Amiga,
He tratado de escribir varias veces sobre la séptima casa en la que
viví en mi vida y por alguna razón el texto se me queda siempre a
medias. Tal vez porque en realidad no recuerdo mucho de esa casa de
Barquisimeto en la que apenas viví unos meses con mi familia antes
de montar tienda aparte para siempre. Me acuerdo que quedaba en una
esquina con la Avenida 20, pero muy lejos del centro. Cuando la
familia se mudó a esa casa ya yo había comenzado clases en la UCV,
en enero de 1979. Así que sería tal vez julio o agosto de ese año
que la familia salió de Caracas. Siempre nos mudábamos por esas
fechas para poder comenzar el año escolar en el nuevo colegio.
Me acuerdo que la casa tenía una reja alta afuera, pero no era una
pared cerrada como las que se usaron después, sino una reja pintada
de blanco y rodeada por un marco de concreto que recuerdo también
blanco. La casa hacía esquina, así que la cerca daba la vuelta y
llegaba al otro lado, donde había un portón que no recuerdo haber
visto nunca abierto. El carro se estacionaba siempre en la calle, sin
demasiados sobresaltos. En esa época mi papá tenía un Mercedes
azul que había comprado usado y estaba muy orgulloso de sus asientos
de cuero y de su poderosa máquina que apenas se escuchaba al
arrancar.
Rebeca me sacaba a dar una vuelta en ese carro cuando no había nadie
en la casa o los viejos estaban durmiendo la siesta. Era un carro enorme, pero tan suave y fácil de manejar
que hasta yo, que apenas estaba aprendiendo, podía dar una vuelta a
la manzana sin tener ningún accidente. Era como si se manejara solo.
No sé cuántas vueltas a la manzana dimos en ese carro azul y
enorme. Pero creo que esa fue una de las poquísimas veces que Rebeca
se atrevió a romper las reglas de la casa. Lo hacía por mí, para
complacerme cuando yo le rogaba que me enseñara a manejar. Pero creo
que también lo hacía por ella misma, porque en esa época ella
estaba aprendiendo a rebelarse y la suya fue siempre una rebelión
pequeñita, modesta, pero implacable.
Ese fue el sentido de rebelión que la llevó a plantarse delante de
mi papá cuando cumplió los dieciocho años para anunciarle que se
casaría con Luis, su primer y único novio, aunque no hubiera
terminado la universidad. Era su manera de hacer las cosas, sin
levantar la voz, sin discutir, sin montar una escena. A mi papá no le
quedó otra que aceptar, porque sabía que si no lo hacía perdería
a su hija mayor. Pero con la cara amarrada puso una condición como
para no dar su brazo a torcer: Rebeca tenía que seguir estudiando en
la universidad y graduarse. Ella prometió que así sería y lo
cumplió.
La escena en la que Luis y Rebeca anunciaron que se casarían sucedió
en esta casa. O al menos así es como yo lo recuerdo. Aunque bien
puede haber sido en la casa de la California Norte, justo antes de
que la familia se mudara. Lo que sí es cierto es que fue ahí que se
casaron, cruzando la calle para sellar el pacto en la iglesia de
enfrente. Tal vez por eso mi memoria de esa casa está vinculada a
mis recuerdos de Rebeca, porque esa fue la última casa en la que
vivimos juntas, por apenas unos meses. Y tengo una especie de
sentimiento de culpa por no recordar más detalles, por no recordar
ninguna conversación con ella, ningún intercambio de esos que con
el tiempo se vuelven decisivos, reveladores. La vida no es una
película y por eso los recuerdos son más bien invenciones con las
que rellenamos los huecos de lo que hemos estado viviendo sin darnos
cuenta.
