Amiga,
Hace
un par de semanas fuimos a entrenarnos en una granja de caballos para
que nos acreditaran como voluntarios. Rodeados de adolescentes
aburridos y silenciosos, pasamos la mañana limpiando bosta,
levantando pasto, barriendo pisos, cargando carretillas llenas de
desperdicios y rodeados del olor de los caballos y de sus relinchos,
que es como decir, de vuelta a la infancia.
El
trabajo voluntario es aquí una institución. Tengo la impresión de
que los jóvenes que están terminando bachillerato tienen que
trabajar algún número de horas en organizaciones de caridad y por
eso la maquinaria del voluntariado está tan bien aceitada. En
nuestro caso, nos ofrecimos para trabajar en una granja que presta
servicio a niños discapacitados. Supimos del lugar por una alumna de
Lyo que había trabajado antes ahí. Y la verdad es que al principio
sólo queríamos estar cerca de los caballos. Después fue que nos
enteramos del trabajo que hacían con los niños y nos entusiasmó la
idea muchísimo más.
Escribimos
hace meses para avisar que queríamos ofrecer unas horas a la semana.
Nos avisaron que teníamos que ir al entrenamiento el primer sábado
de diciembre. Para allá nos fuimos, con el sueño todavía encima,
después de limpiar el parabrisas del carro de la nieve que lo había
cubierto durante la noche. Cuando llegamos había poca gente. Nos
reunieron en una especie de cabaña con una cocina y una sala con dos
sofás y algunas sillas, calentada por dos destartalados radiadores
de gas.
Ahí
esperamos mientras fueron llegando uno a uno, traídos por sus
padres, los niños casi dormidos que nos iban a acompañar en el
entrenamiento. Supongo que la mayoría tendría entre 15 y 17 años,
aunque hace rato que he dejado de calcular bien la edad de los
adolescentes. Al principio pensé que en algún momento iban a llegar
al menos dos personas de nuestra edad. Cristina, la muchacha que nos
iba a entrenar, repetía cada tanto que estábamos esperando más
gente. Cuando el grupo estuvo completo estaba claro que las únicas
personas mayores de veinte años éramos Lyo y yo. Y tal vez una
muchacha que ya había estado ahí antes y que más tarde nos enseñó
a desarmar el pasto y ponerlo en las carretillas.
El
entrenamiento comenzó después de un largo proceso preparativo,
donde tuvimos que llenar planillas y ponernos en el pecho nuestros
respectivos nombres en unas etiquetas que Cristina llenó con un
grueso marcador negro. Pero primero vimos salir los caballos, que se
fueron al pueblo con sus jinetes encima, a participar en el mercado
que hacen en Balerno el primer sábado de cada mes. Nos sorprendió
ver a los jóvenes subirse a los caballos usando un taburete. Al
escuchar los cascos resonar en el cemento y después en la salida,
sobre el hielo, me di cuenta de lo familiar que era para mí ese
sonido, ese clap clap que he oído tantísimas veces y que sin
embargo siempre me alegra el alma.
El
entrenamiento consistía en comenzar desde lo más básico: limpiar
los establos. Nos separaron en pares, nos dieron un cepillo, una pala
y una carretilla y nos explicaron qué hacer. No tengo que contarte
que no tenemos el más mínimo vocabulario en inglés para nombrar
las cosas que hay en un establo. Así que entendimos lo que había
que hacer por las señas.
Limpiamos
los establos donde los caballos habían dormido toda la noche,
llenando un par de carretillas de bosta. Yo hice mi trabajo junto con
una niña que no tenía más de 16 años y que ya había estado antes
en la granja. Le hice algunas preguntas y me respondió con mucha
amabilidad, pero casi siempre con monosílabos, así que preferí no
hablar mucho más. Había que llevar las carretillas hasta un
contenedor donde la bosta se junta en un montón altísimo. El camino
hasta allá estaba congelado, literalmente. Así que había que hacer
equilibrio con la carretilla y las flamantes botas nuevas para no
hacer el ridículo y caerse con bosta y todo en el hielo. Logré
mantenerme en pie las dos veces que fui y vine.
