Amiga,
Acabo de regresar de Londres, donde
estuve hablando sobre Doña Bárbara en una clase de postgrado
del King´s College y sobre Historia menuda de un país que ya no
existe, de Mirtha Rivero en un seminario de investigación. Dos
eventos separados en los que sentí que estaba tratando de explicar
un país al que ya no pertenezco, en un idioma extraño, sin tener en
realidad una idea clara de cómo hacerlo.
Algunos asistentes me hicieron
preguntas que traté de responder lo mejor posible, dudando mucho y
con muy pocas certezas, no sólo porque estaba hablando en inglés,
sino también porque a estas alturas hace rato que dejé de creer en
la posibilidad misma de explicar lo que sucede en Venezuela. La
tierruca se me ha vuelto un lugar tan extraño y lejano que cada vez
me siento menos capaz de representarlo. Es por eso que declaré ayer
mismo que éste sería el último evento académico al que asistiría
en mi vida. Al menos de este lado del mundo.
¿Cómo explicar, en un evento
académico, que los venezolanos parecemos estar viviendo hoy en al
menos dos universos paralelos? ¿Cómo describir de manera
convincente la obsesión que tenemos con nombrar la realidad desde
trincheras opuestas? ¿Cómo hacer entender que frente a una misma
realidad hay siempre dos discursos que no sólo no son compatibles
sino que ni siquiera tienen puntos en común? ¿Cómo hacer todo esto
sin elegir un lado, sin reconocer que mi propia visión también está
marcada por una frontera, enraizada en una trinchera?
Uno de los colegas presentes me
reclamó, o más bien me previno, sobre ese deseo de llegar a un
consenso. Un consenso que sí existe aquí desde hace años y que,
según él, le ha hecho mucho daño a la sociedad británica. Mi
respuesta no fue satisfactoria y fue una de las preguntas que hubiera
querido tener la oportunidad de volver a responder. Hubiera querido
decirle que lo que queremos, los que aún creemos en la democracia,
no es un consenso absoluto, sino al menos un espacio para el diálogo
de todas las fracciones que hoy se atrincheran cada una en su hueco,
negándose a reconocer la existencia de los demás.
Otro colega me preguntó por qué
necesitamos definir una identidad si hoy en día las identidades son
sólo otra forma de la opresión y a lo que debemos aspirar es a la
destrucción, al desmontaje de todo discurso identitario. Estuve de
acuerdo en que lo ideal sería que no tuviéramos necesidad –nunca–
de definir un nosotros. Ni en Venezuela ni en ninguna parte.
Pero dije también que la necesidad
de definirnos es parte de la naturaleza humana y que aunque nosotros
mismos no queramos definirnos, como individuos, cada vez que se nos
interpela con las preguntas ¿quién eres tú? o ¿de dónde vienes?
no nos queda otra opción que responderlas, como sabe muy bien
cualquier exiliado. Porque las preguntas identitarias tienen una
fuerza, una violencia, difícil de resistir. Y esto se multiplica
cuando se trata de países enteros y cuando se producen diásporas
como la nuestra.
Tampoco creo que mi respuesta haya
sido satisfactoria en este caso. Y por eso lo seguimos conversando
con Katie Brown frente a un pub en el laberinto de calles que rodea
LSE, el vecindario del nuevo edificio Virginia
Woolf del King´s College, donde está el departamento de español y
portugués.
El tema de la identidad es largo y
complicado. Fue uno de los temas discutidos en Cambridge y que parece
dejar a todo el mundo insastisfecho. Con razón. Pero creo que si
elegimos dejar el tema de lado y decidimos –dando un manotazo al
aire– que es un tema fascista y que no tiene interés alguno en
estos días, lo que estamos haciendo es abandonando un campo de
batalla que hoy en día es más significativo que nunca.
Cuando un gobierno con aspiraciones
de hegemonía absoluta se adjudica el derecho de definir quiénes
entran en la categoría de “venezolanos” o de “patriotas” y
quiénes están excluidos de ese territorio, no es recomendable –al
menos en términos políticos– abandonar la discusión. Porque la
identidad no es una realidad que cuelga en las matas como si fuera un
mango. La identidad es un espacio de significación, una red
discursiva, y su riqueza y su existencia misma dependen de que haya
muchos discursos constituyéndola. Si esos discursos se reducen a un
solo lado, a una sola visión, entonces la identidad se nos quedará incompleta y habrá muchos que se quedarán afuera. Todos los fanatismos
están hechos con esas visiones parciales.
La identidad es todos los discursos
que nombran el nosotros, todos juntos y revueltos. Y esa
pluralidad debe seguir alimentándose, sin abandonar nunca el campo
de batalla o el terreno de juego. En este caso también, como en
tantos otros, el que calla otorga. Estas y otras razones estuvieron
presentes en la discusión posterior al seminario y luego me
siguieron dando vueltas, en inglés y en español, durante lo que
quedó de ese día. Creo que en sueños seguí también armando
argumentos para explicar y comprender el modo como funcionan los
discursos identitarios en Venezuela.
Al regresar hoy al mundo electrónico
en el que me pongo al día con lo que sucede en la tierruca, me
encontré con la inmensa polémica alrededor del asesinato del
parlamentario oficialista Robert Serra. No sé quién puede alegrarse
con la muerte de otro ser humano. No se me ocurre siquiera que sea
posible que, en Venezuela, donde tantas familias han sido devastadas
por la tragedia de perder a un ser querido en un hecho violento,
exista quien pueda festejar que se esté sumando otra víctima a la
ya larga lista. Dos víctimas, porque junto a Serra mataron a su asistente, María
Herrera.
Este caso sirve para mostrar, una
vez más, que en la tierruca la realidad se construye discursivamente
de maneras siempre contradictorias y excluyentes. En este caso, como
en tantos otros, tampoco hay un mínimo consenso que permita elaborar
un plan de acción basado al menos en un par de premisas comunes.
Porque cuando –desde el oficialismo– se ofrece que el caso será
investigado y los culpables serán llevados a la justicia, esta
promesa se hace al mismo tiempo y a veces casi en la misma frase en
la que se acusa a la oposición de algún tipo de complicidad con lo
ocurrido. Y cuando –desde la oposición– se lamenta una muerte más,
dos muertes más, se hace en medio de una diatriba política en la que se acusa al
gobierno de no hacer su trabajo más elemental, que es el de cuidar
las vidas de todos los venezolanos.
Ojalá, amiga, que esta vez sí, de
verdad, se haga justicia. Pero no tengo esperanzas. Creo que, cuando
el polvo y la ventolera se asienten, esta muerte también será
olvidada, como tantas otras. Porque no hay voluntad de verdad en el
estado venezolano. Sólo hay revanchismo, paranoia y deseo de
venganza. Y con esos sentimientos no se alcanza una justicia real.
Te mando un abrazo adolorido,
r
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