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martes, 9 de diciembre de 2014

La isla en invierno


Amiga,
Te escribo en medio de un ventarrón que hace que la casa toda cruja como un barco en medio de la tormenta. Hay una alerta amarilla porque los mares van a estar encrespados. Los cielos bajos son de un blanco que asusta. No hay una pizca de azul en el horizonte. El termómetro marca tres grados. Se anuncia nieve.
Así son los diciembres por aquí. Preñados de vientos. Inundados de lluvias contra las que no valen ni paraguas ni impermeables. En medio del ventarrón la lluvia no cae sino que revolotea en todas direcciones. Salí el domingo, con mi chaqueta de invierno que olía a closet. Me olvidé de los guantes y me dio algo de frío en las manos. Pero aparte de eso, no me atormentó demasiado el clima infame. Y me descubrí pensando que en realidad no se siente tan mal estar afuera.
El viento te moja la cara. Las ropas se inflan y desinflan alrededor de tu cuerpo, como si en vez de gente fueras el mástil de una vela rota. Más allá de eso, es sólo frío y agua. Nada que no se pueda remediar. Eso es lo que piensas cuando estás afuera, cuando te das cuenta de que has hecho esto antes, cada invierno. Y por lo tanto lo puedes hacer otra vez. Sobrevivir el invierno. Porque hay un punto en el que dejas de ser un bicho del trópico. Cuando estás afuera.
El problema real es cuando estás adentro. En la tibieza de la casa que resiste el frío con la calefacción a todo lo que da, te acuerdas de tu árbol genealógico. Te pasan por la mente las playas de Falcón, los calorones de Guanare, la resolana de Baquisimeto, la Avenida Baralt en pleno mediodía. Miras por la ventana y ves las matas estremecidas por el viento y dejas para mañana la caminata obligada de cada día. Piensas que puedes arreglártelas sin servilletas o que en realidad no hace falta comprar huevos porque todavía queda uno, íngrimo, en la nevera.
Cuando estás adentro, mirando la tormenta desde la ventana, te olvidas que has pasado por esto antes y que lo has superado. Te acobardas. Te refugias en la memoria de lugares cálidos. Te preparas un cafecito con leche y buscas algo que leer que te recuerde el verano. Y a pesar de que el pronóstico del tiempo asegura que el clima va a empeorar mucho antes de que mejore, te convences de que mañana sí vas a salir a enfrentar la tormenta.
Pero hoy no. Hoy es mejor releer La otra isla, de Francisco Suniaga. Imaginar que caminas por La Asunción, bajo el sol de las once de la mañana. Y si el viento hace sonar las tejas, o se mete silbando por las rendijas de las ventanas haciéndote levantar la vista y mirar afuera, sólo tienes que suspirar y seguir leyendo. Porque el mundo de afuera puede esperar mientras la imaginación vuelve a la isla.
Cariños margariteños,
r

jueves, 30 de enero de 2014

Ponte y las relecturas



Amiga,

En estos días en que la escritura se me ha dado como un don inmerecido me han llegado también dos libros que pedí hace semanas. Son dos libros de Antonio José Ponte, un escritor cubano que descubrí mientras traducía un artículo sobre las ruinas de La Habana del que te hablé hace un tiempo. Llegaron tarde los dos y al mismo tiempo. En cada uno hay dos libros de relatos, así que en total tengo de pronto cuatro libros de Ponte, cuando antes no tenía ninguno, sólo noticias y citas y su imagen en un documental que lleva el título de uno de sus cuentos.

Nada más abrir el libro Un seguidor de Montaigne mira La Habana, me encuentro con un fragmento que no puedo resistir la tentación de copiar en este espacio nuestro. Se llama “Un poco de desasosiego” (esa palabra pessoana que a las dos nos gusta tanto). Lo copio, como todas las citas que aparecen aquí, a sabiendas de que contravengo una ley. Esa que dice “queda prohibida la reproducción total o parcial...”. Infrinjo la ley porque sé que es materialmente imposible conseguir en la tierruca este libro, publicado originalmente en Matanzas en 1985 y luego en Madrid, (Verbum 2001), que es la edición que manejo. Me robo este fragmento para hacerle honor a su autor, más allá de los derechos de sus editoriales, porque tal vez este sea el único lugar donde algún lector tenga la dicha de encontrarse con Ponte. Aquí va:

Hay libros entre los que tengo que ni siquiera hojearé.

