Amiga,
Este
blog nuestro ha estado cerrado por duelo durante semanas. Me costaba
encontrar algo que contarte que no sonara banal en estos días en que
la tristeza te rodea. Pero hoy quería dejarte aquí una especie de
alegría pequeñita para que la uses cuando estés con ánimo de leer
algo que no sea una queja ni una lamentación.
Ayer
Lyo se juramentó como ciudadano británico. Lo acompañé a la
ceremonia y aunque en principio se suponía que yo no tenía nada más
que hacer que estar ahí y tomar las fotos respectivas, terminé
involucrándome tanto que me conmoví y lloré a lágrima suelta. Nos
reímos mucho después de mis lágrimas, pero en el momento sentí
que estaba presenciando un rito trascendental: el momento exacto en
el que una nación demuestra su grandeza.
Yo me
he quejado mucho del modo como funcionan algunas cosas en este país.
Y tú eres mi mejor testigo. Pero si hay un tiempo y un lugar en el
que se puede ver claramente por qué este es un país a donde tanta
gente viene a establecerse y a vivir para siempre es en esos actos en
los que se juramentan los nuevos ciudadanos.
Para
empezar, la ceremonia no fue en Edimburgo. Ahí tal vez hubiera sido
todo más pomposo y serio. Lyo se juramentó en Bathgate, que es un
pueblo un poco más grande y más al oeste que el nuestro. Las
juramentaciones se hacen en un flamante centro comunitario nuevo. El
espacio mismo nos resultó agradable desde que llegamos. No sólo
porque alberga la biblioteca pública, que es para mí uno de los
espacios más valiosos de cualquier lugar, sino porque es uno de esos
edificios en los que los ventanales –del piso al techo– dejan entrar la
luz y mientras estás ahí te sientes al mismo tiempo adentro y
afuera.
El
lugar tiene también esa atmósfera de familiaridad típica de los
espacios públicos en Escocia, que nunca se siente estando en
Inglaterra, donde la formalidad es la norma. Aquí nos recibió el
mismo jefe del registro civil, con una sonrisa de oreja a oreja, y
nos hizo pasar a una salita donde nos explicó cómo iba a suceder
todo. Hizo bromas con lo largo del nombre de Lyo y le dio varias
instrucciones, antes de ponernos en manos de la funcionaria encargada
de toda la logística del asunto y que nos iba a escoltar hasta el
lugar del acto.
La
sala en la que los inmigrantes se vuelven ciudadanos es la misma que
usan para los matrimonios y por eso tiene escrito en la pared del
fondo un poema de Burns dedicado al amor. Dicho así, puede parecer
medio cursi. Y la verdad es que no ha sido premeditado. Según
entendimos, las juramentaciones son bastante nuevas aquí y apenas
están comenzando a establecerse como costumbre. Pero si lo piensas,
tiene cierta densidad simbólica el hecho de que hayan elegido esa
misma sala para casar a la gente y para darle la bienvenida a los nuevos
súbditos británicos. A fin de cuentas, se trata de un ritual de
compromiso de por vida.
A Lyo
lo sentaron junto con los ciudadanos que no iban a jurar por “God
Almighty” sino que iban a declarar su lealtad al reino sin
mediaciones divinas. Eran cuatro, de un total de trece o catorce. A
mí me sentaron junto con los demás familiares en el lado derecho de
la sala y en la primera fila, porque faltaba por llegar más de la
mitad de la gente. Los nuevos ciudadanos fueron apareciendo a
cuentagotas y eso nos permitió verlos uno a uno. La sala terminó
siendo un de Arca de Noé de la especie humana: había al menos un
representante de cada continente entre aquellos seres que iban a
adquirir la nacionalidad británica.
Cuando
estuvieron todos juntos, la funcionaria a cargo puso una música
escocesa de fondo. No sé qué significa esa música para los
locales, pero para mí es sinónimo de fiesta callejera, de jolgorio
de multitudes. Me pareció de lo más divertida la ocurrencia. Supongo que
es la manera habitual de indicar que la ceremonia está por comenzar
y me imagino que deben usar la misma música para las bodas. Pero yo
no pude evitar pensar en la inmensa diferencia entre este inicio
festivo y folclórico y el modo como seguramente comenzaría un acto
de este tipo en la tierruca: ¡con el pavoso himno nacional!
El
mismo funcionario que nos había recibido nos dio la bienvenida y a
continuación leyó su discurso y una declaración que había
preparado su superior, quien debía estar ahí pero no estaba. Los
discursos eran muy breves y condensaban la política de inmigración
que ha sostenido este país en los últimos años y que afirma que
los inmigrantes son un componente fundamental de las comunidades.