Al cruzar la reja había un porche, uno de esos rectángulos techados
que ya no existen más pero que eran, en las casas de antes, un
refugio fundamental. Cuando uno llegaba de afuera lo protegían a uno
del sol o de la lluvia. Si uno estaba saliendo ese era el lugar en el
que se detenía a pensar qué se le había quedado. Y si sólo quería
mirar para afuera o escapar del encierro, ahí estaba el porche donde
uno se podía instalar a leer o a pintarse las uñas o a sacarse las
cejas o simplemente a conversar en un lugar limítrofe entre la casa
y la calle. Los porches fueron siempre para mí espacios de libertad
y de expansión; lugares para estar adentro y afuera al mismo tiempo.
Como los balcones.
Este porche tenía una trinitaria enredada en el techo que, según
recuerdo, también se agarraba de la reja del frente y formaba como
un túnel vegetal. Cualquiera que conozca el calor inclemente que
puede llegar a hacer en Barquisimeto sabrá el alivio que significa
tener una mata generosa que le dé sombra a cualquier parte de la
casa. Creo que de esa casa me viene el cariño por las trinitarias,
que son las matas que más me gustan, porque se enredan con sus hojas
verdes de cualquier superficie que las soporte, porque tienen flores pequeñas pero abundantes, y porque en el trópico crecen sin necesitar
nada de nada. Ni siquiera agua, porque con la lluvia les basta.
Después del porche había una sala que recuerdo amplia, con una
inmensa ventana enrejada que daba al porche. Al fondo estaba el
comedor y a la derecha dos cuartos. En uno de los cuartos dormían
los viejos, en el otro mis hermanas menores. En esa casa yo no tuve
un cuarto propio y nunca lo resentí. Mi vida ya estaba en otra parte
y estaba bien que la familia se fuera adaptando a esa realidad. En las pocas semanas que viví en esa casa dormí en el cuarto de atrás. Era un hueco oscuro
forrado de corcho que los dueños de la casa, o los inquilinos
anteriores, habían acondicionado quién sabe para qué. Tal vez
tocaban música o revelaban interminables rollos de fotos. Nunca
supimos. Todavía hoy me acuerdo de la oscuridad y del olor de ese
cuarto en el que dormía sobre un colchón en el suelo.
Entre el comedor y el cuarto oscuro estaba la cocina, que parecía
más bien un ancho pasillo. Tenía un lavaplatos automático, que
para nosotros era una extraordinaria novedad. Había una pequeña
mesa dentro de la cocina donde se tomaba café y se conversaba a
veces. Y creo recordar que teníamos dos neveras. Tal vez una que ya
estaba en la casa y otra que llegó con la mudanza.
Me acuerdo del
piso de esa cocina, porque era de linóleo, esa especie de plástico
en cuadritos que supongo que se puso de moda después, pero que yo no
había visto nunca antes. Los pisos de las casas en las que había
vivido eran de granito, de cemento, de baldosas, todos materiales
sólidos y arraigados firmemente al suelo. El linóleo, en cambio,
era una cosa semipermanente que se desconchaba y que a nadie en la
casa le gustaba. Pero no había nada que hacer. Aquella era una casa
alquilada, en la que estábamos de paso, y no valía la pena cambiar
nada.
El lugar que todos usábamos más en toda la casa era un patio
enrejado que había atrás, a un lado de la cocina. Este patio o
corredor tenía piso de ladrillos rojos y allí veíamos televisión
sentados en una mezcla extraña de muebles de hierro y de mimbre.
Recuerdo reuniones familiares en ese lugar y comilonas y largas
conversaciones. Una reja negra separaba este patio interno del patio
propiamente dicho. Afuera el piso era igual y el espacio terminaba en el
gran portón cerrado que daba a la Avenida 20.
Pero lo más impresionante de esa casa era que en la esquina de ese
patio había una piscina. Era una piscinita que se cruzaba en dos
brazadas y el agua apenas le llegaba a uno a la cintura cuando estaba
completamente llena, pero para nosotras era una increible novedad.
Creo que la primera cosa que hicimos al llegar a esa casa fue vaciar
la piscina, lavarla a fondo y ponerla a llenar otra vez. Tardó una
par de días en llenarse y cuando estuvo hasta el tope
compramos un perol plástico que flotaba y distribuía el cloro que
era necesario para mantener el agua limpia.