Después
llenamos de pasto todas las cestas de los establos y las cestas que
están afuera, donde los caballos comen cuando no están encerrados.
Para esta tarea Cristina me puso a trabajar con tres niñas, todas
muy hacendosas, serias y monosilábicas. Al principio traté de meter
la mano y ayudar, buscándoles conversación, pero me di cuenta de
inmediato de que las dos niñas que se habían tomado el trabajo para
ellas solas no querían hablar ni aceptaban interferencias de la
viejita del grupo. Así que me limité a sostener la carretilla y a
mirar cómo un par de voluntarias rompían la gruesa capa de hielo
que se había formado en los bebederos durante la noche, sacaban los
bloques helados y llenaban de nuevo las bateas con agua fresca.
El
pasto se transporta en unas carretillas altas y cuadradas que, una
vez que se vacían llenando los establos, hay que volver a llenar.
Aprendimos cómo deshacer un rollo de pasto, de esos que hemos visto
tantas veces aquí en los campos. Nos enseñó la única muchacha
mayor de veinte años que estaba en el grupo. Mientras hacíamos esa
tarea Lyo se nos unió y llenamos dos carretillas con pasto,
conversando animadamente con nuestra instructora.
Después
barrimos todo el patio que está frente a los establos. Terminamos
justo a tiempo porque los caballos comenzaron a llegar del pueblo.
Primero llegó uno que se había puesto nervioso con la música que
estaban tocando en la plaza. Después llegó otro que nadie había
querido montar, no logramos escuchar por qué. Al final fueron
llegando todos y los jinetes desmontaron y desensillaron y pudimos
ver a todos los caballos comiendo el pasto que les habíamos dejado
en los establos. Vimos con más detalle a todos los caballos y nos
paramos un rato a saludar a Paco, el caballo más amigable de todos,
que según nos dijo la muchacha que lo estaba montando ese día, es
el más rebelde y el más desordenado. Dejó que le acariciara el
cuello y me olió la cara con su inmensa nariz. Se volvió, por
supuesto, mi favorito.
Cuando
recogimos las herramientas y las carretillas y dejamos todo en su
sitio, nos preguntaron si queríamos desayunar y Lyo dijo
inmediatamente que sí. Yo me anoté también. En mi mente pensé que
había pedido un sánduche de huevo con tocineta. Pero resultó que,
sin darme cuenta, lo que había pedido era uno de tocineta y otro de
huevo. La joven encargada de la cocina, que según entendimos era la
hija de la dueña de la granja, preparó los sánduches sin mucha
ceremonia y quemando generosamente tanto la tocineta como el aceite
en el que preparó los huevos. Lyo terminó comiéndose la mitad y
más del segundo sánduche que pedí por error. Contentísimo, por
supuesto.
Con la
barriga llena y el ánimo bien alto por haber podido ver y oler
caballos durante toda la mañana, nos despedimos y nos fuimos a
Balerno a ver si podíamos llegar al menos al final del mercado en el
que habían estado los caballos. Antes de irnos nos anotamos para
volver la primera semana de febrero. Así que ya iremos avanzando en
el entrenamiento. Nuestra esperanza es que nos enseñen a hacer cada
vez más tareas relacionadas directamente con los caballos. Aunque
para mí, sólo estar ahí en los establos es más que suficiente.
Llegamos
al centro del pueblo cuando casi estaban recogiendo los puestos del
mercado. Pero logramos comprar un pan riquísimo que nos dio para
desayunar varios días, y un chutney de tomates verdes con el que
hicimos una pasta que quedó buenísima. También descubrimos una
bebida nueva que he vuelto a prepararme de tarde en tarde para desentumecerme
del frío: jugo de manzana caliente, espolvoreado con canela. ¡Una
delicia!
Ahora
que lo pienso, amiga, tal vez ese es mi lugar en este lado del mundo.
En vez de estar inútilmente buscando un espacio donde nadie me ha
invitado, lo que debería hacer es ponerme a la orden de gente que
necesita sólo de algo de mi tiempo y mi buena voluntad.
Te
mando un abrazo voluntarioso,
r
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