Cuando el funcionario comenzó a hablar de lo valioso que era el
aporte de los inmigrantes yo empecé a moquear y no paré hasta el
final. Ni un miserable pañuelo tenía para limpiarme las lágrimas y
para colmo estaba en primera fila.
Después
vinieron los juramentos. Primero juraron los que se comprometían
directamente a cumplir las leyes y a ser fieles a la reina y sus
herederos sin mediación divina. Y luego juraron los que necesitaban
a Dios como garante de su fidelidad. Ninguno de los dos grupos
levantó la mano derecha ni la puso sobre ningún libro sagrado, como
en las películas. Simplemente repitieron en coro su compromiso sin
más poses ni artilugios. A continuación le dieron a cada uno su
certificado de ciudadanía y todos aplaudimos emocionados a los
nuevos ciudadanos, como se aplaude en las graduaciones y en las
entregas de premios.
La
nota divertida la puso el ciudadano más joven de la camada. No tenía
más de diez años y fue contentísimo a recibir su certificado como
quien recibe un pasaporte al futuro. Su mamá y sus dos hermanos
también estaban juramentándose. Los cuatro eran, dentro de esa
especial arca de Noé, los representantes de África. Junto con el
certificado le daban a cada quien una cajita blanca. Era un bolígrafo
de regalo, impreso con el tartán distintivo de West Lothian, nuestro
municipio. Eso lo supimos después. Pero el ciudadano más joven lo
quiso saber enseguida y sin hacer caso del hecho de que el protocolo
no había terminado, le dijo a uno de sus hermanos que le aguantara
el papel y se dedicó a destapar la misteriosa caja. Cuando vio lo
que tenía adentro se desilusionó visiblemente. Le dio la caja a su
mamá y recuperó el papel donde constaba que de ahora en adelante
era un ciudadano de este país. Ya sabía que aquel papel era lo más
importante.
La
ceremonia terminó con té y dulcitos, mientras cada familia se
tomaba su respectiva serie de fotos con las banderas y el retrato de
la reina que presidía discreto el evento desde la pared del fondo.
Nos tomamos nuestras fotos y comimos dulcitos con té, conversando
con los funcionarios y sonriéndole a los flamantes nuevos
ciudadanos. Cuando salimos estaba cayendo la misma llovizna menuda de
cuando entramos, así que caminamos muy rápido hasta el carro. Pero
en el camino íbamos comentando lo bien que nos había parecido todo.
Lyo estaba feliz porque se había juramentado en un grupo tan diverso
y porque todo había sido informal y alegre.
Ya en
el carro, traté de explicarle por qué me había largado a llorar.
No pude, amiga. Últimamente lloro por todo, esa es la verdad. Pero
lo que creo que me desató el llanto esta vez fue la dimensión del
acto que estaba presenciando. Porque no se trata sólo del ritual de
cambiar de nacionalidad, o de agregar una más a la que ya tienes,
que es en realidad el caso. De lo que se trata es de sentirte
bienvenido en un lugar que, si a ver vamos, no tendría por qué
acogerte con ese nivel de compromiso y de entusiasmo. Eso es lo que
creo que me conmovió más. La idea de que mientras tu país te
expulsa, y te echa en cara que si te vas ya no tienes derecho a
volver ni a reclamar tu pertenencia, este país te considera un
miembro valioso de la comunidad, te anima a participar, a formar
parte, a integrarte.
Dos
veces repitió el funcionario esa idea central para toda democracia:
queremos asegurarnos de que su voz se escuche; es importante que
ustedes hagan oír su voz por todos los canales posibles. Esa idea
fue la que más sentí. No sólo porque al hacerte ciudadano de este
país te ganas ese derecho, sino porque es un derecho que hemos
perdido en la tierruca hace ya tanto tiempo. Y en ese contraste está
justamente la diferencia crucial entre un país construido con el
esfuerzo de todos y un país que sólo pone empeño en silenciar,
acallar, echar a un lado a quienes no piensan lo mismo que sus
gobernantes.
Regresamos
a casa no sólo con un trámite hecho y un papel más. Volvimos con
una especie de alegría en el alma. Porque una vez más nos sentimos
bienvenidos en esta tierra a la que ya no nos queda otra que
pertenecer. El
año que viene volveremos a hacer todo de nuevo, si es que este reino
me acepta entre sus súbditos cuando haga mi solicitud. Pero a través
de Lyo he vivido ya la experiencia vicaria de quienes adquieren la
nacionalidad británica. Y esa es la alegría
que quería compartir hoy contigo. La alegría pequeñita de sentir
que, a pesar de todo, tal vez estemos ya para siempre en el lugar
correcto.
Te
mando un abrazo con música de gaitas,
r
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