Me acuerdo claramente de haberme bañado sola por horas en esa
especie de bañera grande. Me gustaba el modo como las ramas de una
mata que había afuera se reflejaban en el agua. Me encantaba
quedarme flotando con los ojos abiertos mirando el cielo. Escuchaba
el sonido que el agua hacía cuando me movía y sentía que no podía
haber una paz más completa que esa. Entonces llegaba alguna de mis
hermanas o mi mamá me llamaba desde dentro de la casa porque ya era
hora de poner la mesa y la paz se acababa.
En esa casa tuvimos nuestro primer perro cocker spaniel, al que le
pusimos Negro, porque era oscuro como un carbón. Nos lo había
regalado mi tía Zoraida que tenía una perra de esa raza y que
siempre que paría dejaba un hijo en alguna de las ramas de la
familia. Llegó a la casa cachorrito, seguramente después de miles
de ruegos para que mi mamá lo aceptara, porque a ella nunca le
gustaron los perros. Y ahí vivió con nosotras, o más bien con mis
hermanas, hasta que Rebeca se lo llevó para su nueva casa cuando se
casó. Me acuerdo haber pasado noches en vela en aquel cuarto de
corcho consolando al cachorrito para que se durmiera y dejara dormir
a los demás. Ese perro fue el abuelo de un perro que tuvimos después
Ruth y yo, al que llamamos Rufo. Tú lo conociste cuando me fuiste a
visitar años después a Guanare.
Cuando Rebeca se casó la casa se llenó de familiares que vinieron
de Caracas y de Guanare. Se pusieron mesas en el patio de afuera y en
el de adentro. Me acuerdo de los preparativos, de las muchas cosas
que había que hacer antes de que llegaran los invitados a la fiesta.
Pero no me acuerdo de la fiesta en sí ni de la ceremonia. Sólo
tengo un recuerdo nítido de Rebeca en ropa interior, con medias de
nylon y la cabeza envuelta en un paño o tal vez llena de rollos como
se usaban antes, con las piernas levantadas y recostadas en la pared
de corcho de aquel cuarto de atrás. Estaba descansando antes de
vestirse.
La única otra cosa que recuerdo del día del matrimonio de Rebeca es
que después de que los novios se fueron una pareja de amigos de Luis
se peleó y él se fue y la dejó a ella sola. Cuando ya se había
ido todos los invitados tuvimos que ir a llevarla a donde vivía, que
era en una finca por la vía hacia Chivacoa. Fuimos a llevarla mi
tío Rafael Calles, mi primo que se llama igual que su papá y yo. Me
acuerdo muy bien de ese viaje porque fue uno de los episodios más
extraños y absurdos que he vivido. Cuando llegamos a la finca la
reja de entrada estaba cerrada con un inmenso candado. Estuvimos
mucho rato decidiendo si dejar a la mujer ahí o si regresarnos todos
otra vez para atrás. Al final ella quiso quedarse. La
vimos subirse a la reja con su traje largo de fiesta y saltar al otro
lado. La oscuridad se la tragó en un instante.
Me acuerdo que hice maletas muy poco después del matrimonio. Iba a
vivir en una residencia que quedaba en la Avenida Las Acacias, detrás
de la Universidad. Mi papá me llevó en su flamante Mercedes y me
dejó instalada allí, con muchas recomendaciones, al cuidado de la
señora Elvira, que era la dueña de la casa en la que funcionaba la
pensión de señoritas en la que viví durante mi primer año de
universidad. Yo tenía 17 años y me sentía una gente grande. Esa
pensión es el primer lugar en el que viví por mi cuenta. Y, como
sabes, es una cuenta larga la de las habitaciones, cuartos,
cuartuchos, apartamentos y casas en las que he vivido desde entonces.
Tal vez valga la pena seguir contando esta historia. Ya veremos.
Mientras tanto, te dejo aquí un abrazo barquisimetano...
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