a pesar de que el pronóstico del
tiempo asegura que el clima va a empeorar mucho antes de que mejore,
te convences de que mañana sí vas a salir a enfrentar la tormenta.
Pero hoy no. Hoy es mejor releer La
otra isla, de Francisco Suniaga. Imaginar que caminas por La
Asunción, bajo el sol de las once de la mañana. Y si el viento hace
sonar las tejas, o se mete silbando por las rendijas de las ventanas
haciéndote levantar la vista y mirar afuera, sólo tienes que
suspirar y seguir leyendo. Porque el mundo de afuera puede esperar
mientras la imaginación vuelve a la isla.
Cariños margariteños,
r