Amiga,
Ya estamos otra vez en la víspera del fin del mundo. Mañana,
exactamente a las 11 y 12 minutos de la mañana (hora atómica, es
decir la hora de Londres, segundos más segundos menos) se supone que
el mundo tal como lo conocemos va a dejar de existir.
Esta vez, los mayas y el fin de su calendario de cinco mil años son
los autores de esta predicción apocalíptica. Da escalofrío sólo
pensar que hay gente por ahí planeando su suicidio e incluso
poniendo-a-dormir a sus mascotas, porque están convencidísimos de
que el mundo de verdad se va a acabar en las próximas veinticuatro
horas.
Cualquiera que haya leído algo de historia sabe que el género
humano tiene una constante fijación con las predicciones
catastróficas. El fin del mundo ha sido anunciado tantas veces que
ya parece como el cuento del lobo. Si alguna vez, verdaderamente, el
mundo se acaba de pronto, nos va a tomar tan desprevenidos que no
vamos a tener tiempo ni de apagar la luz.
Es posible que mañana a las once y doce minutos de la mañana yo
esté en mi cocina tomándome un te con leche y mirando por la
ventana pasar las nubes, gordas y grises. Haré una pausa en el
trabajo del día para constatar que el mundo sigue ahí, helado y
oscuro en este lado del planeta. Y un rato después me sentaré a
trabajar frente a la pantalla de la computadora o completaré la
lista de los ingredientes que tengo que comprar para hacer las
hayacas o responderé algún email olvidado.
La vida, pues, seguirá su rumbo. Sin que ninguna catástrofe
universal nos alivie.
Te mando un abrazo cotidiano,
r
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