Mi biblioteca no es muy grande, cabe toda en un mueble que tiene el tamaño de un órgano de iglesia. El órgano de una pequeña iglesia. Los libros que guarda no son de disciplinas muy diversas, alejadas de mi centro, del centro que presumo tendré, y que seguramente tengo aunque no llegue nunca a conocerlo. Todos son libros próximos a mí y, sin embargo, algunos no serán hojeados y no hay razón aparente para ello. Por esta falta de razón, por esos caprichos, siento desasosiego.

Tampoco tranquiliza los libros leídos. No importa que los haya conocido y los recuerde, desde sus anaqueles dirán cosas que se me escaparon, pensamientos que creí entender y lo hice malamente, líneas que no atendí, líneas para las cuales no estaba preparado todavía.

Esa intranquilidad obliga a releerlos.

Se habla bastante de los placeres de la relectura, del misterioso encuentro entre el lector que somos y el lector que éramos. Nos parece mentira que un encuentro así, encuentro de gemelos, reconocimiento más inquietante que el de dos hermanos de una tragedia antigua, se produzca en un libro.

Un libro nos parece el campo más inesperado de los campos posibles. La sorpresa nos toca cuando reconocemos en la olvidada figura de una fotografía al que fuimos hace tiempo, pero es mayor cuando ese reconocimiento sucede gracias a un viejo libro. La sorpresa es mayor porque, sin vernos, sabemos que estamos allí y ese presentimiento vale más que una imagen de fotografía.

No puedo negar nada del placer de la relectura porque me doy demasiado a él. Pero el placer viene a la larga, primero está esa desazón de que las cosas pasen sin mí, desazón de haber sido ciego en la plaza del libro. 

He notado que existen lugares en mi casa que no acostumbro a pisar (equivalen a libros que no hojeo), donde apenas estoy.

Mi casa es amplia y sólo tengo en ella unos pocos rincones que me son afines, rincones del hábito. La luz y la temperatura y lo apartado los han decidido y los decide en cada momento mi humor, mi ocupación o mi aburrimiento. Resultan tan cómodos como unos viejos zapatos de piel o las piernas de unos jeans gastados: parecen caminar solos, brindan un cierto automatismo. En esos rincones uno se deja vivir. Para que no pierdan su calidad de guante justo hay que habitarlos día a día, releerlos. 

Del mismo modo, pienso a veces en que estoy frecuentando poco a alguna persona, que la olvido. Este pensamiento me saca a la calle o me acerca a la mesa del teléfono. Si la amistad, el amor, son sueños que soñamos, llega entonces la siguiente inquietud: ¿y si el otro no sueña, y si, de pronto, dejáramos de ser soñados?

Da un poco de tristeza ponerse a imaginar tanta gente que no conoceremos. Gente presta quizás para nuestra alegría, para nuestra ternura, lista para traicionar y ser traicionada. Gente para envolver y para ser envuelta... Y no llegaremos nunca a tropezárnosla, no llegaremos a hojear aquellos libros.

Con las calles me ocurre algo parecido. Paso días sin tomar por una y me pregunto: ¿tal calle sigue igual, obedece a un trazado? Inevitablemente la pregunta me empujará fuera de casa. La mayoría de las veces recorro la ciudad para rectificarla. Doy lo que llaman una vuelta. Fundador, agrimensor, paseante, ha sido un poco de desasosiego lo que me ha puesto así. Entonces camino...


Hasta aquí Antonio José Ponte. En estos días en que mis personajes caminan por las calles de Caracas y me olvido del nombre de los lugares por donde pasa la vía que va de Bello Monte a Baruta, quisiera tener la opción de echarme a la calle a recobrar esa ciudad con la que sueño. Pero sólo me queda la imaginación, fotos que bajo de internet, algunos mapas y la buena memoria de un marido caraqueño que a veces me saca de apuros.

Y qué te puedo decir de las personas que ya no frecuento. Frecuencia de encuentros es algo que se me da poco de este lado del mundo. A no ser que contemos la frecuente llegada de la tristeza de estar lejos.

Te dejo aquí un abrazo inquietante como una relectura,
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